jueves, abril 07, 2005

domingo, abril 03, 2005

E12 parodia Quijotesca (ensayo)

Aventuras del industrioso diseñador don Ilusote de la Plancha

por: Alfredo Gutiérrez Borrero, originalmente escrito el 14 de marzo de 2005

Con mis anticipadas disculpas a don Miguel de Cervantes Saavedra… y la invitación a leer el primer capítulo del volumen primero de su inmortal obra, misma que leerse debe aunque de ella poco se penetre para comprender la parodia del mismo que a continuación prosigue:

Capítulo 1: Que trata de la situación y adiestramiento del acreditado diseñador don Ilusote de la Plancha

De una universidad del país de la Plancha, de cuyo nombre no intento hacer memoria, no ha demasiado tiempo fue egresado de alguna facultad de diseño un estudiante de los de mezcolanza de constructor sillero, carga teórica ambigua, viernes de rumba y discípulo de profesor vanidoso. Una mogolla de conceptos más supuestos que probados los miércoles, de materiales derrochados, guayabos y trasnocho los sábados, entregas los viernes, algún camino en taller de proyectos los domingos, absorbían las cuatro quintas partes de su interés. Lo que quedaba de él lo cautivaban anhelos de grandeza, la sensación de una exclusividad indigesta con ínfulas de lo mismo, y en los sueños de entre semana se entretenía con fantasear sobre su triunfo en Europa. Su profesión era una carcasa de conocimientos hechizos, y de una apreciación de la realidad más bien diluyente, con un trozo de hipocresía en mostaza, que así le servía para configurar sus diseños como de mental sudadera. Se aproximaba la edad de nuestro diseñador a los veinticinco años; era de mentalidad necia, chueco de lecturas, estrecho de escrituras, gran predicador de conjeturas y simpatizante de rarezas. Tratan de afirmar que poseía fundamentos de sistemas, o sistémica, que de esto hay un tanto de discrepancia entre los conocedores que de su caso argumentan; si bien, por cálculos aleatorios, se puede concebir que alguna idea se tenía de semiótica. Mas tal cosa interesa nada a nuestro relato; nos alcanza con que en la fabulación de él se mantenga el argumento dentro de la realidad si tal menester posible fuere.

Es, por tanto, de echar de ver que este susodicho diseñador, los instantes que no permanecía estudioso, que eran bastantes en el año, se entregaba a tratar de revivir pomposamente arcanas nociones de artesanía, con tanta devoción y agrado, que dejó entre renglones casi de todo punto la innovación en su oficio, e incluso la gestión de su crédito público.

A pie juntillas estaba convencido de que la meta principal del diseño en su patria, después de convertirlo a él en vedette, era contribuir a propiciar contextos que acrecentaran la cantidad de objetos sofisticados para complacer las visiones más complicadas de cosas ya elaboradas que según él podían ser más sencillas. Educado como lo estaba en la falacia de que su apropiación de la tecnología de la herramienta y de los elementos componentes remediaría las carencias materiales de ciertos conciudadanos únicamente existentes en su imaginación, se sentía capacitado para corregir las propuestas vigentes en el mercado de los productos todas ellas obsoletas en lo que a cualquier creación humana bidimensional y tridimensional hiciera referencia; de tal suerte que aún sin beber en las fuentes de la psicología, la política, la filosofía, la etnografía, la literatura y la historia como lo hacían sus colegas de otras disciplinas (y sin tampoco ponerse de acuerdo con los de la suya propia) apostaba a ultranza por la preponderancia de lo nuevo sobre lo viejo, y de lo muy complicado sobre lo apenas complejo.

