lunes, marzo 28, 2005

E7 Prospectiva: hacia un diseño con sentido, ensayo

Prospectiva: hacia un diseño con sentido

Por: Alfredo Gutiérrez Borrero (originalmente publicado el 26 de mayo de 2004)
alftecumseh@gmail.com

Todo profesional recién graduado abriga proyectos y esperanzas acerca de su porvenir profesional; sin embargo, las obligadas decisiones que ha de tomar acerca de la dirección del rumbo inmediato de su quehacer laboral son también usual fuente de alarmantes preocupaciones. “Bueno, tengo un grado ¿y ahora qué hago?”, es la inacabable cantinela que se repite a sí mismo sin cesar..., y con frecuencia las respuestas, si acaso surgen de su interior lo hacen igualmente en forma interrogativa: “¿Puedo sobrevivir como diseñador independiente? ¿tengo chance de conseguir un buen empleo? ¿hago una especialización para aumentar mis posibilidades de labrarme un mañana prometedor?”. La escogencia que resulta del repetitivo monólogo interior, condicionada como está la mayoría de las veces por la premura y la presión de amigos o familiares, casi siempre se verifica deprisa y su pertinencia queda sometida al azar cuando no al desengaño en muchos casos.

El apuro tiene, además, el desagradable efecto de hacer olvidar la pregunta fundamental: “¿Qué quiero?”, misma que con un poco de sentido común —cualquiera convendrá— es el punto de partida lógico de una sensata trayectoria profesional. Ahora bien, quien consiga responder a esa cuestión debería, acto seguido, evaluar cuáles son las competencias en las que él o ella es hábil, y tratar de que aquello que forzosamente le toque hacer involucre el mayor grado posible de agrado y aptitud de su parte. Ello porque, tal como afirmé en un escrito anterior, las oportunidades de obtener el mejor desempeño practicable están estrechamente relacionadas con la capacidad para hacer coincidir en el actuar laboral tres diferentes ‘esos’: 1. Eso que quieres hacer, con 2. Eso para lo cual eres bueno, con 3. Eso que tienes que hacer por fuerza mayor. Por supuesto es inverosímil (y por demás iluso) aspirar a obtener una concomitancia del ciento por ciento entre los tres factores, lo cual no obsta que se intente conseguir el máximo posible de correlación entre ellos.

Si ese fuera todo el secreto el asunto se simplificaría bastante salvo que, a continuación, surge un gran ‘pero’.

¿Estoy seguro?Es preciso poseer algún rango de certidumbre respecto a lo que se quiere, se puede y se debe; y determinar ese rango es algo para lo cual la sola preparación universitaria ha revelado en la práctica ser harto insuficiente. Una deliberación prolongada y concienzuda sobre el particular podría incluso mostrar (a quien se tome el trabajo de llevarla a efecto) que quizá pensaba querer algo que en realidad no le apetecía tanto, o que le faltaba la destreza imprescindible para lo que creía poder hacer, o tal vez que había alternativas distintas al curso de acción que juzgaba ineludible y ni siquiera las había contemplado.

Ahí entra en escena el ejercicio prospectivo que plantea “Futuro con Diseño”, un seminario que, con agridulces resultados y desde hace un año, venimos realizando un grupo de consultores —entre los cuales me incluyo— con el fin de aportar a quien está en la coyuntura de estrenarse en el medio profesional como diseñador varios, panoramas posibles para optimizar la exploración del futuro de la disciplina y facilitar un subsiguiente desenvolvimiento apropiado en él.

Antes de asistir a un evento como ese, es pertinente revisar nuestros más profundos intereses, recordemos que como afirmó Habermas “no hay conocimiento alguno sin interés previo que le dé sentido”. Pese a ello es propio liberarse de las preconcepciones, e ir con mente abierta en lugar de hacerlo esperando “oír lo que se quiere oír”, y comprender que durante los próximos años la estabilidad en la vida profesional estará dada por la novedad. En conformidad, el diseñador tiene que disponerse a aceptar sobre la marcha una continua revaluación de prioridades para sortear los escollos (u oportunidades, según se les mire) que pondrán en su camino las cambiantes realidades. Es más, la segunda mitad de la primera década del siglo XXI se caracterizará por innovaciones instantáneas y enrevesadas que llevarán la profesión (y la civilización en general) a contextos verdaderamente insólitos.

Sin duda lo que precisa conocer quien aspira a orientar su futuro es en qué medida puede escoger la clase de actividad que ejercerá en medio de esa versátil sociedad. En palabras del reconocido infonomista (neologismo con el que se denomina a los expertos en información) catalán Josep Burcet Llampayas la lucha que viene “se dará en torno a la capacidad de diseñar nuestro propio futuro inmediato”. Al respecto, dice el propio Burcet, conviene apercibirse de que prever los inesperados efectos de las nuevas tecnologías es casi irrealizable, y comenta como ejemplo que durante el año 1990 las grandes editoriales publicaron varias obras sobre las principales tendencias del mañana y... ¡En ninguna de ellas se hizo alusión a algo similar a la Internet! (pensemos en el impresionante desarrollo comunicacional que se inició en 1991 al suministrarse al público las especificaciones de la WWW y después, en 1995, condujo al crecimiento exponencial de la red).

El porvenir aparece altamente nebuloso debido a las dinámicas de la globalización. Y los próximos desarrollos de cada sendero personal serán afectados por: 1. Componentes imprevisibles 2. Componentes fortuitos. 3. Componentes causales cuya anticipación es factible en cierto modo (y por los cuales se organiza un evento como “Futuro con Diseño”). Estos tres aspectos se amalgaman y las consecuencias integradas de su combinación prevalecen sobre los resultados que cada uno produce por separado. Por eso, a la hora de seleccionar un curso de acción particular es fundamental hacerlo con tolerancia, es decir, considerar opiniones y prácticas ajenas a las personales predeterminadas: una conducta tolerante amplía el abanico de posibilidades y agiliza la aceptación de la novedad.

El advenimiento de la sociedad de transformación
El objetivo fundamental de “Futuro con Diseño” más que determinar un destino fijo es propiciar condiciones para que el novel diseñador profesional halle su rumbo dentro del porvenir más viable. Hipotéticamente encontrar ese sendero no debería requerir demasiado esfuerzo pues las sociedades post-industriales, como se denomina a las sociedades contemporáneas más avanzadas, están en este preciso instante literalmente hasta el tope con nuevas propuestas de diseño y los presagios apuntan a que pronto absolutamente todo producto cultural se fundamentará en el diseño. Es más, afirma Josep Burcet, en un lapso cercano a cinco años o menos, cualquier aspecto de la producción humana pasará a considerase objeto de diseño y entonces las sociedades post-industriales se convertirán en sociedades de transformación. Esto es válido para objetos materiales e inmateriales, ya sean aparatos de frecuente uso cotidiano o conceptos estratégicos para emplearse en eventos particulares; y lo mismo acontecerá al crear elementos que gratifiquen los sentidos, comuniquen hermosura o solventen problemas prácticos. Empero, examinada a fondo esa atmósfera de innovación exacerbada conlleva sus propios inconvenientes... Máxime cuando el diseño (en todas sus subdivisiones), a más de estar involucrado en la corrección de la mayor parte de los problemas, empieza él mismo a tener injerencia en algunos y a causar otros, lo cual se convierte en una paradoja. Como consecuencia de ello cada vez conocemos más sobre lo que podemos hacer e irónicamente entendemos menos qué debemos hacer. Con frecuencia el exceso de información exige una labor intensa de filtrado para extractar de entre ésta el conocimiento útil (que a turno su resulta asimismo excesivo). Por ende, la sobreabundancia de conocimiento aniquila la sabiduría (entendida como esa conducta prudente para asumir la vida y los negocios, fruto de un profundo conocimiento aplicado de la disciplina en la que se es más o menos sabio), y nos conduce —aunque parezca una perogrullada— a desconocer lo que desconocemos y a continuar, ante nuestra imposibilidad para formular las preguntas adecuadas, sin recibir las respuestas indicadas.

Bien sabido es que la existencia profesional transcurre en un limbo entre lo posible y lo deseable, y por lo general es catalogada como satisfactoria por todos aquellos para quienes la separación entre ambos no es muy dilatada. Ahora bien, quizá la más grande de las contradicciones al dar al salto al profesionalismo —para un diseñador o para otro profesional cualquiera— es el casi total desconocimiento de lo que debe hacer con lo que sabe. Eso sin mencionar que todos ignoran en realidad las eventuales repercusiones de la aplicación de su conocimiento.

Hoy esas contradicciones son aún más perturbadoras, toda vez que si los progresos, avances, adelantos o perfeccionamientos humanos eran hasta mediados del siglo XX casi accidentales, del último cuarto de esa centuria hasta nuestros días la novedad se busca conscientemente, y el cambio continuo es la característica omnipresente, a tal punto que tras recibir el diploma que los acredita como profesionales, muchos individuos descubren que el bagaje cognitivo que recibieron en la universidad es insuficiente o se ha tornado obsoleto.

La globalización: autopista hacia la sociedad de transformación
El quid de tan vertiginoso cambio en el mercado laboral está en buena ley dado por el fenómeno denominado globalización del cual todos creen saber algo si bien muy pocos se han detenido a informarse y reflexionar al respecto. A decir verdad es un coloso sociológico mundial constante cuya significación es diversa para cada uno de los afectados.

A fin de percibir en algún grado el influjo de la globalización en cada uno de nosotros, es menester estudiar las peculiaridades de la cultura actual regida según los dictámenes de la tecnología de punta (puesta sobretodo al servicio de la publicidad, en la sociedad de consumo). Para eso el punto de partida es reconocer que el impresionante adelanto y la masificación de la televisión transformaron dicho aparato (la TV) en la base de la industria del entretenimiento por antonomasia. En virtud de ello se estableció la superioridad cultural de lo visual en una sociedad cuyos miembros nos inclinamos a atribuir mayor validez existencial a lo que vemos que a aquello que escuchamos o imaginamos. A tal punto que a menudo aceptamos con pasmosa facilidad lo que la pantalla proyecta como lo legítimamente real. Es notoria, en esta dirección, una tendencia a equiparar términos como ‘verdad’ y ‘realidad’ con ‘actualidad’. Consideremos para discernir la sutil diferencia que mientras la ‘actualidad’ es la cosa o suceso que atrae y ocupa la atención del común de las gentes en un momento dado, la ‘realidad’ y la ‘verdad’ corresponden a aquello que ocurre verdaderamente. Lo uno no necesariamente implica lo otro, pues puede ser que lo ‘actual’ magnificado por la televisión sea fantástico, ilusorio y carente de valor práctico en tanto la esencia ‘real’ de las circunstancias pasa desapercibida o es velada intencionalmente.

Del mismo modo la popularización de Internet forja un nexo cosmopolita incorpóreo que relega el contacto sensorial a un segundo plano y refuerza la condición del cerebro como ente supervisor y tamiz de impresiones, intereses y (acaso) sentimientos. Las interrelaciones humanas se uniforman: previamente a conocer a otro individuo en su particularidad, éste se nos revela a través de una tipografía, un protocolo tecnológico y unos equipos preestablecidos. La prontitud, la brevedad exagerada del tiempo y el lenguaje resumido rigen las conexiones, e incluso los afectos. De allí que aun sin entrar a describir en detalle la susodicha globalización sea pertinente consignar algunos de sus rasgos distintivos. Cinco de ellos son señalados a este tenor por el filósofo chileno Martín Hopenhayn:

1. La hegemonía de la novedad difunde continuamente neologismos (palabras nuevas que se incorporan al idioma) y los medios masivos de comunicación, auténticas fábricas de afectos invaden al ciudadano común con imágenes prefabricadas imponiendo a todos su visión de la actualidad. Eso genera la sensación de que el proceso comunicativo es interminable y, en consecuencia, sin principio. Se derogan el ayer y el mañana. Las realidades se tornan múltiples y desechables y el planeta se reconfigura según el último clip noticioso de CNN que puede ‘almacenarse’ para siempre en un disco compacto o inspirar un videojuego.

2. El ámbito cotidiano avanza en círculos y se hace superfluo en el tiempo y el espacio. La certeza se resquebraja debido a la inseguridad laboral, la aceleración del cambio técnico, la volubilidad de los roles familiares y la variabilidad de las condiciones económicas.

3. La velocidad prevalece sobre otras sensaciones en las nuevas formas de experimentar la cotidianidad. El sujeto tiene que comunicarse e informarse aprisa, pagar servicios, cumplir plazos y permanecer sintonizado con circunstancias presentadas como actualidad por los medios masivos de comunicación. En virtud de ello el humano ha de adaptarse continuamente a la acelerada propagación de la tecnología moderna y, conforme a ello, avanzar velozmente. Tal avance, a su turno, es en un sentido dado por la presión del grupo social y radica, por ejemplo, en consumir ciertos bienes y tomar ciertos servicios suntuarios —o peor todavía innecesarios a la luz de un análisis riguroso— antes que en saciar sus necesidades más íntimas de auto-crecimiento (con sus términos particulares y a su libre albedrío).