Y tanto alcanzó su minuciosidad y descuido en esto, que cedió muchas oportunidades de crecer en su tierra por hacer una pasantía en ultramar e inscribir su hoja de vida en la nómina de alguna gran empresa (aunque en ella hubiese de laborar como practicante sin sueldo); y de esta suerte, presentó entrevista para emplearse en todas cuantas en el mercado había de ellas; y de las posibilidades que se le ofrecían, ninguna se le antojaba tan prometedora como la de llegar a ser cabeza del departamento de diseño de una gigantesca compañía o acaso el de escribir un tratado sobre clasificaciones objetuales (aunque el término ‘objetual’ continuara en su tiempo sin ser determinado por las autoridades lingüísticas de la época ni incluido en las páginas de los diccionarios) y es que asumía que la nitidez de su fraseología y ciertas enmarañadas hipótesis importadas de latitudes remotas por sus antiguos tutores —mismas por él a todas vistas mal digeridas— le caerían de maravilla a su profesional imagen, máxime cuando alcanzaba a repasar aquellos piropos intelectuales consignados en su bitácora, en los cuales en medio de pliegues que resaltaban por un soberbio uso de las últimas novedades en software para diagramación se encontraba redactada con la letra de uno de sus preceptores (notorio por tener una ortografía tan exuberante como las playas de la República de Bolivia) la siguiente justificación para hacer modificaciones en el proceso de producción de una línea de muebles para sala: “El ortogradismo o bipedación que comporta la intemporalidad semántica del sistema ortogonal de reciclamiento ortodrómico en tan sumo grado la armazón temporaliza y de tal modo la ubicación consuetudinaria propone, que con motivos es pertinente modificar la expectativa semi-sedente del usuario del mismo para transferirle la carga de significación de tipo significativo que hace que las finalidades individuales de entropía negativa o neguentropía personalmente caracterizadas devengan, a través de un estándar existencial más elevado hacia una equifinalidad en la resignificación de las contemporaneidades pragmáticas implicadas”. Y asimismo cuando leía: “…las sintácticas cuantificaciones que de tan cibernética telemetría espaciotemporal se derivan, posicionan el posicionamiento que consigue la posición termodinámica una vez posicionada”.

Con estas elucubraciones derrochaba el eximio científico del objeto y la gráfica su entendimiento, y desvivíase por deducirlas y esclarecerles la interpretación unívoca, aunque tal cosa no consiguiera hacer ninguno de los más versados peritos de la escuela Suiza de filosofía posmoderna y ni tan siquiera el propio Emmanuel Kant si renaciera para exclusivamente dedicarse a aquel espinoso empeño. No le agradaban demasiado los logros de sus compañeros de curso, aunque muy similares eran a los suyos, por cuanto se aventuraba a sospechar que, si bien los esquemas básicos habían sido inspirados en Branzi, Vigotsky, Brunner, Freud y otros grandes pensadores, no escapaban sin embargo a la chocarrería de quienes empleaban el lenguaje simbólico de acuerdo a las leyes del menor esfuerzo. Empero, con todo, ponía sobre las estrellas a cualquier individuo que se expresara con cuatro o cinco modismos del más espantoso rebuscamiento y al consultar en la Internet acerca de la obra de los mejores diseñadores de la elite cosmopolita —si acaso alguna vez hacía tal cosa— le acometía el anhelo de tomar su computador y hacerles a los trabajos de estos algunas mejoras según los preceptos de resiliencia y empatía tan en boga en su escuela; y a no dudarlo quizá así lo hiciera, y aun consiguiera concluir tal labor, si otras más altas y sublimes disquisiciones no se lo entorpecieran. Muchas fueron las querellas que sostuvo con un pedagogo pariente suyo —que era persona erudita, titulado en jerigonzas— sobre quién o qué había incidido más en la comprensión de las dinámicas míticas y rituales de ofrecimiento e invitación presentes en la vajilla actual en la que se servía una tasa de teobroma (mejor conocido como chocolate por los mortales, esto es: aquellos sin título universitario de diseñadores) si la dialéctica de Hegel, la teoría de ‘Gaia’ de James Lovelock, o el libro ‘el Mono Desnudo’ de Desmond Morris; mas don Barry Wild, representante del museístico gremio quien terciaba entre los dos, exponía con pedantería que ninguno alcanzaba al pensador Noam Chomsky, y que si alguno le era comparable era Fritjorf Kapra, padre de la teoría de las redes de gestión, porque tenía muy adecuada estipulación para todo; que no era pensador empalagoso, ni tan quejumbroso como sus colegas, y que en lo de sus discernimientos no les iba en retaguardia.

En circunvolución, él se embotelló tanto en su lexicalización, que se le saltaban las madrugadas averiguando de paro en paro, y las diurnas horas de disturbio en disturbio; y así, del tanto presumir y del poco comprender, se le vació el entendimiento, de modo que vino a caer en el pedagógico vicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que asumía con vocablos de textos raros, así de dilemas, emblemas, problemas, fonemas y categoremas como de ‘aburricionemas’ y otros vocablos por él inventados como ‘estilemas’, ‘tecnemas’, ‘praxemas’ y misteriosísimos ‘posicionemas’; y registrósele en tan gran forma esa alucinación que tenía por ciertas toda aquella cuantía de idealizados disparates que improvisaba, que para él no había otra certidumbre más innegable en el universo. Decía él que los escandinavos eran valiosos diseñadores, pero que sus logros no les veían ni la horma de los zapatos a las conquistas de sus discípulos, que aunque aún no los tenía, harían tales prodigios por él guiados cuando llegara a tenerlos, que podrían partir en dos la historia de su heurística profesión. A decir verdad, y aunque tuviere poca idea de ello, más que docente era dos entes, el cuerdo que había sido y del cual pocas trazas aún tenía y el afectado por pseudología como lo estaba casi todo él, según se denomina aquel trastorno mental que consiste en creer sucesos fantásticos como realmente sucedidos.

En consecuencia, consumida ya su reflexión en medio de ficticiamente científicas retahílas, vino a dar en el más insólito engatusamiento que jamás dio chiflado en el planeta; y fue que se le antojó favorable e inexcusable, así para el acrecentamiento de su honor como para el favor de su rebuscamiento, hacerse teorizador errante, y marcharse por todo el ámbito universitario con sus despropósitos y sus académicos descabellos en pos de las casualidades perdidas; y por supuesto consagrarse a extraviar (con el pretexto de educarlos) a una bandada de cachorrillos de diseñador que hasta ahora hacían su ingreso a las aulas, embutiéndoles a punta de presión y represión todo aquello que él había maquinado, si tal cosa fuese dable. Y una vez conseguidos los susodichos pupilos, los acostumbró primero a emplear en su jerga cada dos palabras una terminada en ‘dad’; y luego cuando entre ellos todo fue idoneidad, viabilidad, y otras inexistentes palabrejas como alfabetividad, estructurabilidad y lingüistiquicidad, su segunda proeza fue ejercitarlos en toda suerte de iniciativas de esas en que los grandes teorizadores se entrenaban, solucionando cualquier tipo de problemáticas como la de sustituir el agua con algo más necesario para la vida y crear un sistema objetual para la reinterpretación de los matices del arco iris; o al menos simular que lo hacían. Y de esta suerte prosiguió su trasegar, a la caza de nuevas peripecias, o incluso, si la fortuna le deparaba tal galardón, de situarse en coyunturas y riesgos donde su obra, si llamara la atención en la desganatura de la facultad, lo colocase al frente de una cátedra de taller de último semestre, donde los educandos, por el sistema tan desorientados como él lo había estado hasta hace poco, acabasen consumando bajo su tutela los más incoherentes y tortuosos planes, hasta que su ego cobrase entre sus iguales (otros marcianos cacareadores solitarios entre los que jamás se vio pensamiento colectivo alguno, ni menos aún diálogo o cosa remotamente parecida), una sempiterna notoriedad y nombradía. Figurábase el desventurado ya laureado por el importe de su trazo con un premio Lápiz de Acero a toda una vida, o cuando menos, con un cargo de profesor asistente en la Academia Domus en aquel lugar del mapa en dondequiera que se encontrara Milán (si era que el Milán de su extravío existía en parte alguna); y así, con estas tan seductoras abstracciones, transportado por el singular deleite que en ellas consideraba, se dio con presteza a poner en vigencia lo que apetecía.

Y lo inicial que quiso fue desempolvar unos artefactos que habían pertenecido a sus bisabuelos, los cuales, despojados de significado para la moda contemporánea y llenos de hongos, prolongadas décadas ha que se encontraban dispuestos y arrumados en el escondrijo de las viejeras. Pulió y disfrazó de verdades los conceptos constructivos que supuso habían profesado sus peritos artífices lo más técnicamente que pudo, pero advirtió que tenían una gran falla, y era que no poseían un discurso que justificase su resurrección de entre los desechos, y ni acaso un simple párrafo de argumento a favor de ellos; no obstante a esto substituyó su destreza, pues mezclando fragmentos de varias revistas de disciplinas que medio comprendía, con trozos de información que retenía de cuantas complicadísimas bagatelas otros videntes del industrial diseño afectados por su manía antes que él habían vociferado y fraguó con ellos tal soporte hipotético (que aunque le faltara el ‘hipo’ y le quedara grande el ‘tético’) amalgamados con maña formaban una aspecto de cabal verdad. Y cierto es que para probar su solidez argumental, que para hablar de verosimilitud ni siquiera alcanzaban, o saber si soportarían un análisis exhaustivo en la arena conceptual se dio a descrestar con ellos a cuanto incauto encontró en los alrededores; y aunque las polémicas en que se enzarzó apenas si merecían el título de sordos monólogos de autistas jugando vanamente al intercambio verbal; certificó que de ellos su método y escuela muy bien librados habían emergido; y tornó a hacerlos aún más impenetrables llenándolos de expresiones sustraídas de los discursos de Adorno, Baudrillard, Canclini, Eco y otros tantos modernos ensayistas; y sin intentar hacer nuevo empleo de su galimatías, recompuso el susodicho fárrago y aún pensó en publicarlo como libro de enseñanza básica de diseño, y lo diputó y lo tuvo por compendio de consumadas demostraciones.