4. Lo inmediato asciende al más elevado nivel jerárquico en la escala de valores, y se instituye como la frontera exclusiva de las posibilidades particulares. El inconveniente aquí, cavila Hopenhayn, es que no se experimenta lo inmediato como medio de alcanzar un horizonte de sentido a largo plazo sino que se percibe como un horizonte en sí mismo.

5. El minimalismo se convierte en otro de los valores fundamentales. Los desempeños circunstanciales y los logros rápidos obtenidos en el día a día, adquieren mayor reputación que las realizaciones a largo plazo. Los esfuerzos que se emprenden para obtener un bienestar distante son percibidos como impracticables, como lentos, indolentes o inútiles aunque, su lentitud sea relativa y sólo se fije al cotejarlos con un modo de vida apresurado y fragmentario.

Vivir en y para el cambio
Incluso en la sociedad industrial, la tradición era la fuerza regente en los comportamientos colectivos. En el mundo post-industrial y de transformación ese lugar pasará a ser ocupado por la novedad: la cosa nueva y cambiante. En última instancia, el diseño surge como un acto de administración de novedad (concebirla, prepararla y suministrarla). La sociedad de transformación podría denominarse asimismo “sociedad del diseño”, pues con la expansión de la disciplina a todas las esferas de la existencia, hacer inéditas interpretaciones de la realidad o replantear ‘diseñísticamente’ las necesidades pasa de ser un suceso original (ejecutado espaciadamente por un exiguo número de expertos) para mutar y tornarse en una acción usual puesta en efecto por un creciente número de individuos.

Dado que lo desconocido magnetizará y polarizará al género humano, la labor del diseñador será promover mediante la creatividad el perfeccionamiento de aquellos entornos en los que se especialice (y las áreas de especialización aumentarán hasta unas cotas hoy inimaginables). Para llevar a buen término ese cometido es importante notar que en todo producto o servicio industrial, y en toda obra de arte incluso, hay un elemento conocido (que los expertos en información denominan: ‘confirmador’ o ‘confirmación’) y otro desconocido al que designan ‘novedad’. La aceptación por parte del público —sea este el jefe, el cliente o el alumno— del proyecto de diseño está abocada en opinión de infonomistas como Burcet a la repercusión de tres agentes que conviven dentro de cada individuo:

1. El bagaje intelectual, entendido como el conjunto de conocimientos y experiencias adquiridos previamente. 2. Las reacciones emocionales suscitadas por la propuesta y 3. La vitalidad propia de la persona para asimilarlo. A la hora de aceptar o rechazar cualquier elemento, desde una idea hasta un automóvil pasando por una reforma de los reglamentos empresariales, cada uno de tales agentes puede otorgar ventajas o aparecer como un estorbo. En ese orden de ideas saber mucho puede vigorizar la capacidad de aceptar lo inexplorado, pero tristemente (y con más reiteración) sirve justo para lo contrario y el poseedor de un amplio acervo cognitivo a menudo se torna quisquilloso y soberbio e impugna cualquier cosa que se aparte de las “verdades reveladas” que cree poseer. De todos modos el resultado, favorable o no, del proyecto pionero (que en el caso del futuro profesional es el diseñador mismo) dependerá de si quien se encuentra con una propuesta de diseño extraña le halla sentido, en tanto razón de ser o finalidad.

Ahora bien, aun cuando en la formación universitaria en buena parte del mundo se continúa favoreciendo la dicotomía de “aprobado y desaprobado” o “agradable y desagradable” lo verídico es que la novedad puede comunicar emociones contrarias. Y una cosa consigue simultáneamente repugnarnos y seducirnos sin que la relación entre ambas sensaciones sea inversamente proporcional. Incluso puede dejarnos indiferentes y no producir en nuestro interior (o en el de nuestro cliente, público o empleador) ninguna reacción. Así, para quienes condescienden con lo venidero un producto puede ser llamativo por su originalidad; en caso contrario se favorecerán aquellas creaciones que gratifiquen un gusto más conservador. Si algo es a la vez muy atractivo y muy repelente motiva una reacción ambigua en quienes se lo encuentran; cosa que se traduce, debido a la gran fluctuación entre la novedad y la confirmación, en una mayor respuesta emotiva. Un producto o servicio así desencadena grandes emociones. Sin embargo liberar fuertes respuestas emotivas muchas veces no es lo mejor para un elemento de diseño (ni tampoco para un diseñador), pues si bien proporciona vivencias extremas causa asimismo en quien lo experimenta molestias interiores. Es más, para facilitar la asimilación de la novedad y apurar la ansiedad de la discusión interior lo más normal es suprimir pronto una de las dos emociones antagónicas y escoger la otra tomando partido de inmediato: “esto definitivamente me gusta” o “esto me disgusta del todo”. También hay ocasiones en que o bien objetamos cualquier elemento de confirmación en un producto: “esto es incomprensible, no lo entiendo”; o bien descartamos cualquier novedad en él: “la misma vaina de siempre”. Una tercera estrategia para atenuar las molestias que causan los sentimientos encontrados es la que dicta aquel refrán de acuerdo al cual “del amor al odio no hay sino un paso”. Las simpatías o antipatías de la opinión pública, las vertiginosas subidas en cuanto a popularidad o las dramáticas caídas de los personajes políticos son muestra de ello; y lo mismo pasa con los posibles novios o novias, y con las mercancías o las ideas: inicialmente se da preeminencia a la suspicacia y el recelo, más adelante damos paso al entusiasmo y al interés: “al principio sentí que eso de hacer empresa no era para mí...” (pues exclusivamente experimentaba la angustia de lo nuevo y evitaba percibir las posibilidades de crecimiento que asumir el riesgo de ser empresario le reportaría); “pero ahora que lo pienso mejor, ser empresario es una maravilla...” (está tan optimista que pasa por alto la gran cantidad de trabajo que habrá de efectuar para posicionarse en el mercado).

Gris más que negro o blanco
Hay en nuestro medio, como herencia de viejas épocas, una fuerte censura hacia cualquier conducta ambigua, a eso que pueda entenderse de varios modos o admitir distintas interpretaciones y dar, por consiguiente, motivo a dudas, incertidumbre o confusión. Empero, cuando el asunto es decidir el futuro profesional es saludable desafiar transitoriamente la presión colectiva. De hecho, la ambigüedad puede tener sus ventajas... pensemos en los anfibios que ni son terrícolas ni acuáticos sino un poco de las dos cosas. Hay que permitirse elaborar la ambivalencia que un reto nos causa y evitar sucumbir demasiado rápido al deseo de ser previsibles; aunque todos nuestros parientes y amigos se afanen por hacernos inclinar en uno u otro sentido y nos tilden de erráticos, inconsistentes, e inmaduros... traicioneros ¡o hasta peligrosos! si tardamos en hacerlo. Al punto, evaluemos por asociación libre estas frases: “es que es una persona doble...”, “con esa vieja nunca se sabe”, “quiero saber ¿qué puedo esperar de ti?”, “¡necesito que me definas algo!”, “con él ignoro a qué atenerme”. ¿Nos resultan positivas o negativas? Sin duda la persona que las inspira no es de fiar ¿verdad? Lo anterior revela una directriz infalible: los amantes de la seguridad y la confirmación harían bien en buscar la tranquilidad que proporciona un empleo; quienes en contraste disfrutan el riesgo y lo extremo han de favorecer más la búsqueda de clientes como diseñadores independientes o trabajadores a destajo (según la equivalencia en castellano del advenedizo ‘freelance’). Quizá el camino del aprendizaje continuo —y no me refiero sólo a la especialización validada por un título universitario, o a la práctica en una gran empresa extranjera, sino también a la investigación en solitario o al filosofar sobre la profesión— comporta tanto de novedad como de confirmación y requiere una mentalidad más paradójica.

Como sea, navegar con autonomía en el mar del mañana requiere dominar la habilidad de alojar internamente estados de ánimos contradictorios sin perder la seguridad. Quien cultive tal facultad enfrentará la novedad y se adaptará a los cambios mediante lo que el catalán Burcet llama la “disipación de la respuesta emocional”. Sin embargo es complicado acoger y dar vía a sensaciones encontradas. Si antes no se desarrolla cierta inmunidad a la angustia es posible acabar naufragando en un estancamiento impulsivo. Pero si se pone empeño en el asunto al final será posible asumir un curso de acción coherente, consistente y previsible sin renunciar a la ambigüedad, y convertir la respuesta emocional en una acción mucho más significativa que si se prescindiera de ello.

En busca de la actividad adecuada
La energía contradictoria que suscita la novedad y deviene en respuestas emocionales fuertes debe poder disiparse mediante la actividad. Ello presupone vencer la inhibición que es el espacio existente entre la idea y la acción. Herencia, o mejor lastre, de la vieja época es la adicción a la certidumbre, como a todas las adicciones también a esta se accede intentando huir de dolor y de la frustración que la duda engendra. Lo cual produce una fijación y un condicionamiento negativo que empuja siempre en el mismo sentido. El condicionamiento positivo, en contraste, impulsa a la búsqueda del placer del descubrimiento y la creación (que supongo ha de ser el fruto más anhelado de profesar el diseño) y quien lo posee no repara en mientes para embarcarse en nuevas aventuras... Si ciertamente se desean, claro, pues es habitual en muchos individuos fantasear con destinos a los que en realidad jamás quieren llegar. Otros hay que se burlan de las propuestas insólitas sin saber que reírse de ellas es la mejor manera de ocultar la inquietud que éstas les causan.

Uno de los principales problemas del estudiante recién graduado, e incluso de mucho profesional veterano, es la asunción de saberlo todo que lleva a la creación de un pequeño universo egocéntrico que oculta no pocos complejos de inferioridad. A decir verdad, es la apertura a la revisión de la mentalidad propia lo que connota un intelecto superior: abrir fronteras cognitivas es el derrotero de la nueva época y la mejor forma de respetarse a sí mismo es interactuar con los demás, ayudarlos y de paso ser ayudado por ellos.

La mecánica del reto es más o menos así: X tiene que escoger su futuro profesional, y se le presentan múltiples opciones, las más novedosas le apetecen más pero también lo inquietan más, así que debe elegir una y actuar. Sería muy triste que escogiera la más cómoda por cuanto podría condenarlo a la inmovilidad del desierto creativo. Va a diseñar su futuro inmediato... y para ello ha de asimilar bien la novedad y disiparla mediante la acción correcta. Hasta allí todo comprensible excepto que... ¿cuál es la acción correcta? Mi opinión (hay otras muchas quizá más válidas), que comulga con la de Burcet y otros infonomistas, es que hay un crecimiento cualitativo cuando se produce una comunicación eficiente entre el hombre y sus circunstancias. Lo cual varía según la persona: para éste puede ser óptima una actividad rápida que se lleva a cabo con celeridad, empero a aquél quizá le venga mejor una actividad que aunque calmada y lenta sea más prolongada en el largo plazo e implique perseverancia y una alta motivación durante mucho tiempo. El empeño en alcanzar un objetivo distante (y a menudo imposible para terceros) ocasionalmente indica una poderosa respuesta emocional al consagrar por meses y años toda la energía de un individuo a la coronación de una empresa. Al final, las preguntas persisten ¿dónde encontramos mayor satisfacción? ¿en la confirmación o en la novedad? ¿En la seguridad de lo preestablecido, o en la asunción del riesgos más allá de ello?

Las condiciones ideales de trabajo
A pesar de que aún es poco viable, lo ideal sería buscar entornos laborales que nos proporcionen una combinación lo más personalizada posible de labor individual y de equipo, de aislamiento y de apertura, de seguridad y de riesgo, ¡y como es obvio de novedad y confirmación! De obtenerse tal escenario cada quien se las arreglará con aquello que más requiere para desarrollarse plenamente como persona y como profesional.

El grado de libertad relativo del que se disponga en el medio laboral es asimismo de suma importancia por cuanto: a más libertad mayores posibilidades de comunicación efectiva, a mayor comunicación efectiva mayor cantidad y mejores opciones entre las cuales escoger, a más y mejores opciones mayor numero de aciertos en la elección... La mezcla de novedad y confirmación ideal es particular para cada persona y para cada ocasión, esto significa que, para alcanzar un nivel alto de eficiencia cada compuesto debería estar muy personalizado. En consecuencia, todos las ventajas que obtengamos en materia de personalización (ojo, no de egocentrismo) son vitales para vigorizar nuestro crecimiento cualitativo. Por ello la estrategia individual debe encaminarse a sortear cualquier factor que nos impida la máxima personalización del trabajo. Lo cual, insisto, nos muestra un eventual axioma de las sociedades de transformación: cuanto mejor es la comunicación, mejores y más numerosas son las alternativas que uno puede elegir. Y los aciertos al hacerlo.