Acto seguido decidió construirse un portafolio, y, aunque el suyo tenía menos virtudes que los abdominales de Santa Claus y más fingimientos que la castidad de la Cicciolina, que a quien las leyere lo dejaban per ístam sánctam unctiónem, que en castellano equivale a “en blanco” o “en ayunas”, la pareció que ni ‘El Capital’ de Marx, ni el ‘Elogio de la locura’ de Erasmo estaban mejor logrados o podían siquiera equiparársele. Medio semestre se le fue en concebir qué título le acomodaría al tal folletín; por cuanto, según conversaba consigo mismo, era inadmisible que portafolio de teorizador tan celebre, y como obra de realizaciones de por sí tan valiosa, estuviese sin denominación alguna; y así encaminaba su privada disertación a hallar alguno que se acomodara a su excelsa calidad, y proclamara lo que él había sido, antes que fuese teorizador errante, y lo que era entonces; pues estaba muy puesto en razón que, avanzando su autor de estado, fuera también progresista el nombre del libro que compendiaba todas sus tareas consumadas, y sonara pomposo y estupendo como le convenía a su dignidad de su autor ahora preceptor recién desempacado. Y de esta suerte, tras mucho probar, configurar, moldear y conformar; y de lo tanto que midió, calculó y tanteó en su retentiva y entelequia, le vino a bautizar Portafoliante: apelativo, a su entender, grandilocuente, cadencioso y revelador de lo que había sido cuando fue simple portafolio, antes de lo que ahora era, que era predecesor y primero de todos los portafolios del mundo.

Puesto nombre, y tan a su acomodo a su portafolio, deseo ponérselo a sí mismo, y en esta cogitación duró otra semana más y finalizado el plazo vino a autodenominarse dado el tamaño de sus anhelos don Ilusote; de donde —como queda estipulado— tomaron la trama los autores de estas tan fidedignas memorias, alegando que indudablemente, se debía de llamar con algún nombre irrisorio como Indalecio, o Hipólito o Hildebrando y no Ignacio, como otros pretendieron explicar. Pero, acordándose que el esforzado Quijote (de quien era su gesta calco y copia en el diseño lo que la de aquél fue en la literatura) no sólo se había contentado con llamarse Quijote a secas, sino que adicionó al suyo el el calificativo de su dominio y patria, por la Mancha famosa, y se llamó a sí mismo don Quijote de la Mancha, así quiso, como buen diseñador, añadir al suyo el nombre de la suya y llamarse don Ilusote de la Plancha (por ser la suya una nación en que menos se tardaban las gentes en aplastar los anhelos del prójimo que el prójimo en anhelarlos) a su entender, tal apelativo declaraba al rompe su casta y patria, a la cual enaltecía, además, con tomar el nombre della.

Higienizadas, pues, sus herramientas, hecho de un discurso propio, puesto nombre a su portafolio y revalidándose a sí mismo, se dio a deducir que no le escaseaba otra cosa sino rebuscar una dama de quien enamorarse; porque el teorizador errante sin amores era silla sin patas y sin respaldo y sin estructura básica. Decíase él a sí: —Si yo, por virulentos de mis yerros, o por mi misericordiosa ventura, me tropiezo por ahí con algún invento colosal, como por lo común les acaece a los teorizadores errantes, y le patento, o le soluciono la problemática, o descubro su verdad sí y sólo sí se convierte en éxito comercial ¿no será bien tener a quien remitirle exhibido y que lo reciba y así descreste a mi dulce ama, y proclame en su soberbio empaque: “Este, señora, es el artilugio prostético curalotodo, Ilusosegador, mecanismo insignia de la fabrica Carcasaman Thriller, mismo que plasmó en singular intento de mejorar la línea productiva de mobiliario estrafalario el nunca como se debe ensalzado teorizador don Ilusote de la Plancha, el cual os envía esta pieza para regalo de vuestra exquisitez, para que la vuestra agudeza a su acomodo se convierta en usuaria de sus bondades”?.

¡Oh, cómo se regocijó nuestro buen diseñador teorizante cuando hubo confeccionado todo este razonamiento, y máxime cuando atinó a quién dar nombre de su dueña! Y fue, a lo que se opina, que en su primer grupo de estudiantes, cuando fue profesor bisoño en su universidad, cayo en el típico enamoramiento de la educanda difícil que a todo profesor vez alguna acaece y tuvo entre sus pupilas una alumna de mucho peso y de poco seso que le dio harto embeleso y ningún beso, por quien él a lo largo del completo ciclo académico anduvo derretido, aunque, según se concibe, ella jamás estuvo al corriente, ni se apercibió de ello. Era su nombre Venecia Restos, y a ella consideró acertado otorgarle derecho de ser la dueña de sus inventos y conversamientos; y, rebuscándole nombre que no despintase en demasía del suyo, y que guiase y se encauzase al de experta y gran diseñadora, vino a llamarla Mamacita Matriz, porque ser ella justa, y por doble partida, legendaria y real, madre de su inspiración; y aquel un calificativo, que a su dictamen, resultaba filarmónico y pulcro y demostrativo, como todos los otros que él para su proezas había compuesto.

sábado, abril 02, 2005

E11 Teoría de las groserías parte segunda


Malas Palabras (Parte segunda)

Por: Alfredo Gutiérrez Borrero
Originalmente publicado en
www.proyectod.com el 15 de abril de 2000

Tras aclarar que las groserías cumplen una importante función en la historia y el desenvolvimiento sociocultural humanos (aunque se quiera negarlo), voy a continuar justificándolas. De paso contribuiré a desenmascarar el fraude que la miopía normativa ha cometido al censurarlas, mutilando los idiomas de tal forma que la mayoría de los diccionarios —supuestamente ‘bien hablados’—, al recopilar exclusivamente buenas palabras, se convierten en selecciones adulteradas de lenguajes inexistentes que podrán verse primorosos en los libros pero los cuales nadie habla en las calles.

Porque no existen.

El humor y la curiosidad, la inventiva, la generosidad y la originalidad, el impulso artístico y la fecundidad; todas esas particularidades deseables del comportamiento humano encuentran su fundamento y potencia en los actos básicos orales, anales y genitales de comer, defecar y copular. En su libre realización y en su natural aceptación. Por consiguiente, si la moral es la disciplina que señala los procedimientos que deben seguirse para hacer el bien y evitar el mal, lo evidentemente inmoral es que la grosería siga siendo condenada para justificar los prejuicios: esas opiniones que la mayoría de la gente, incapaz de reflexionar por cuenta propia, expresa sobre algo sin tener verdadero conocimiento de ello; sin querer queriendo, porque todos lo hacen o siempre se ha hecho así.

Lo triste del asunto es que ni todos lo hacen ni siempre se ha hecho así; pero amamos los prejuicios porque nos evitan pensar y nos hacen perezosos compulsivos, gente que llega tarde al cinema y se va del teatro cuando la película aún no se acaba (¡y luego se atreve a decir que sabe de cine!); gente que aunque no lee un texto de más de dos cuartillas (porque es muy ‘largo’) lo ojea y lo comenta con gran propiedad. Gente, en fin, que encendió hogueras, levantó cruces y construyó guillotinas en las cuales quemar, crucificar y decapitar a cualquiera lo suficientemente valeroso, o estúpido, como para recordarles su capacidad de pensar.

Todo lo que contradice la tradición y los modales decretados es inmoral. Mas no es preciso que un raciocinio o una teoría inmoral sea algo maléfico, antes bien un adelanto en el ámbito del pensamiento o de la práctica es presuntamente inmoral hasta que tiene a la multitud de su parte. Por tal motivo es conveniente salvaguardar a la inmoralidad frente a las agresiones de quienes tienen la costumbre por canon exclusivo y estiman que cualquier desobediencia a la rutina —que es su moral— es un asalto contra la comunidad, la religión y la buena conducta.