El mito de la comodidadEs normal suponer que en el Primer mundo (Europa, Estados Unidos, etcétera) los gobiernos y las leyes garantizan, protegen y promueven la libertad. Tal conjetura es parcialmente acertada por cuanto aunque dichas facilidades jurídicas evidencian algunas ventajas relativas de las gentes primer mundistas respecto a la libertad efectiva de la que disfrutan los ciudadanos de las naciones del Segundo y el Tercer mundo, ciertamente el nivel de libertad efectivas es todavía precario incluso en esas sociedades: En todas ellas hay millones de individuos asfixiados durante décadas por ocupaciones que los fastidian, constreñidos a obedecer normas y horarios que abominan y encerrados en ambientes laborales que les resultan intolerables. Todos ellos, de ser viable, abandonarían sus trabajos, sin embargo no pueden hacerlo. Carecen de independencia suficiente para ello. Por tal motivo millones de personas suspiran (¿o suspiramos?) por ganarse de buenas a primeras el baloto o una lotería para mandar al cuerno algunas de las personas con quienes conviven, la casa donde habitan, el trabajo que desempeñan o desentenderse de la decisión que deben tomar acerca de su futuro profesional.

La tesis de Burcet es que, en lugar de esperar a que caiga del cielo el premio gordo de una lotería, es menester emprender el camino, lento, dificultoso, nada inmediato, e incluso desesperante para algunos, de la intensificación y la mejora cualitativa de la comunicación. Acabar con la cultura del secreto y comenzar con la de la transparencia. Sin embargo no todo es soplar y hacer botellas, y aquí es que el mito de la comodidad obnubila el juicio de muchos profesionales del diseño (y de casi toda la población en general) pues es un despropósito asumir que las soluciones espectaculares están al alcance de la mano. Como rezaba aquella vieja serie de televisión: “quieren fama, ¡entonces comiencen a pagarla con sudor!”. En virtud de ello, abrigo mis dudas (y aconsejo a los demás hacerlo también) acerca de las bondades reales de los diez truquitos de recetario para lograr salud, dinero y amor (aunque yo mismo no este exento de emplearlos). Es lamentable pero el mito de la comodidad nos ha llevado a desesperarnos si en cinco minutos no obtenemos lo que queremos... Dizque porque la tecnología simplificará todos los procesos hasta decir no más. A este respecto un conocido escritor de ciencia ficción anotó “mientras la tecnología sea diferente de la magia el futuro no habrá llegado del todo”, y tenía razón y si se medita más sobre el punto se concluirá que dicho futuro está aún muy (pero muy) remoto.

Tal vez el hecho de que tengamos a un clic de distancia por messenger a alguien que está en el otro lado del mundo nos ha llevado a engañarnos, a creer que las cosas deben y pueden ser hiper-simplificadas. Nada más lejano de la realidad, en efecto, las formas de uso más superficiales serán cada vez más sencillas, pero quienes aspiren a obtener la excelencia a partir de las posibilidades más pujantes que brinden las tecnologías de comunicación en las siguientes décadas EN CUALQUIER CAMPO DE LA ACTIVIDAD HUMANA tendrán como hoy que realizar tremendos esfuerzos particulares, aunque se hayan facilitado las formas más triviales de objetos y servicios de uso. Lo que sí resulta natural es que la combinación más productiva concebible está integrada por la mezcla de las novedades “que nos toca sufrir” en función del proceso evolutivo de cada momento con el grado de la confirmación de las partes más nobles y consistentes de las raíces y las tradiciones.

Así las cosas, el crecimiento profesional y personal, el futuro con sentido en los años venideros estará dado —ya sea que se tome la senda de la independencia, la del empleo o la de la especialización— por el continuo crecimiento cualitativo de cada quien (y esperemos de la sociedad como un todo). Para salir vencedores en ese reto, necesitamos calcular conformemente la mezcla de confirmación y novedad satisfactoria en cada iniciativa que emprendamos (recordando que únicamente la novedad conduce al crecimiento cualitativo) y disipar fluidamente mediante la acción creativa la respuesta emocional que los contextos cambiantes nos generen. Los más ambiciosos, presumo, buscarán un diálogo constante con su entorno y lo traducirán en admisiones y disipaciones de novedad mediante la acción, mismas de las que obtendrán cada vez mejores soluciones de diseño a la problemática del día a día.

Todo lo cual implica valentía, sacrificio, empeño, y mucho más palabras que las cinco mil anteriores.

jueves, marzo 24, 2005

E6 Una lúdica historia (con chimpancés a bordo) ensayo

Una lúdica historia (con chimpancés a bordo)
Por Alfredo Gutiérrez Borrero, fecha original de escritura: octubre 15 de 2000
alftecumseh@gmail.com

Hablar de la infancia debería ser un asunto gracioso como retozar en la playa, e igual de sabroso a saborear un pastel de manzana una mañana soleada. Muy a menudo, por desgracia, la humanidad contemporánea ha hecho el tema denso y soporífero.

En el mundo moderno es evidente el interés en la educación de los niños, de unos niños a los cuales los sistemas políticos, religiosos y académicos esperan convertir en seres humanos integrales, esto es: excelentes ciudadanos, feligreses, estudiantes o soldados. Sin embargo resulta doloroso que —debido a una visión utilitaria y competitiva del universo— el influjo de la parte más mecanizada, apergaminada y beligerante de las llamadas ciencias sociales (tales como la psicología, la sociología e incluso la filología) se haga sentir con sofocante fuerza en numerosas disciplinas, incluido el diseño industrial, en especial en el área del mismo que busca contribuir a perfeccionar, mediante su oficio y sus creaciones, los potenciales del desarrollo infantil.

Tan funesta tendencia procede de una dilatada amalgama de profesiones cuyos sabelotodos teóricos se regodean en el uso de términos tales como: pedagogía, didáctica, enseñanza, instrucción, ilustración, aleccionamiento, formación y ¡sobre todo! “lúdica” o “lúdico” aplicados a cualquier elemento que pueda calificarse de apto para actividades de diversión y entretenimiento (reglamentadas o no) en un sinnúmero de versiones.

Lo que me resulta deplorable e incluso repugnante de dicha intromisión de las doctrinas adultas en el mundo infantil (Piaget y compañía siempre me resultaron aburridos aunque, lo confieso, conozco poco acerca de ellos) es ver cómo en las universidades y en las empresas prosperan camarillas de expertos y apóstoles del fastidio que pregonan su magistral comprensión del comportamiento infantil mediante lenguajes espinosos, plenos de una coherencia insoportable, de una lógica desabrida, y de una tediosa exactitud; desposeídos en fin hasta de la última partícula del caos, la vivacidad y la frescura que caracteriza el espíritu auténticamente infantil. En resumen, demasiado engreídos y rígidos como para acaso atreverse a marcar pautas en los dominios de la niñez fuente inagotable de la más amable anárquica y la única subversión realmente amable, alegre y ensalzable

Al respecto me pregunto ¿Puede enseñar a volar quien carece de alas?

No cabe en mi cabeza que gente que viste, piensa, habla y se comporta con senil severidad pueda en efecto comprender, siquiera un poco, la esencia de la conducta de los críos. Lastimosamente son en su mayoría personas de ese tipo, tan simpáticos como Nosferatu el vampiro, quienes en Colombia y muchos otros países escriben los textos que servirán para guiar a los niños en sus primeros años de estudio, asimismo son seres de esa cordialidad los que determinan los contenidos de los programas de enseñanza en educación básica, o se ingenian los juegos que van a desarrollar e incrementar las capacidades de aprendizaje de los párvulos.

Por eso (y aunque en principio parezca que no haya relación alguna) reflexionaré acerca de unos seres que sí son auténticos maestros en el arte de jugar aun sin ser egresados de ninguna “casa del saber”. Me refiero a ciertos monos antropoides, más arbóreos y pequeños que los gorilas, propios del África central y a los que los eruditos conocen bajo el nombre científico de Pan troglodites: los chimpancés.

Pero antes recurriré a un ejemplo para apoyar mi asunto.

Siempre cuestioné la competencia profesional de los sacerdotes católicos para indicar el rumbo a seguir en la vida matrimonial a parejas cuyo principal fin es legalizar socialmente su sexualidad y su reproducción (pues al tomar junto con sus hábitos el voto de castidad eligen —según parece— renunciar a ejercer las facultades biológicas del erotismo y la procreación que la naturaleza les otorgó). ¿Cómo pueden ser impartidos, es mi duda, los cursos prematrimoniales por personas que nunca han estado casadas ni van a estarlo?, ¿qué pueden saber de educar hijos quienes abjuran de su facultad para engendrarlos?, en definitiva, ¿cuán válida es la opinión sobre los menesteres amatorios de unos individuos que por el resto de sus vidas usarán presumiblemente sus lechos en exclusiva para dormir?

Quizá la ironía última de la existencia humana es repudiar aquellas verdades que explican con mayor claridad la inconsistencia cultural. Es decir, cuanto más irrebatible sea la fortaleza de una argumento para criticar una convicción habitual equivocada, más difícil le será conseguir a tal postulado gozar de la aceptación general. Peor aún, la mayoría de las veces generará un terrible rechazo. Como quien proclama: sé sincero y pagarás por ello. O visto desde otra perspectiva: miente y te pagaran por hacerlo.

Por ventura en el mundo pedagógico donde tanto se atropella la frescura con el empleo del término “lúdico” del cual, según establecí antes, se abusa hasta el cansancio, se ha olvidado que éste es un adjetivo proviente de una antigua acepción latina ‘ludere’ que significa ‘jugar’ y en su más puro significado traduce: “Juguetón con un comportamiento sin objetivo”. Mas ¡ay! de ti estudiante si te atreves a recordárselo a algún docente inquisidor pues reprobarás por ello.

Y ese es el problema básico, algo realmente lúdico es en esencia juguetón y sin objetivo, pero resulta que en mis años involucrado con la revista proyectodiseño y en mi prolongada experiencia docente en facultad de diseño industrial de la Universidad Jorge Tadeo Lozano sólo he visto proyectos tendientes a desarrollar sistemas de entretenimiento (o ‘juegos’ de cualquier tipo para infantes) que brillan precisamente por sus muy exactos objetivos, propósitos, metas, fines e intenciones. Todos son, en palabras de sus autores, útiles para desarrollar la motricidad fina, acrecentar la retentiva, fortalecer la memoria o agudizar la creatividad. ¿Cómo, entonces, se esgrime hasta el hartazgo el calificativo de ‘lúdicos’ para referirse a ellos? Cuando más toda esa serie de proyectos son artilugios pedagógicos disfrazados de juegos, porque el juego en el sentido infantil de la diversión inocente es común a los bebés y a los cachorros de todos los animales superiores, por eso sus sinónimos son: entretenimiento, esparcimiento, recreación, pasatiempo, solaz, distracción, descanso, retozo y desahogo. Pero en la sociedad de consumo ¿qué descanso y qué desahogo comportan una serie de actividades en las que una mezcla viciosa de conocimientos amañados y sistemas didácticos experimentales pretenden hacerle pasar a los niños (y a la parte realmente infantil de cualquier persona) gato por liebre?

No se me malentienda, lejos de mi intención aseverar que todos esos entretenimientos basados en el cálculo, las formas geométricas, los acertijos y las adivinanzas carezcan de valor educativo, algunos incluso lo tienen y mucho, es más, los hay que sirven para rehabilitar a seres humanos afectados por el retardo mental. A éstos hasta podría llamárseles juegos, pero tengan por absoluta una verdad: si son juegos, al tener finalidad específica son del tipo de juegos que bajo ningún punto de vista pueden denominarse lúdicos, al menos si queremos manejar la palabra “lúdico” con respeto hacia el contexto que la vio nacer.

Lo antes consignado fundamenta toda mi discusión, y proviene del hecho de que en el habla cotidiana se acostumbra a tipificar sin distinción como “juego” a dos tipos de quehaceres completamente distintos de los niños toda vez que cuando un chiquillo de dos años logra, mediante vigorosa atención, construir una torre de cubos plásticos se dice que “juega” al pequeño arquitecto; no obstante tal hecho está determinado por una conducta totalmente diferente a la que se presenta cuando el pequeño se estira y se contrae saltando sobre una mullida cama mientras su padre y su madre le hacen cosquillas o se deslizan tras él tomándolo de las piernas. A decir verdad, los juegos realmente lúdicos como el que acontece en el segundo caso son los que todo un esquema social (obsesionado con la eficiencia, los récord, las estadísticas y las calificaciones) parece olvidar y descuidar tan categóricamente, es decir las carcajadas, las volteretas, las cabriolas y las cosquillas.