Es la inmoralidad, no la moralidad, la que requiere cuidado, es la moralidad no la inmoralidad la que debe ser limitada; ya que la moralidad usa el peso inútil de la pasividad y del fanatismo humano para hundir al que explora, con toda la crueldad indiferente del convencionalismo.

Es cierto que comunicarse de modo soez jamás ha redimido a alguien, pero eso es válido especialmente en la civilización domesticada a punta de matrículas e impuestos donde la gente cree que aprende mediante el hecho de dar a las instituciones un dinero para costear su educación. Nada más engañoso: para un ser humano la educación fundamental no es la que le dan otros sino la que él mismo se da. Pero, con su comodidad sometida al interés adulador que busca escalar una pirámide social, el que acepta hablar en idioma estudiado de puertas para afuera (y ante quien le conviene) relega la sinceridad ‘grosera’ a segundo plano. Sin embargo en privado suelta una palabrota cuando su equipo favorito de fútbol anota un gol, o la exclama al golpearse el pie contra un mueble. Y así términos versátiles que connotan alegría, tristeza o rabia, socialmente se reducen a ofensas verbales de uso restringido.

Pese a ello la expresión obscena ayuda, como una modificación rítmica, a producir un intenso efecto en el estilo del discurso verbal y escrito. Puede provocar en un lector o en una audiencia un estallido de risa, atraer súbitamente la atención perdida, o causar una perturbación rojiza en el cutis del dueño o dueña de unos ojos u oídos demasiado virtuosos (o apretados). A menudo su poderío depende de que se use con su crudeza más ‘negativa’. No obstante la grosería sufre como cualquier otra palabra de abusos expresivos por lo que hay que protegerla del desgaste descuidado, insensible y fastidioso que le dan los holgazanes de pensamiento. Los que la usan sin inteligencia.

Digamos que los auténticos ‘malhablados’ son quienes hablan deficientemente; empleando groserías o empleando cualquier otra palabra. Esa es la gran realidad: no hay groserías, sino groseros. Desde Francisco de Quevedo hasta Gabriel García Márquez, por nombrar sólo a los de lengua española, muchos grandes de la literatura usan las malas palabras.

¿Se atreve alguien por ello a decir que son groseros?

Como expresiones las groserías poseen una eficacia contundente para designar un órgano, una situación o un acto eliminando molestos tapujos y ficciones cursis. En consecuencia deben aprovecharse (ni mejor, ni peor) como cualquier vocablo, desnudándolas de su aspecto clandestino. Sólo así se evita el problema planteado por las taras culturales y se logra que mucha gente deje de oír insultos donde no los hay.
El uso de expresiones indecentes en el sermón oficial, gubernamental, social, público o universitario revela que no se admite límite entre lo que se esconde y lo que se muestra, ni distinción entre la lengua pública y la lengua íntima, o entre un habla ordinaria y un habla sapiente. No puede haber jerarquías dentro del lenguaje académico; pero el problema es que a veces al hablar francamente se estrella el orador con las costumbres más fáciles, la pereza mental y la debilidad de los pensamientos primitivos. No obstante la mala palabra bien usada indica un esfuerzo por volver a pensar en las cosas, el cual al prescindir de las prácticas expresivas comunes puede reconocerse como comienzo de un proceso liberador.

El discurso obsceno es descarado, emprendedor, desenvuelto, resuelto, determinado e inmoral. Y asimismo libre. Al ser inmoral va contra lo moral que es ético, normativo, legal y formal; y además contra eso espiritual que es puro, sin mezcla, sin mancha, no alterado, ni viciado, incorrupto e intacto; afecta lo que no ha sido tocado, lo que está completo y no ha sufrido ningún daño. Incorrupto es lo no dañado: pero el daño, conviene anotar, puede ser deterioro o también cambio, un cambio impúdico porque hiere la castidad (que de todos modos es un atributo antinatural, pues cualquier planta o animal ‘casto’ se quedaría sin descendencia y renunciaría a su misión de perpetuarse en el ciclo evolutivo).

El uso de malas palabras, cínico e imprudente, facilita la franqueza de decir las cosas sin engaño; por eso al individuo obsceno se le denomina licencioso porque es contrario a la decencia (que es la ‘limpieza’ de las buenas costumbres) e igualmente libre: tiene libertad para obrar o no obrar, no es esclavo ni está bajo la dependencia absoluta de otra persona que lo ha comprado, no está sujeto al dominio de un folklore o de alguna cosa (no está sometido: ni al deber, ni a la palabra empeñada, ni a nada).