Todos estos científicos de la educación, o su gran mayoría, son el resultado de una tradición económica y utilitaria que nos ha reportado jugosos dividendos en nuestro señorío sobre la naturaleza, y también en nuestro exitoso desempeño en el aprovechamiento y colonización de nuevos ecosistemas. Gracias a esa racionalismo práctico somos los propietarios del Planeta Tierra (al menos en el corto plazo), pero al olvidar el juego puro, el que se da silvestre, sin objetivo que el juego mismo, nos hemos inhibido de usar la trascendental aptitud instintiva que desde la prehistoria tantos escollos nos ayudó a salvar en la difícil labor de coexistir dulcemente unos con otros.

En consecuencia, e hipnotizados como están con los logros y los méritos, con los balances y las finanzas, con esa aberración que llamamos “el juego del poder” (aunque de juego nada tenga nada), a los seres humanos de la cifra, de la magnitud, del peso y de la medida, a la gente de la sabia explicación y de la finalidad revelada, el mundo se les antoja como algo que debe ser más invadido que respetado; tanto sistema de cómputo y tanta ingeniería instruida observan la naturaleza salvaje como un desafío provocador que debe ser sometido (y que de hecho es a menudo poseído y delimitado) aunque muy pocas veces disfrutado. La fauna y la flora llaman la atención en cuanto son recursos susceptibles de explotación, pero pocos son los que estiman a sus exponentes —animales y plantas— como maravillosos camaradas que habitan el mismo planeta de azul verdor que usufructuamos nosotros. Basta observar la indiferencia generalizada de los moradores de las grandes urbes hacia los jardines botánicos y los parques zoológicos, sitios que resultan ajenos a multitudes completas de expertos en gestión administrativa y servicio al cliente. La mayoría de los profesionales actuales somos víctimas, por tanta sistematización del entorno y los medios educativos, de una esquizofrénica manía divisoria entre lo cultural y lo biológico. Desde muy pequeños y presionados por tanto procedimiento lúdico, que de lúdico no tiene un cuerno, perdemos gradualmente la apreciación cualitativa y pasiva de la existencia, y acabamos por disociar la condición única del cosmos expresándolo todo en terminologías duales y particiones del tipo: blanco/negro, izquierda/derecha, costo/beneficio, sujeto/objeto, humanidad/naturaleza.

Por lo mismo somos inmunes al goce de apreciar el vuelo de las aves, la pleamar, la cosecha o el florecer de las plantas, sólo las tuberías, los dispositivos, los engranajes y los carburadores atraen nuestra atención. En ese punto es que una breve crónica del comportamiento de nuestro hermano menor, el chimpancé, puede hacernos pensar o sentir en transitar mejores rumbos.

Jane Goodall es una estudiosa británica hoy septuagenaria y mundialmente reconocida por sus publicaciones y sus apariciones en documentales de la National Geographic Society, como la máxima abanderada de la causa de los Chimpancés en el planeta. Ella fue la autora del libro “In the shadow of the man”, mal traducido al español como: “En la senda del hombre” (pues tras leerlo son más apropiadas traducciones como “A la sombra del hombre” o “Bajo la sombra del hombre). Jane Goodall es asimismo la persona que durante los años 60’s fundó el centro de investigación para chimpancés en el Gombe, en la nación africana de Tanzania, a orillas del lago Tanganyika. Y antes de perderme en la selva de las referencias, quien quiera saber más sobre sus actividades puede consultar la página http://www.janegoodall.org/ y dejarnos a los demás continuar con este curioso coloquio.

Cuando se leen los trabajos de Goodall, quien convivió varios años con los chimpancés en sus hábitat naturales, se advierte que el juego, el juego lúdico real por el sólo placer de divertirse y hacerse reír (porque, créanlo o no, estos simios ríen), sin ningún objetivo concreto, ocupa un lugar primordial en su vida social a lo largo de toda su existencia, y aunque los fascinantes cuadrúmanos tengan actividades de aprendizaje imitativo y competitivo del tipo de las que nuestros expertos pedagogos humanos tratan de hacernos creer que son “juegos”, éstas toman poco tiempo en sus rutinas.

Por supuesto que estos primates tienen muchas diferencias físicas y de comportamiento con los humanos, y pese a ello su cerebro es el más similar al nuestro en todo el reino animal. Por ejemplo, la vida familiar tal cual nosotros la conocemos es virtualmente inexistente entre ellos, y la figura del padre está ausente en sus sociedades. Aunque, sin embargo, hay dentro de ellas jerarquías, y una tendencia a evitar las relaciones sexuales entre los hijos y sus madres, pero en la época fértil de las hembras cunde lo que los moralistas mojigatos llamarían “sinvergüencería” y todos los machos copulan con ellas, sin que se sepa luego de quién son los hijos resultantes. Eso sí, todos los adultos de una región tienden a ser cuidadosos y cariñosos con las crías, salvo en aquellas raras oportunidades en que un pequeño tiene la desgracia de cruzarse en el camino de un macho adulto en plena demostración de fuerza y agresividad. Entonces la ebriedad de las hormonas puede conducir a que el cachorro sea asesinado.

Ahora bien, aunque a veces se muestren violentos, los chimpancés de cualquier edad y condición son por lo general muy querendones de sus “niños”, y si bien los adultos desarrollados le enseñan a su progenie, a veces en un sentido casi humano, en la mayoría de las ocasiones cuando se relacionan los grandes con los pequeños, lo hacen asumiendo el nivel de éstos últimos, es decir, jugueteando y revolcándose en el suelo y los árboles por el sólo placer de hacerlo. Ya sugirió Cristo en la Biblia (Mateo, capítulo 18, versículo 3) que quien no fuera como un niño no entraría al reino de los cielos, y conjeturo que lo hizo como una invitación a los adultos a observar e imitar la espontaneidad infantil, y en total repulsa de los esfuerzos opresivos de los mayores, y de su inclinación a usar los artificios de la pedagogía más compleja para eliminar del niño todo lo que lo hace niño, y, si bien puede sonar a lugar común, “meterlo a grande”,

Mas volvamos al diseño de objetos: el repertorio objetual del chimpancé es, después del humano, el mayor en todo el reino animal, estas criaturas usan palos y piedras a modo de armas, de herramientas y de instrumentos de cacería, asimismo saben elaborar esponjas con hierbas o usar el follaje a manera de papel higiénico. Sin embargo, nunca se ha visto que un chimpancé se sirva de un objeto para elaborar otro objeto. En eso se diferencian de nosotros, y claro en que no tiene en su haber algo tan espectacular como nuestra habla (por supuesto que si pudiéramos interrogarlos al respecto ellos tendrían algunos reparos al respecto) Pese a ello parece que el chimpancé tiene una conciencia del yo, y es bien documentado el caso de Washoe, una hembra que creció rodeada por seres humanos que sólo se expresaban frente a ella y entre sí, mediante el lenguaje de signos de los sordomudos. Doña Washoe llegó a manejar con perfección un conjunto de trescientos cincuenta y tantos signos diferentes, e incluso algunos para identificarse a sí misma.

A este respecto registra Jane Goodall, al final de “In the shadow of the man”: “Sin duda el hombre ensombrece al chimpancé. Y con todo, éste es una criatura de inmensa importancia para comprender al ser humano. De la misma forma en que nuestra sombra se proyecta sobre el chimpancé, la de éste cae sobre los demás animales. El simio es capaz de resolver complejos problemas, puede usar y construir herramientas con muy diferentes fines, su estructura social y sus métodos de comunicación son refinados e incluso muestra los rudimentos de una conciencia del yo. ¿Quién puede saber lo que será el chimpancé dentro de cuarenta millones de años? Debe ser preocupación de todos nosotros permitir que continué viviendo, que pueda tener ocasión de evolucionar”.

Lo mismo que comenta Jane Goodall sobre el chimpancé es válido para el comportamiento infantil al natural, y sobre todo para el juego de verdad que los peritos de la educación insisten en eliminar y suplantar con sus juegos de adultos adaptados a los niños. Por algo los chimpancés se abrazan y se consienten entre sí mucho más de lo que nosotros lo hacemos con nuestros semejantes. Y no en sentido exclusivamente sexual, por cierto. A modo de sobremesa, y en apoyo una idea que insinúo en este escrito (con más sutileza que molestia, espero) agregaré algunas particulares biográficas sobre Jane Goodall: dicha mujer fue comisionada para el estudio de los chimpancés en Tanzania por el británico Louis Seymour Bazet Leakey (1903-1972), quizá el más famoso antropólogo del siglo pasado, y un explorador infatigable cuyos descubrimientos de esqueletos de Australopitecos y humanos prehistóricos en la Garganta de Olduvai en Tanzania suministraron numerosos datos para resolver el siempre inquietante misterio del origen humano. En aquella época, Jane a la sazón muy joven, carecía de grado profesional, es más ni siquiera había ingresado a la universidad y fue precisamente por eso que Leakey la escogió; quería para la investigación a alguien así. Creía firmemente que la educación universitaria en el caso de muchos pioneros no sólo era innecesaria, sino que, en tanto camisa de fuerza y coartadora de la curiosidad natural podía llegar a ser nociva en varios aspectos. Deseaba poner el frente del proyecto que investigara a los primos hermanos del hombre, a una persona de mente abierta, libre de convencionalismos teóricos; alguien que realizase la investigación llevado solamente de un afán de conocimiento y que profesara, además, una gran y real simpatía hacia los animales.

Una persona como Jane.

Cada cual saque sus conclusiones.

Yo al menos creo saber por qué Louis Leakey fue un hombre tan notable, y dado lo escrito en el párrafo anterior salta a la vista la razón por la cual contribuyó a convertir a Jane Goodall en la renombrada científica que hoy es. Ambos, como los niños y los chimpancés, fueron en su momento individuos abiertos a la fertilidad de la especulación y se tomaban la vida de un modo travieso que podríamos llamar lúdico en el verdadero sentido de tal palabra.

Eran, en resumidas cuentas, un par de juguetones.

domingo, marzo 20, 2005

E5 Muebles fundamentales 3: El lenguaje de la cama, ensayo

Muebles fundamentales 3

El lenguaje de la cama
Por Alfredo Gutiérrez Borrero, originalmente publicado agosto 1 de 2000
alftecumseh@gmail.com

“¡Bendito aquel que inventó el sueño!, que cubre a un hombre con todo y sus pensamientos, como una capa; que es carne para el hambriento y bebida para el sediento, calor para quien tiene frío y frío para quien tiene calor. El sueño es la moneda con la que todo puede ser comprado, y la balanza que iguala incluso a un rey con un pastor, y a un tonto con un sabio”, así escribió hace unos siglos el gran literato español Miguel de Cervantes (1547-1616), obviamente al hacerlo estaba pensando en una buena cama. Y esa misma abstracción inspiró al poeta inglés Thomas Hood (1799-1845) cuando redactó: “¡Oh cama! ¡Oh cama! ¡Deliciosa cama! ¡Qué cielo en la tierra para una cabeza cansada! Incluso Benjamin Franklin (1706-1790), prohombre de los Estados Unidos, permanentemente fiel a su ética del trabajo, y mostrando su estimación al mueble en el que más tiempo pasamos muchos seres humanos, anotó: “La fatiga es la mejor almohada”.

Dormir, hacer el amor, soñar, reposar para reponer las fuerzas que nos arrebata la enfermedad, hacer pereza viendo la televisión o leyendo un libro, tales son las nobles tareas que tienen muy a menudo su lugar en la cama, ese objeto rey entre los enseres domésticos, construido con un esqueleto de madera, bronce, hierro, aluminio u otro material, sobre el cual se dispone un colchón o jergón (relleno de lana, de crin, de algodón y a veces estructurado con muelles o resortes).

La cama es, en la cosmología doméstica, como la diosa madre que tiene a su alrededor toda una corte de satélites y accesorios: sabanas, colchas, cubrelechos y edredones, cobijas, almohadas, pantuflas y pijamas, mesas de noche, rodean y rinden tributo a su señora. Como el ser humano, la cama evoluciona a lo largo de la existencia. Así, crece desde la infantil cuna, que a veces puede mecerse, hasta convertirse en esa cama doble propia de los desposados y los amantes. De igual modo se contrae hasta transformarse en el ataúd, cuando el ser humano hecho cadáver se dispone a reposar en ella por toda la larga noche de los tiempos.

Desde la antigüedad la cama es un venerable componente del mobiliario, aunque siempre se las arregla para remozarse y mantenerse joven. Ha conocido múltiples transformaciones y desarrollos al paso de las centurias. Descendiente natural del sitio en el que los animales se echaban a descansar, la cama evolucionó como símbolo de la elevación cultural humana sobre el resto de la fraternidad animal. De ese modo en Egipto, Oriente, Grecia y Roma las camas fueron relativamente sencillas, si se comparan con otros objetos que expresaban el carácter de dichas civilizaciones, aunque algunas camas que pertenecieron a personajes de alcurnia fueron artísticamente construidas.