Curiosamente obsceno es también lo picante y mordaz, lo que absorbe y corroe, lo áspero y cruel, lo pornográfico y erótico. Ahora bien, al rastrear sus orígenes ‘pornográfico’ significa ‘escrito acerca de prostitutas’ pues procede del griego ‘pornográphos’, (derivado de ‘porno,’ que viene de ‘pórne’ que traduce prostituta), y de graphos (que designa algo dibujado o escrito).

El mencionar las prostitutas, me obliga a hablar de la prostitución que es el acto de comprometer el cuerpo en contacto sexual para recibir dinero, pero además el emplear los talentos y habilidades de un individuo en algún uso indigno únicamente por moneda. En la prostitución el cuerpo o el talento, o ambos, se venden a un cliente que supuestamente siempre tiene la razón. Como casi nadie hace lo que en verdad desea hacer y la gran mayoría se dedica a hacer lo establecido, no es sorprendente que el lenguaje financiero sea tan similar al lenguaje usado en los prostíbulos. O ¿quiénes hablan más de satisfacer al cliente?

¿Las prostitutas o los empresarios?

Precisemos que la palabra cliente viene del término latín ‘cliens’ que es una persona que busca la protección o influencia de alguien más poderoso; y que a su vez ‘cliens’ está relacionado con otra expresión latina, ‘clinare’, que significa doblarse, inclinarse o arrodillarse.

De improviso surgen ante nosotros muy sutiles pero potentes relaciones, entre la prostitución, los negocios y la religión. El propio Abraham padre del pueblo judío y punto de partida para toda la tradición religiosa cristiana, fue concebido en Ur de Caldea por una práctica llamada por los entendidos: ‘prostitución sagrada’ que hacía que, una vez en su vida, las mujeres de la ciudad de Ur fueran al templo a entregarse a un extraño, para concebir, a cambio de la donación en dinero que éste hacía al santuario. Así, simbólicamente hay un vínculo entre la prostituta, la empresa y Dios como entes poderosos a los que busca el cliente para inclinarse ante ellos, sea para copular, comprar o adorar. Para muchos puritanos sugerir tal conexión es grosero por no decir blasfemo. Y todo porque esos tres arquetipos tienen que ver con la satisfacción de tres tipos de placer a los que el humano aspira: al placer carnal en la prostituta, al placer económico en la empresa, y al placer espiritual en Dios (o mediante los oficios de sus delegados los sacerdotes, rabinos, imanes y pastores en las diversas religiones).

Debido a ese deseo de gobernar —y someter, que unos individuos siempre tendrán para con otros— es que sobre el placer: esa necesidad básica del ser humano de alegría, gozo, diversión, entretenimiento, dicha y júbilo, pesan tantas restricciones. Para dominar al individuo corriente es necesario convencerlo de que es pecaminoso disfrutar, es decir es una desobediencia contra la ley divina el sentir exagerado goce y un delito contra la ley humana el procurarse satisfacción en exceso. Los que quieren mandar son los que han inculcado sobre los sumisos las nociones del sacrificio y el esfuerzo, aquellos que esclavizan a la mayoría con una larga semana laboral y establecen unas horas o unos días de recreo. Todo dosificado, medido, limitado. Sufre ahora, ríe después. Soporta en esta vida y se te premiará en el cielo.

En tal sentido y mediando especiales circunstancias la grosería, un desacato a tales mandatos, puede ser un pecado y un crimen. Porque rompe los limites, el monopolio sobre el bienestar que tienen los gobiernos, los grupos religiosos y los censores morales. Por eso es que además de ofender, la grosería genera risa.

Más fascinante aún es la afinidad que hay entre los conceptos de Dios, el dinero y el amor. Para comprenderla hay que señalar que otro sinónimo de ‘grosero’ y ‘pornográfico’ es ‘erótico’: entendido lo erótico como aquello que despierta la pasión carnal. Sin embargo erótico, viene de Eros que es el nombre griego del amor.

Eros (Cupido para los romanos), era un dios griego caracterizado como un niño alado y dotado de un arco a cuyo imperio se sujetaban los asuntos amorosos. Por tal móvil se le imaginaba como camarada y a su vez como hijo de Afrodita, la diosa del amor. Pero la potencia de Eros se entendía igualmente en un sentido cosmogónico. Como factor de coherencia entre los componentes que dan vida a las diversas formas de la realidad; en ese sentido se le consideró como uno de los seres primigenios, increados que figuraban en el mito de los orígenes del mundo.