Desde el comienzo de la cronología que instauró el nacimiento de Jesucristo, y especialmente en la Edad Media, a medida y una vez que el Cristianismo reemplazó a los Cesares como eje del poder en la orgullosa Roma y el mundo que giraba en torno a ella, la cama se hacía más maciza y aumentaba su tamaño entre los grandes señores y caballeros, aunque los ermitaños y monjes penitentes —amigos de ayunos y pruebas de fe— prácticamente se deshacían de ella para retornar al contacto con el suelo tomando por lecho a la madre tierra.

En el Renacimiento europeo, como afirmación del orgullo humano y rechazo al temor de Dios que había envuelto la atmósfera medieval, la cama adquiere una expresión colosal: se llena de cortinajes que unas veces protegen de las miradas imprudentes a las castas doncellas hijas de las familias burguesas, y otras son testigos del desenfreno legendario de príncipes licenciosos como Cesar Borgia (¿1476?-1507) según la tradición vulgar lo recuerda. Los baldaquinos y doseles coronan las camas que albergan en las noches, o en los actos amatorios o en los menesteres que preceden a la muerte, a los nobles y reyes.

Sobre esa línea creciente, las camas serán también muy influidas, a lo largo de los siglos XVII y XVIII, por el estilo arquitectónico Barroco (que se contrapone al Renacimiento Clásico) y su típica profusión de adornos. Algunas, en las cortes de los Luises de Francia llegan a convertirse casi en piezas arquitectónicas por si mismas, y se hacen capaces de sostener hasta un grupo numeroso de personas pues hay ejemplos impresionantes de camas que miden más de tres metros de anchura y otro tanto más de longitud y se elevan sobre el piso casi metro y medio.

Entretanto, lo ejércitos y las marinas, habían creado camas que se apilaban unas sobre otras para hospedar a soldados y marineros, y pequeñas camillas, angarillas o parihuelas para transportar a los heridos que producía en creciente número la guerra, actividad que se mantiene constante a lo largo de la historia toda. Este tipo de cama militar continuaría desarrollándose para aprovechar los espacios hasta umbrales excepcionales como aconteció en las trincheras, en especial en las del frente occidental, donde chocaban los ejércitos de Alemania contra las correspondientes fuerzas conjuntas franco-británicas, durante la I Guerra Mundial (1914-1918) y en los submarinos alemanes del tipo U que fueron el arma favorita del nazismo en la II Conflagración Mundial (1939-1945). Y la tecnología de la cama alcanzaría su apogeo en las estructuras elaboradas para el reposo de los astronautas en las misiones tripuladas a la luna.

En el frente civil y popular, es decir en la vida cotidiana de los últimos siglos, ya con la conciencia cosmopolita en ascenso y la globalización universal, la cama se volvió, poco a poco, de una mayor sobriedad; particularmente en el siglo XX tras la segunda guerra mundial y debido a la aparición del diseño industrial moderno y a la masificación seriada de la producción. Así alcanzó, en el amanecer del tercer milenio un equilibrio más mesurado entre la forma y la función en el uso, mismo que balancea perfectamente el cometido funcional sin desatender su fachada y su parte estética.

Tal podría ser, sin tanta intensidad explicativa, la biografía de la cama desde la antigüedad hasta nuestros días, quizá dejando sólo de lado todos esos prácticos esperpentos del comercio como las sillas que se vuelven camas y otros artilugios por el estilo. Pero eso sería en detrimento de todo el aspecto poético que la cama guardó desde siempre, el cual la hace la más expresiva de las piezas del mobiliario, ese aspecto que hace que aleteen en nuestra imaginación las más líricas mariposas al evocar la cama: ¿Quién no quiso llevar a la cama a alguien (acaso un amor imposible) en plan seductor? ¿Quién, como Calvin el niño amigo de Hobbes el tigre de felpa de los cuentos, no tuvo miedo de encontrar monstruos bajo la cama? Y asimismo ¿quien no vio ese lugar bajo el lecho como el más natural de los escondites? ¿Por qué hay quienes aún temen encontrar bajo las cobijas sorpresas desagradables? Además, ¿cuán variada es la fauna objetual que con el transcurso de la vida se ha ocultado bajo nuestros colchones, desde revistas pornográficas hasta dinero? ¿Qué ser humano, como yo que hace un tiempo perdí a mi madre, no extraña esas veladas de la infancia en que tal ser amado lo cobijaba confortablemente tras darle el beso de las buenas noches? ¿Acaso alguno entre nosotros no tuvo un oso de lana, un perro de espuma, una muñeca plástica, un Mickey Mouse de caucho o un delfín de peluche que lo acompañó a la cama? ¿No es para nosotros, los escritores, esa cama el primer encuentro con la vocación inspirada probablemente por un padre que, como el mío, nos relataba cuentos? ¿No jugamos casi todos a viajar a mundos fantásticos que se hallaban bajo las cobijas? ¿No tiene un algo mágico el quedarnos a dormir en casa de un amigo o de una amiga, o el experimentar una cama nueva en plan lúdico o fálico? ¿No se extraña todavía en las noches frías a esos compañeros de cama a los que el divorcio o la muerte arrebataron de nuestro lado? ¿Y qué decir de las pijamas favoritas o de las sabanas de muñequitos?

De tan especulativo modo queda completo el ciclo que me había propuesto dedicar a la mesa, la silla y la cama: La Suprema Trinidad de los muebles, en la que cada diseñador puede definir a su gusto cuál de dichos objetos equivale al padre, cuál al hijo y cuál al espíritu santo, con el debido respeto que los conceptos religiosos de la gente merecen.

Sin ser diseñador, yo de los tres me quedo con la cama.

¡Oh, sí, y es que es tanto lo que tiene para relatar nuestra mullida camita, depositaria de secretos, compañera de largas, jornadas y reemplazo buscado del útero materno,¡

Religiones, filósofos y leyendas, dicen que el sueño es una pequeña muerte. Por lo que entonces, y en ese orden de ideas, el amanecer en una buena cama, bien dormido o bien acompañado (no importa tanto, pero como sea amanecer bien), nos permite experimentar cada mañana a una escala diminuta los placeres de la resurrección. Una resurrección cotidiana que le da a la cama esa dimensión sobrehumana, angélica o divina, que la convierte en el más sublime entre los muebles.

Un mueble en el que me dispongo a hacer una cabalgata por el reino de los sueños no bien digite el punto final que da término a este sentido ensayo.

E4 Muebles fundamentales 2: Favor no sentarse en la silla... ¡eléctrica!, ensayo

Muebles fundamentales 2

Favor no sentarse en la silla… ¡eléctrica!
por Alfredo Gutiérrez Borrero originalmente publicado junio 15 de 2000
alftecumseh@gmail.com

Me pasé toda la tarde tratando de permanecer sentado en la silla compañera de mi escritorio frente a un pequeño computador portátil mientras escribía este ensayo, pero no conseguí mantener el impulso escolar ni el tono académico de anteriores trabajos. Lo ha impedido mi natural inquieto, hoy algo más distraído de lo normal como consecuencia de un estado anímico que no anda de lo mejor. Y no sé, de repente haya algún conjuro cabalístico en torno a este escrito o quizá se presentó una alineación planetaria, con Urano haciéndole zancadilla a Venus, que incide directamente sobre los que, como yo, nacimos bajo el signo de acuario. O será que, simplemente, mi estirpe animal se resiste a estar sentada. Es posible que todavía subsistan en mi cuerpo algunos genes salvajes —en perfecto estado— los cuales, pese a la milenaria infección cultural, aún pueden, ocasionalmente, imponerse a los rígidos genes civilizados con los que cohabitan y sacudir con un momentáneo acceso de caos mi personalidad.

Preámbulos más, conjeturas menos, el problema está relacionado, irónicamente, con el tema que hoy motiva mi redacción; porque pocas posiciones están tan vinculadas con el intelecto (y la condición humana toda) como la postura que tomamos al sentarnos, y es bien sabido que, entre todo el mobiliario que ha diseñado el Homo sapiens, hay un mueble que en su historia, variedad, finalidad y permanencia recoge la esencia del pensador. Y eso que ahora mortifica mi trasero, pese al esbelto espaldar con que lo dotaron sus hacedores y al mullido cojín que viene extendido sobre él, es ese mismo mueble, en una versión estilo colonial elaborada en pesada madera.

¿Todavía hay alguno que no haya adivinado nuestro “objeto” protagonista?

Bien, se trata de una silla, y tanto ustedes como yo hemos de aguantarla (aunque de diversa forma) por unos párrafos más.

Por silla los amigos diccionarios describen a ese asiento con respaldo y generalmente sin brazos, pero para resultados prácticos ampliaremos el concepto hasta encerrar en él toda la vasta miscelánea de artilugios y armatostes que sirven para sentarse sobre ellos.

En virtud del efecto random comenzaremos reseñando que en la antigua República Romana, antes del nacimiento del Imperio, se fabricaban, en marfil, unas ciertas sillas llamadas ‘curules’ sobre las que se sentaban los legisladores: ediles y magistrados. Con el tiempo se pasó a llamar curules a los propios legisladores, y por tal razón, actualmente, en los parlamentos de muchos países democráticos, cuando alguien es elegido para ocupar un puesto en el senado, se dice que ha ganado una curul. Pero los arcaicos romanos tenían otra palabra, ‘scammun’, para denominar a una serie de banquillos, gradillas, tarimas y asientos o, especialmente, bancos grandes con respaldo. De allí deriva el término escaño, y por ello en algunos otros países a los lugares en los senados o las cámaras se les conoce de igual modo bajo el nombre de escaños.

Hoy todo el mundo da importancia al lugar en el que un gobierno, o una gran empresa multinacional, tiene su ‘sede’, vocablo que asimismo deriva de su homónimo latino ‘sede’, pues entre los romanos y los cristianos primitivos ‘sede’ era la silla o trono desde el cual ejercía su autoridad un prelado o dignatario. Incluso el cristianismo católico, tiene una “silla suprema”, que está en Roma —es la “Santa Sede del Vaticano”— el lugar donde el Papa se sienta a dirigir su “rebaño”.

Y existen sillones, o sillas de brazos, mayores que las comunes, nietas sin duda de una hipertrofiada silla sobre la cual se sentó algún grandullón pretérito; o butacas, que son sillones de brazos con un respaldo echado hacia atrás o los asientos preferentes en las salas de teatro y los auditorios musicales.

El mundo conoce como bancos a esos rudos asientos de madera sin respaldo, en Colombia empero, a esos mismos bancos se les llama ‘butacos’ mientras en otros sitios se le conoce como taburetes, (originario de la voz francesa ‘tabouret’). Por supuesto banco es, igualmente, ese tablón grueso y fijo que se coloca sobre cuatro pies y que sirve de mesa a los carpinteros. Mas no son las mesas lo que aquí nos competen.

Más comodonas son las poltronas: bajas sillas muy descansadas con brazos, cuyo sólo nombre invita a arrellanarse y emperezarse. Pero de la familia de la silla el más aristócrata es, innegablemente, el Trono (del latín ‘thronus’) que es desde siempre el asiento de ceremonia de los emperadores y los reyes. Incluso se conoce como ‘trono’ a la propia dignidad de rey o soberano. Trono es, de otra parte, el lugar en el que se sienta el obispo durante las ceremonias religiosas, y el emplazamiento donde se coloca la imagen de un santo para rendirle solemne culto. Igualmente trono es el tabernáculo sobre al altar donde se expone el santísimo sacramento: simbólicamente se sienta allí el “Rey de reyes”, Dios, quien como se quiera tiene también para los creyentes su trono celestial. Agregaré que ‘tabernáculo’ era entre los antiguos hebreos la tienda en la que se ubicaba la Santa Arca de la Alianza, pero que con el tiempo se tituló así al Sagrario, esa especie de armario colocado atrás y sobre el altar, donde se encierra la Custodia. Curiosamente ‘tronos’ son también los miembros de uno de los coros angélicos, seres alados quienes (de seguro) han de ser majestuosamente holgazanes para merecer tal apelativo.

Otra silla de renombre es el solio, como se conoce a un trono con dosel (cortina o entoldado distinguido) que se coloca detrás del mismo. Mientras que entre las sillas modestas están la banqueta, que es otro asiento sin respaldo o un banquillo para poner sobre él los pies, y, casi describiendo de idéntica forma ambos significados, el escabel. Sillín es el asiento de la bicicleta y de la motocicleta, y silla es igualmente la estructura o aparejo que el hombre usó para dominar la bestia y desarrollar todo el refinamiento hípico mientras viajaba a caballo por el completo globo terrestre. Puf es una especie de taburete bajo, y sofá un blando asiento con respaldo y brazos para dos y más personas. Otomana es una especie de sofá que fascinó a los sultanes turcos, al que quizá identificaremos mejor si visualizamos el consultorio de un psicoanalista, lugar al que asimismo se conoce como diván (del turco ‘diuán’, que traduce ‘reunión’). Históricamente este Diván es, de igual forma, el Consejo del Sultán (antaño supremo gobernante o emperador de los turcos), o la sala en la cual éste se reúne; por extensión del concepto y a partir del mueble llegó a conocerse como ‘El Diván’ a todo el gobierno de Turquía. Ese mismo diván junto al que Jung, Adler, Freud y Lacán, (la flor y nata de la psicología internacional) estudiaron las complejas problemáticas de los dolientes que se sentaban sobre él, es además conocido como ‘canapé’ y como ‘confidente’ (nombre éste que dados los secreteos entre el psicólogo y su paciente no requiere explicación alguna), hasta es probable que las majas del pintor Goya estuvieran sobre uno de estos muebles y no sobre una cama.

La palabra inglesa para silla (‘chair’) deriva de la latina ‘cathedra’ (en español ‘cátedra’) que, como es obvio, designa a un mueble, normalmente con cuatro patas que lo sostienen, y un descanso para la espalda y soportes laterales para los brazos. Pero la cátedra era la silla o el trono del obispo en la iglesia, o templo principal de una diócesis (como se conoce al territorio sobre el cual un jerarca de la Iglesia despliega su autoridad espiritual), y por eso se llamaba ‘Catedral’ al adoratorio o templo principal de la diócesis: por cuanto contiene el trono del obispo.

Así, no es sorpresivo que cuando alguien hable mucho se diga que está “sentando cátedra”. Porque cátedra es asimismo una posición en la que se sienta algún individuo con autoridad, y más comúnmente aquellos que dan sermones, veredictos o conferencias, como los sacerdotes, los profesores y los jueces.

Llegados a este punto, los muebles se confunden con las ocupaciones y unos con otras se ligan en complejas formas con los verbos que los incluyen. De tal modo, los asientos o sillas son cosas que sirven para sentarse, o los lugares y sitios que se ocupan en un tribunal o junta, pero además son las nalgas, las asentaderas o el trasero.

Entonces el verbo ‘sentar’, que viene del latín ‘sedere’ que significa lo mismo (o sea sentarse), aparece como un verbo de múltiples alcances pues tiene que ver con: asentarse (por ejemplo la arena suspendida en agua), o con poner a uno en un asiento. También se vincula con el caerle bien o mal a uno una bebida o un alimento: me ha sentado mal el postre. O con hacerle a uno algo provecho o daño: le sentará mal la amistad con esa persona. Incluso el verbo sentar va unido con el vestuario, porque cuando a la imagen de alguien le va bien o mal una prenda de vestir se le dice algo como: le sienta mal esa corbata. Lo que sienta es lo que cuadra, lo que armoniza, lo que conviene, por eso alguien exasperado con este dilatado y confuso trabalenguas lingüístico podría exclamar (y no figurativamente, por cierto): “Alfredo el escribir así te sienta mal”.

Claro que la mayoría de nosotros prefiere evitar esas honduras y pensar que ‘sentar’ es descansar el peso del cuerpo apoyado en las nalgas. Y asimismo tomar asiento. O descansar inactivo y pasivo. O estar situado. O convocar y celebrar una reunión. O posar para un retrato. Incluso cuidar niños (en inglés baby-sit), ser aceptable o tomar parte en algo. Hasta una gallina u otra ave cualquiera puede ‘sentarse’ a cubrir los huevos para empollarlos. ¡Y la lista de nuevo se expande hasta el infinito!

La ‘cosidad’ de la silla es tan diversa y embrollada como la del mismo humano. Hay sillas mecedoras y columpios, sillas de manos, sillas de posta, sillas de rejilla, sillas de tijera, sillas giratorias, sillas plegadizas, sillas volantes, sillas de juguete, retretes, letrinas y excusados para orinar y evacuar el vientre, bidés para darse baños de asiento, en fin, virtualmente cualquier actividad humana engendra, entre otras cosas, sillas. Desde tronos por cuya posesión se asesina hasta sillas en las que ni el más loco desea sentarse.

Como la silla eléctrica.

Sillas que en los lugares públicos los jóvenes ceden a la gente de mayor edad, únicamente para que en las empresas y los gobiernos les sean restituidas por los ancianos que se jubilan y les dejan los cargos directivos; es en esos mismos lugares públicos: autobuses, restaurantes e iglesias, donde, según los dictados del contrato sexual, los hombres les ceden la silla a las mujeres para ser galantes o cortejarlas. Muchas damas, al menos hasta hace unas generaciones, les dejaban a su vez a los varones las sillas de más responsabilidad en el mundo laboral para que trabajaran para ellas el resto de sus vidas y las mantuvieran como a reinas.

Tal es el universo de la silla: el más humano de los muebles. A su modo muchos animales se paran y casi todos se acuestan pero en un sentido técnico estricto sólo el humano se sienta: a comer, a escribir, a ver televisión, a viajar, a conversar, a defecar, a recibir una clase.

Con eso, creo, he consumado esta columna y puedo decir que valió la pena la sentada (aunque me incomodara un poco). Ahora, en tanto Morfeo cierra mis párpados y mi sueño se anuncia con bostezos, como quien dice “no sólo de pan vive el hombre”, advierto felizmente que —con todo el respeto y consideración que me merece la silla— hay otro mueble que no desmerece ante su presencia.

Me veo obligado entonces a despedirme de la misma manera informal en que comencé, y concluyo mi disertación suspirando por mi fiel compañera ¡querida cama! a la que prometo, en próximo escrito, rendirle también (y no menos solemnemente) un literario homenaje.

E3 Muebles fundamentales 1: Los diseñadores de la mesa redonda, ensayo

muebles fundamentales 1

Los diseñadores de la mesa redonda
Por Alfredo Gutiérrez Borrero, escrito originalmente en mayo 15 de 2000
alftecumseh@gmail.com

Todos jugamos de niños a ser reyes o reinas, y aunque fuera sólo por una vez los hombres deseamos transformarnos en caballeros andantes para rescatar princesas, o (lo cual viene siendo lo mismo) las mujeres convertirse en princesas para ser salvadas por un paladín. Y ya de adultos tales fantasías perviven en nuestro inconsciente con doble polaridad: una benévola que al producirnos admiración nos inclina a ser castos, nobles y leales, y otra perversa que nos seduce —pues también tiene sus delicias—, haciéndonos desear raptar y ser raptados, o ser infieles e instigar a otros a la infidelidad. De múltiples maneras se agazapan en nuestro inconsciente amores y violencias primarias que al liberarse nos generan curiosidad (y excitación con su lado angelical y su opuesto diabólico). Hay por ende sentimientos “medievales” que se enmascaran en el interior humano sin liberarse nunca totalmente. Emociones con las que, según las circunstancias, cada personalidad juega una especie de póquer existencial con las demás sin colocar jamás todas las cartas sobre la mesa del comportamiento. Y precisamente es ella: la Mesa, el mueble que en el simbolismo universal representa la mente, como una “tabula rasa” o una tabla lisa sobre la cual se va depositando todo lo que acontece en la vida de un individuo. Ahora bien, qué mejor para explicar el nexo entre la mente, la mesa y las historias de caballeros que aludir a un difundido romance épico que combina las tres cosas: aquella leyenda de un rey llamado Arturo al que le gustaba congregar a doce Caballeros en torno a una Mesa Redonda.

Para descubrir el furtivo vínculo que nos ocupa en este ensayo, primero, es menester referirse al soberano y a sus caballeros. Arturo es un fantástico rey británico, del país de Gales, de origen celta, al cual el historiador Nennio, del siglo VIII, representa como el guardián de su reino ante la invasión de los Sajones durante los siglos VI y VII. Quizá inspirado en un ser real, Arturo originó una serie de poemas que datan de los siglos XII y XIII. Narra su epopeya que este monarca recibió de las hadas una espada mágica, —de nombre Excalibur— merced a la cual dominó toda Europa y logró traer de Palestina la cruz de Jesucristo: el Mesías, monarca del cielo, con el que el propio Arturo es tan afín.

Porque Arturo y su mito son, asimismo, la representación postergada de ese Jesucristo bélico que en su momento esperaba la mayoría de los judíos. Un héroe militar que habita desde entonces la psiquis de todos los pueblos de Occidente. La mesa redonda de alguna manera sutil alude a la Última Cena y no es coincidencia que los campeones de Arturo buscaran con tanto ahínco una y otra vez el Santo Grial, que era el vaso consagrado en el que bebió Jesús en la Cena Final y en el cual José de Arimatea recogió la sangre del redentor crucificado. Y si el histórico aldeano de Belén tuvo doce apóstoles, el indómito Arturo contó a su vez con igual numero de campeones, doce, a saber (y aclarando que varían según la versión legendaria): 1. Sir Agravaine, quien de alguna manera interpreta a Judas pues fue un traidor que se alió con los enemigos de su señor; 2. Sir Bedivere, encargado de arrojar la espada, Excalibur, a las aguas, quien fue el único caballero que sobrevivió en la batalla que le costó la vida al rey Arturo (al cual, además, envió moribundo en una barca a la mítica isla de Avalon); 3. Sir Bors, sobrino y leal ayudante del gran Lancelot; 4. Sir Gaheris, sobrino del rey Arturo, muerto desafortunadamente junto con su hermano, Gareth, a manos de Lancelot cuando éste rescató a la reina Ginebra de la hoguera; 5. Sir Galahad, hijo de Lancelot y Elaine, el más puro y noble caballero de la Tabla Redonda, al final ganó el Santo Grial y por ello en el idioma inglés se denomina Galahad a un hombre que sigue los más elevados ideales; 6. Sir Gareth, sobrino de Arturo, como su hermano Gaheris, muerto a manos de Lancelot en el salvamento de Ginebra; 7. Sir Gawain, sobrino de Arturo, a quien su dolor por la muerte de sus hermanos Gareth y Gaheris lo llevó a fomentar una guerra fratricida entre los leales a Arturo y los partidarios de Lancelot; 8. Sir Héctor, el más veterano de los caballeros, progenitor de Sir Kay y padre adoptivo del rey Arturo; 9. Sir Kay, rudo y fanfarrón, hermano de crianza de Arturo y senescal, o mayordomo supremo, del reino; 10. Sir Lancelot, el más famoso caballero, invencible, asesino involuntario de Gareth y Gaheris, fue amante de la reina Ginebra, real en algunas versiones del mito y platónico en otras, y presa de su atormentada alma debió, contra su voluntad, hacer la guerra a su amado señor, 11. Sir Lucan, hermano de Bedivere que murió al lado del rey, y 12. El joven escudero Sir Percival, otro de los que buscó el Santo Grial, transformado en el Parsifal que los literatos alemanes y la opera de Wagner inmortalizaron.

Además de los doce grandes caballeros, tienen papeles estelares en el drama arturiano: Merlín, el sabio mago y vidente consejero del rey (el Merlin, en español ‘Esmerejón’, es un pequeño y valiente pájaro familiar del halcón); Ginebra o Guinevere, reina y esposa de Arturo, acusada asimismo de ser la amante de Lancelot; Morgan Le Fay, hada y hechicera enemiga de Merlín y de Arturo, y madre del perverso Mordred, cuyo nombre deriva a su vez del inglés, Murder (asesinato) y dread (terror), el cual a su turno en unas leyendas aparece como hijo ilegítimo de Arturo —a cuyo reino trajo la ruina— y en otras como su sobrino.

En general, al conjunto de relatos y narraciones, de origen céltico, relacionadas con Arturo y su época, que se extendieron por toda Francia desde fines del siglo XI, se le conoce como: “Ciclo Bretón”, de seguro fueron llevadas allí por trovadores procedentes de la región de Cornualles en Inglaterra, de Gales o de Irlanda. Con el tiempo tales mitos incidieron en casi toda Europa y su influencia se nota incluso en el Quijote de Cervantes.

Pero hablemos ahora del objeto que ocupa un lugar tan preponderante en el conjunto de tradiciones épicas concernientes al rey Arturo: la Mesa Redonda.

La mesa, redonda o no, es un mueble, antaño casi exclusivamente de madera (hoy de muchos otros materiales), compuesto por una tabla más o menos grande y lisa sostenida sobre uno o varios pies que generalmente tienen doble altura que la de los bancos complementarios a ella (cuando los hay), y que sirve para comer, jugar, escribir y otros numerosísimos usos.

Pero el término mesa ha crecido para expresar un sinnúmero de ocupaciones, por ello en las asambleas políticas, colegios electorales y otras corporaciones se llama mesa al conjunto de personas que dirigen tales instituciones con diferentes cargos como los de presidente, secretario, etcétera. Mesa es, asimismo, la ración de alimento que cada día consume una persona, o la cantidad de comida servida en una ocasión determinada, o el conjunto de personas que se sientan a ingerirla. O un arreglo o adorno que se coloca sobre dicho mueble. Y también mesa es la porción horizontal en una escalera. Mesa es, igualmente, en geografía, un terreno elevado y llano. Mesa es del mismo modo el altar del culto en casi todas las religiones; por ejemplo, en el Cristianismo, Católico y de algunas otras variantes, sobre el altar o mesa ritual se efectúa la sagrada Eucaristía, cuyo punto central es la comunión que rememora la Última Cena, la cual, como es obvio, se formalizó sobre una mesa a cuyo alrededor se reunieron Jesucristo y sus discípulos.

En inglés mesa es “table” y equivale al español tabla, en todas sus acepciones: o sea, un índice o un sumario, la tabla de contenidos, o la tabla periódica de los elementos. Hay infinidad de juegos que se efectúan sobre una mesa: el billar, el pool, el ping-pong o tenis de mesa, etcétera; y eso sin contar los llamados más específicamente “juegos de mesa”: el ajedrez, las cartas, los dados, el scrabble o juego de crucigrama, el parqués, o pachisi, y demás. Y numerosas son de igual forma las actividades de mesa: en la mesa se cambia, se invierte, se negocia, se vota para elegir representantes a los cargos públicos, se hace magia, en fin. Se conoce como mesa franca a aquella en que se convida a comer a todos cuantos llegan. La concomitancia entre la mesa y la vida intelectual queda manifiesta al descubrir que las tablas eran los sitios donde se recopilaban las leyes, e incluso se llamaba tablas a las leyes mismas; y de igual modo en la mesa se firmaba y validaba —y aún se lo sigue haciendo— todo lo que tiene que ver con el trabajo escrito, los contratos, edictos, diplomas, carteles, subastas… sobre las mesas los jueces dictan sentencias y los comerciantes regatean precios.

Mas no todo fue siempre así, la estructura antigua, la mesa básica de la que incluso hay manifestaciones prehistóricas en lajas de piedra, fue haciéndose más compleja a medida que los procesos de reflexión de los humanos que la usaban se multiplicaban y se diversificaban hasta que, finalmente, luego de alojar sobre su superficie grandes cantidades de documentos y manjares, ese mueble cuya designación deriva de los vocablos latinos ‘tabula’ y ‘mensa’ comenzó a transformarse en muchos sentidos, y figurativamente devoró a lo que se colocaba sobre ella, desarrollando cajones, cuerpos y volúmenes; así, incorporó oficios, se especializó y se desplegó en numerosos rumbos desde la familiar mesa de noche hasta el sofisticado escritorio.

Para liquidar el asunto de la tradición anotemos que, por consejo del mago Merlín, el famoso rey Arturo instituyó la Tabla Redonda para sentar en torno a ella a sus doce pares o grandes caballeros y evitar perpetuamente todo tipo de disputas por rangos y privilegios. La idea era de lo más democrática del mundo. Pero, al parecer, como todas las nobles iniciativas humanas, gestadas por algún optimista que desconoce la potencia del factor violencia, no sirvió para un pepino porque los caballeros que se sentaron a su alrededor se dieron de espadazos unos a otros (y con cualquier excusa) cada vez que pudieron, y lo han hecho desde ese entonces, en la tradición oral y en las novelas, e incluso actualmente en sus modernas representaciones que lo siguen haciendo en las películas y los videojuegos. Como dato curioso, en esa famosa mesa redonda había siempre un lugar vacío, aquel destinado a la persona más pura, y contaba la creencia popular que alguna vez se atrevió a usarlo un hombre indigno y la tierra lo devoró allí mismo. De cualquier modo, la mesa redonda es esa que no tiene ceremonia, preferencia, o diferencia en los asientos, que favorece la comunicación y el diálogo; por ello se llama asimismo “mesa redonda” al grupo de personas versadas en determinada materia que se reúne para confrontar opiniones sin que importe la diferencia de jerarquía entre los participantes y en la que cualquiera discute en iguales términos un tema establecido. Baste, como prueba de lo anterior, recordar que en las mesas rectangulares hay unas cabeceras (que se conceden a aquellos de entre los convidados que detenten mayor escalafón o títulos honoríficos) las cuales generan una servidumbre obligada de los sentados a los lados hacia los de esos puestos preponderantes.

Ocasionalmente algunas culturas situaron a algunos humanos sobre la mesa, por ejemplo los que iban a ser sacrificados a los dioses, o los que eran elegidos caudillos; en nuestro medio aún se suben a las mesas los que desean brillar más entre los danzantes que acuden a discotecas y bares, o los que van a ser sometidos a una intervención quirúrgica en la mesa de operaciones.

La pedagogía tiene mucho de su fundamento inicial en las charlas de sobremesa, o tertulias, que antaño tenían lugar mientras los convidados efectuaban la digestión, y quizá los pupitres sean nietos de la mesa del comedor.

Nosotros los humanos de la modernidad nacemos bebés sobre una estructura que tiene formalmente mucho de cama, pero por su razón social es sin duda una mesa; y cuando todo acaba somos el plato fuerte en otra mesa: la plataforma funeraria sobre la que reposa el ataúd en la sala de velación.

La mesa fue al comienzo y la mesa será al final. Tal es la verdad.

Pero la mesa vital por excelencia será eternamente redonda, el gran arquetipo, la que idealmente refleja lo que debería ser la relación humana, abierta, igualitaria, ordenada, armónica, digna…, sin menores ni mayores. Sin embargo, la manía de sacar ventaja unos de otros ha hecho que la mayoría de las veces la redondez de la mesa sea sólo en el plano físico, porque en torno a ella las gentes que se aglutinan a socializar para rezar, conspirar, comerciar, comer o estudiar, lo han hecho, históricamente, con desconfianza y prejuicios hacia sus prójimos, con la permanente y siniestra intención de aprovecharse del compañero.

Como sea, los diseñadores íntegros advierten sin dificultad que el mueble social en el sentido preciso, el gran convocador, el padre o madre de todos los muebles es la mesa, ese objeto cuyas dinámicas abarcan metafóricamente todos nuestros sofisticados procesos mentales. No obstante, aunque con la armazón lógica de este escrito, y con el pretexto de Arturo, he pretendido poder especificar puntualmente la vocación de la mesa, he de confesar que no todo se da sobre o alrededor de ella, porque cuando a escondidas de los demás comensales durante una cena se rozan con disimulo por debajo de la tabla las rodillas de los que comienzan a ser amantes, en ese sencillo hecho, el entendimiento humano revela con estremecedora nitidez una condición sensible e ilógica, plena de romántica incoherencia.

Una condición ligada por siempre a la mesa.

sábado, marzo 19, 2005

E2 Hacia una ergonomía del alma ensayo febrero 15 de 2000

Hacia una ergonomía del alma

Por: Alfredo Gutiérrez Borrero, originalmente publicado en febrero 15 de 2000 
alftecumseh@gmail.com


Quizá mi absoluto amor a la naturaleza, o una ineptitud innata para valorar el éxito laboral (la cual, lo confieso, me parcializa un tanto), hacen que me perturbe esa ciencia aplicada que coordina el diseño de aparatos, dispositivos, sistemas y condiciones físicas de trabajo con las capacidades y requerimientos del trabajador. Soy algo alérgico a la human engineering o ergonomía, y aunque reconozco su importancia y el talento de tantos profesionales dedicados a ella, a veces la percibo como una ciencia con mucho cerebro y muy poco corazón.

No me afanan la cultura empresarial, la distribución de la riqueza y esa jerigonza económica que ocupó a Jeremías Bentham, Adam Smith, Karl Marx y John M. Keynes —en ese sentido sólo avanzan los números— sino la calidad de la vida interior humana que trataron tácita o directamente diversos personajes como: Ciceron, Nietzsche, Deepak Chopra, Richard Bach y Khalil Gibran. Tantos planes, normas, grados y posgrados, la redujeron a una conducta obsesiva de manada y producción serial (adecuada para zapatos o tuercas pero no para los ciudadanos, los feligreses, los profesionales, o los operarios). Hoy, sobre un riel cotidiano, los hombres rodamos cual vagones de ferrocarril. Y, como el tren sólo va hasta donde llega la carrilera tradicional, deben bajarse y caminar quienes deseen ir a otro lado (así sea para construir más líneas férreas). En realidad hay algo “carcelario” en la mayoría de los oficios que desempeña el humano contemporáneo: habla mucho de libertad pero carece de flexibilidad. Ningún animal silvestre sano se alegraría si le cambiaran su vieja jaula por otra moderna y cómoda, diseñada anatómicamente y con servicios sanitarios. Seguiría aspirando a ser libre. ¿Para qué barrotes blandos y candados disimulados, o bajo riesgo de accidente en el zoo, si continúa preso?

A despecho de rayos y centellas, creo que sabemos mucho sobre posturas y puestos de trabajo, frecuencias y tipos de actividades, dimensiones, dispositivos, rediseño, aplicabilidad, carga mental y física, elementos de protección, mobiliario para oficina, teclados y demás. ¿Pero nos conocemos más?

Si el avión y el automóvil nos llevan más rápidamente a donde sea de lo que pueden un caballo o nuestros humanos pies, ¿por qué el tiempo no alcanza?. Y si con el teléfono e Internet nuestra opinión va más lejos que un grito, ¿por qué nos sentimos solos?. Y si las mujeres, antes “sometidas” ahora trabajan duplicando la población activa, ¿por qué la jornada laboral no es más corta? Y si hay tantas alternativas de superación personal, ¿cómo es qué tanta gente, con necesidades básicas satisfechas hasta el hartazgo, está muriendo de aburrimiento en el mundo?

Todos anhelan la cumbre de la montaña jerárquica: un lugar donde reina esa obesidad, física y mental, que jamás indicó buena nutrición. O, ¿no son la ansiedad y la depresión procesos patológicos comunes en la población empresarial exitosa? (años atrás, el médico español Luis Daufi anotó que la mayoría de las víctimas son mujeres: ¡Para eso abandonaron el hogar!). La experiencia muestra que hasta en la más seguras oficinas las personas sufren tensión, inquietud, rabia y miedo a que algo malo, o indefinido, suceda... perder el cargo, enfermar, lo que sea. Peor aún, el confort en las oficinas no extingue a esas secretarias que lloran o se hacen las sordas por todo, ni a los vendedores con cara ácida, o a los funcionarios pedantes. Reingenierías, cursos y seminarios no evitan manos sudorosas, gastritis, agrieras y micción frecuente.

Cómodas condiciones ambientales nos protegen y las empresas nos tienen asegurados (incluso hacen fiesta anual para nuestros niños), mas ¿qué causa esa tensión muscular? ¿y el temblor, las sofocaciones, el sedentarismo, la intolerancia al ejercicio, la taquicardia, el ahogo, el colon irritable, la diarrea, los cólicos y el estreñimiento?. Directivos y subordinados nadan en mares de calmantes para el dolor de cabeza, y de antiácidos contra los efectos nocivos de dietas recargadas, y muchos padecen insomnio, dificultad de concentración mental y pesadillas. O alta tensión arterial y tic nerviosos. Empero todo es ergonómico en el lugar de trabajo, allí tenemos poder de decisión y se nos aprecia, ¿de dónde viene entonces esa carencia, o a menudo, ese neurótico exceso de apetito?, ¿y esa necesidad de conducir el auto a velocidad supersónica escuchando música estridente?. No creo que sea para ensalzar la felicidad que consumimos alcohol y tabaco a montones todo el fin de semana. ¿Qué aflicción ocultamos diciendo disfrutar el trabajo, mientras nos atiborramos de “estimulantes socialmente aceptados” como el café tinto y el azúcar refinada...?

A decir verdad, por cómodo que sea el tanque blindado que lo conduce hacia el enemigo, un soldado —reclutado a la fuerza— no puede sentir felicidad antes de la batalla. Y el problema no es el diseño del tanque (aunque tenga que ver) sino la guerra misma. Basta observar la publicidad y todos sus slogans (la palabra ‘slogan’ viene del gaélico sluaghgairm, que denominaba a los gritos de batalla de los clanes de las tierras altas escocesas) para ver cómo la violencia se disfraza de competitividad. Una enérgica economía hace rudo un mundo laboral donde incluso las mujeres “feministas” imitan el estilo hombruno en su peor aspecto (¡les estamos arrebatando las gerencias a esos machos engreídos!). Y además está esa búsqueda de identidad en religiones novedosas, cuarzos y zodiacos que viste de fe un temeroso escape del vacío.

Hasta nuestra risa es nerviosa.

Tenemos estrés (en inglés stress significa tensión), como todo ser vivo. Únicamente los muertos no tienen estrés: esas reacciones físicas que preparan al organismo para superar una posible amenaza y salvar su integridad. Como defensa natural funciona, e incluso, si el factor estresante es menor que la capacidad protectora corporal, el estrés genera placer (el motociclismo es popular por eso). Algunos lo dividen en eustrés (o estrés favorable) y distrés (el estrés ‘malo’ que resulta cuando la reacción defensiva descompensa el organismo). Actualmente, lo laboral, entre muchas causas, es lo que más nos genera distrés (aunque no siempre con efectos patológicos pues éstos dependen de la actitud individual y las reacciones frente a lo estresante).

Alarmados liberamos noradrenalina y adrenalina que preparan el cuerpo para atacar, luchar o huir (cerebro despierto, pupilas dilatadas, bronquios y fosas nasales ensanchados, más glucosa en la sangre, músculos tensos, etc.). La elección siempre se toma según la mayor posibilidad de supervivencia, pero por no actuar a tiempo (el humano es el único animal que alteró su instinto), y rehusarse a renunciar, muchos funcionarios escogen la seguridad económica y mueren ricos y jóvenes en un acto de estúpido heroísmo.
Luchar, soportar o huir buscando refugio, he ahí el dilema.

Si el estrés persiste el cuerpo se adapta modificando sus funciones endocrinas y libera hormonas suprarrenales como los glucocorticoides que optimizan el metabolismo muscular y cerebral para resistir la tensión prolongada... y todo bien salvo que, tras un incremento inicial, el sistema inmunitario pierde su poder y se disminuyen, por acción de los corticoides, las defensas de glóbulos blancos y anticuerpos.
Si acaba pronto hay una euforia pasajera, en caso contrario el agotamiento defensivo culmina en dolores de músculos, cabeza y nuca, colitis intestinal, úlceras, supresión del periodo en la mujer, eyaculación precoz o impotencia en el hombre, hipertensión arterial, e infarto al miocardio, incluso el cáncer, al agrietarse el sistema inmune.

Con la conducta trastornada, los ‘amoldables’ ignoran el problema y canalizan las energías que el estrés desencadena comiendo, bebiendo, durmiendo más y teniendo sexo. Los segundones, más inhibidos, sufren el estrés sin buscar alternativas y obtienen hipertensión arterial, úlcera, infecciones, ansiedad y depresión, e incluso dificultad para aprender. Otros asumen conductas guerreras: individuos que enfrentan el reto con una agresividad que luego usan en cualquier circunstancia de la vida aunque no sea estresante. Son los tipo A: líderes ejecutivos que adoran y buscan los riesgos, para extraer placer de la tensión, mientras la adicción al estrés deteriora su organismo mediante infartos, afecciones arteriales periféricas, enfermedades respiratorias, alergias, y riesgos de suicidio u homicidio.

Pocos conocen el arte de trabajar al ritmo de la tierra y con el alma en la tierra. Toda sabiduría es estéril sin trabajo, pero todo trabajo es vacío sin ese amor —dice Gibran—, que teje con hilos sacados del corazón, como si el ser amado del operario fuese a usar la ropa. Hay que llenar de estilo los objetos y fabricarlos para espíritus libres; así, el trabajo es el amor hecho presencia. Y si no se puede trabajar con amor, sino a disgusto, mejor es renunciar e irse a la calle a recibir limosnas de aquellos que trabajan con alegría...

Siento que la ergonomía, al menos la que mi rusticidad entiende, tiene que mirar más ese ‘interior ocioso’ de los hombres y sondear sus almas, para crear oficinas que sean más jardines y menos jaulas; pero acaso los expertos digan que la eficiencia importa más que la risa, y los empresarios opinen que no invertirán en la felicidad de sus empleados y ni siquiera en la de ellos mismos.

Y todo por ambición... ¡dulce idiotez!

E1 Adiós mamá Ensayo 1 de marzo de 2000

Adiós mamá
Por Alfredo Gutiérrez Borrero, publicado originalmente en marzo 1 de 2000
alftecumseh@gmail.com

El pasado 9 de febrero del año 2000 en la clínica Reina Sofía de Bogotá, falleció una mujer de nombre María Eugenia Borrero, a escasos 17 días de su cumpleaños cincuenta y siete, mártir de un agresivo cáncer cerebral (un tumor de crecimiento rápido llamado Glioblastoma multiforme) que se le había diagnosticado tan sólo cinco meses atrás. Vinculo ese suceso con este escrito por dos razones: la primera, porque la muerte propicia siempre reflexiones sobre los objetos y las pertenencias, y la segunda —mucho más personal— porque esa mujer es mi madre.

Cuando, como nos sucedió a mis familiares y a mi, se presenta la ocasión de convivir con una enfermedad terminal (y todo el drama que esta involucra) es apenas obvio que los quehaceres y los estados de ánimo, las estructuras de personalidad y las creencias se sometan a un formidable sacudón que las pone a prueba y las reforma.

Como ser humano y como profesor puedo dar testimonio de ello. Enfrentarme a una dolencia en comparación de la cuál la temible leucemia resulta una erupción infantil, me dejó lleno de inquietudes que necesito expresar. Porque durante varios meses me desvinculé de los noticieros, no leí los periódicos, olvidé que existía el fútbol y reduje al mínimo mis actividades en el mundo real. Incluso, dado el dolor del ser querido, cualquier motivo de alegría me hacía sentir culpable. Todo mi tiempo era para cooperar con ella, para ser su enfermero, para observar en ella y en sus compañeros de terapia el intenso ritual que acompaña al cáncer: ese trastorno de la reproducción celular frente al que la medicina y la fe se dedican a dar palos de ciego. En vano la mayoría de las veces. Fueron días en que estudié cuanto pude sobre oncología, quimioterapia, radioterapia, inyecciones de cortisona y craneotomías, y días también en los que mi ego experimentó una continua y creciente derrota, que se convirtió en resignación al saber que era imposible retener con atormentadores tratamientos a una persona que deseaba descansar y a la cuál la hipertensión endocraneana había llevado a experimentar sufrimientos más allá de lo humanamente soportable. Pese a ello fueron asimismo días de inmensas satisfacciones emocionales, de llanto y sonrisas, de poder socorrer a la mujer que me llevó en el vientre y encontrar ejemplo en su coraje y alivió en las alegrías que los suyos pudimos darle; días en fin en que desempeñé, cualitativamente hablando, la labor más valiosa de mi vida: una que ningunos honorarios podrán pagar jamás. Y además fueron días de gran aprendizaje.

Si hubiéramos tenido un millón de veces más dinero, mamá hubiera muerto, y si nuestras propiedades fueran más asimismo ella habría muerto; ningún título académico ni cargo público o privado de sus seres queridos, ninguna distinción la pudo salvar de seguir su destino aquí, o en ese más allá que tal vez exista. Lo único con que pude ayudarla a sobrellevar el dolor fue con mi amor de hijo, algo que para nada depende del sistema educativo o de la chequera. Mamá se fue y me dejó pensando que el bien intangible fundamental es el tiempo, un elemento más determinante que el dinero en el bienestar humano: comida, casa, salud, relaciones íntimas y familia; a todas esas cosas puede accederse en parte con dinero, pero si se carece de tiempo para disfrutarlas difícilmente son de valor. Mamá tenía una buena casa y una finca, un esposo, hermanos y cinco hijos que la queríamos, pero se agotó su tiempo y físicamente no pudo gozar más de todo eso.

Ahora bien, a mamá nunca le gustó viajar y se aburría con cualquier conversación política, religiosa o cultural de corte filosófico, la moda, la farándula y el éxito la tenían sin cuidado y era inmune a los lujos y tesoros. Lo ignoraba todo sobre diseño, nunca supo de Philippe Stark, Ron Arad o Gaetano Pesce. Ni distinguió un objeto elegante y original de uno burdo y copiado, y pese a ello sabía darles alma a los objetos; para ella no importaba si el objeto era una filigrana de laboratorio europeo o una baratija comercial sólo su valor sentimental: mi hermano José Gabriel le regaló en su última semana de vida unas pantuflas de peluche azules que ya nunca pudo usar porque no podía caminar, y sin embargo le causaron una felicidad mayúscula gracias a ese valor anímico, a ese soplo de vital que permitió a Dios animar el muñequito de barro que la tradición llamó Adán.

En últimas ese valor subjetivo es lo más valioso (y quizá lo único) del proyecto que hacen el artesano y el experto en objetos de uso para construirlos en serie, mediante un proceso de automatismo que los hace semejantes entre sí. Gracias a mamá descubrí que pese a su nacimiento en tiempos de la revolución industrial, y a una atención activa en la finalidad práctica del modelo según las exigencias del mercado y de la producción en conjunto, el diseño es más que una obra exclusiva: es un esfuerzo de equipo cuyo producto final puede llegar a tener espíritu. Es al atarse al sentimiento del usuario o de su pariente que un objeto vive, por eso aunque en los cajones de mamá no había más que económicas fruslerías quedaron llenos de cosas valiosas, de recuerdos, destilando esa magia que convirtió a Pinocho en niño de verdad.

Mamá sí que sabía amar con amor simple y sencillo la vida humana que se alberga en distintas formas en los edificios que la arquitectura proyecta y construye a partir de estructuras materiales sólidas. No fue necesario que su casa fuera una obra exclusiva de Alvar Aalto, Frank Lloyd Wright o Le Corbusier (creo que ni sabía quienes eran) para que ella la convirtiera en un auténtico monumento en el que cada rincón fue erigido en memoria de una persona o de una evento familiar. Su casa era una construcción en la cual el jardín —lo no construido— era lo más importante; allí se alegró de dar boronas a los pajaritos y de tomar el sol contemplando sus flores mientras aguardaba la muerte con discreto temor. Y admirable humor.

Y aunque a veces la publicidad, esa actividad tendiente a predominar sobre el consumidor y a inducirle a adquirir determinados productos, bienes y servicios, la influyera con sus promociones en el supermercado (al que le encantaba ir) jamás se consideró un comprador actual o potencial, y ni siquiera comprendió esos conceptos. La movían afectos tan puros, tan elementales, que pudo disfrutar hasta de lo nocivo de la cultura del dulce procesado sin el remordimiento que causa una mínima conciencia dietética.

Mamá no estaba hecha para la vejez, se fue como un niño nervioso (porque su vitalidad afanada era la de un chiquillo) que se empacha con una montaña de caramelos rutinarios, siempre desvelada, preocupada, protectora y consentidora. Soportó el padecimiento con la valentía que da la ingenuidad, y el infortunio de perder su cabello rubio (tan duro para una mujer a la que todos le decían “monita”) y aun con un ojo bizco que el tumor quería sacar de su órbita y el otro contraído por el dolor su calor humano le otorgó poder para sonreírme.

Yo espero que Ese, quien dijo que de los niños es el reino de los cielos, la esté esperando al otro lado para recibirla.

Es tan difícil expresar con los argumentos de la razón las razones del corazón que ni siquiera voy a intentarlo.

Pero sí diré que tu partida, madre, me hizo revaluar cosas: descubrí que con frecuencia, en los medios académico y editorial en los que me muevo, se escuchan shamanes tecnológicos, hablando jergas presuntuosas salpicadas de términos mecánico-científicos, quienes ignoran que no es suficiente postular las teorías, o proclamarlas o profesarlas porque no advierten que las ideas deben hacerse verdaderas y realizarse para convertirse en creencias y ser combustible del vivir diario. Observé que si las teorías complejas no salen de los libros y los discos duros de los computadores para incorporarse al quehacer no pasan de ser un espantajo conceptual que sólo habita mentes presumidas. Y comprendí viéndote morir, mamá, que si el conocimiento no es más que conocimiento puede ser excitante o fascinante pero su alcance auténtico es inexistente. Ahora se, que la información puede llevar sus ecuaciones e hipótesis de salón en salón, de clase en clase y de seminario en seminario, vía fax o modem, en conferencias de sabios o de impostores, pero los profesores de Universidad jamás generaremos un sistema de actuar espontáneo, pues el hacer inconsciente es algo que sólo difunde y comunica la mujer madre al natural (y no ese esperpento maquillado y competitivo que el consumismo ha creado).

Sólo las madres, en cada hogar, con las maneras propias y creativas que da el cariño en particular, infunden —sin tener noción de ello— el conocimiento vivo del cual los fríos métodos rígidos y probados del formulismo científico son apenas una caricatura.

Por todo eso, con mi más humano sentimiento, y el orgullo de ser tu hijo me despido de ti con estas reflexiones y, agradeciéndote esa última y gran lección que tu sufrimiento me legó, te digo adiós mamá.

Buena suerte en tu viaje a otros mundos.

Y eterna paz en tu tumba de arquitecta y diseñadora desconocida.