Las principales religiones sostienen que Dios es amor.

Pero los ateos radicales dicen que el cuento de Dios es pura ‘Mierda’.

Mierda es la forma prohibida de referirse a la materia fecal, y los alquimistas del Medioevo buscaban transformar en oro esa misma sustancia. Al compararla simbólicamente con el oro el inconsciente humano revela el gran valor que ésta tiene.

Por esa, y muchas otras razones el psicoanálisis dice que el dinero es una representación abstracta de la materia fecal. La costumbre dice que hay que lavarse las manos después de defecar y también tras manipular dinero. La verborrea cotidiana habla de dinero sucio, o mal habido, y de dineros limpios y bien habidos. Aprovechados son quienes desean ganar mucho dinero sin hacer ‘ni mierda’.

Y muchos dichos populares dicen que el amor no se compra con dinero, mientras la sociedad da tamaña importancia al bienestar económico en la estabilidad de pareja.

Y podemos suponer que tampoco a Dios se lo compra con dinero, y sin embargo las religiones institucionalizadas se mantienen gracias a limosnas en dinero.

Así que aunque lo erótico pueda ser lujurioso, obsceno y vicioso es también relativo al amor; y si el erotismo es una afición desmedida al amor, ¿resulta que Jesucristo, San Francisco de Asís y compañía son eróticos?

¿Y qué relación tienen las malas palabras con la curiosidad?:

Si el niño siente placer succionando su chupo o su dedo, se le obliga a dejar de hacerlo, se le dice que sus dientes se torcerán y que al dormir meta las manos bajo las cobijas, (pero más adelante cuando el niño descubre allí otros sitios placenteros que hay en su organismo —y se los explora y acaricia— se le obliga a sacar las manos y ponerlas sobre las cobijas). A cada instante se le fijan reglas y límites. Al negársele el descubrimiento de sus genitales y su ano se le limita la curiosidad en general y se lo convierte en un conformista por el resto de sus días.

Esos es un error, porque los miembros de un niño que crece han de estar libres y moverse con facilidad dentro de sus ropas. Nada debe limitar su crecimiento, ni obstaculizar su movimiento. No hay que pretender concretar la personalidad, lo cual es sólo otra manera de deformarla. Muchas anomalías de cuerpo y mente pueden achacarse al hecho de querer hacer de muchos seres humanos lo que no son.

Y ¿qué tienen que ver las malas palabras con el humor? Bien, los humores corporales son las sustancias fluidas: la sangre, la orina, la bilis, la linfa, el semen, el sudor, etcétera., cuyo libre correr determina la salud y el estado de ánimo; pero humor es asimismo la condición de alegría o tristeza, de felicidad o enojo; sólo cuando el individuo puede referirse a, o usar sin impedimento, cualquier parte de su cuerpo tiene buen humor.

Por algo según el vulgo cuando alguien se desternilla se ‘caga’ de la risa.

¿Y qué vínculo hay entre las malas palabras y la inventiva?, para hacerlo evidente habría que referirse al doble sentido que tiene ciertamente el lenguaje; sin mucho esfuerzo casi toda frase puede ser usada en el contexto de un acto sexual imaginario. Como prueba de ello basta escuchar cualquier conversación e imaginar simultáneamente que sus protagonistas están copulando. Siempre funciona. Así la palabra es sexo y por ello la Biblia dice que en el principio fue el verbo.

¿O sería el vergo?

Ahora bien ¿cuál nexo hay entre malas palabras y: generosidad, originalidad e impulso artístico?

Para explicarlo hay que pensar en la materia fecal: el único ‘objeto’ que el cuerpo produce involuntariamente. Los simios, y los hombres primitivos se fijan mucho en la materia fecal ajena: si es abundante y homogénea indica salud y vitalidad, si está impregnada de sangre indica enfermedad o peligro (los grandes antropoides hacen deposiciones con sangre al ser molestados, y quizá la afección de hemorroides del humano moderno esté más relacionada con ese mecanismo de alarma prehistórico que con la dieta¡). En ese sentido la materia fecal es la primera señal de tránsito a la vera de la autopista de la historia.

Algunos antropólogos sostienen que el hecho de que tengamos dos intestinos tiene que ver con el paso de la comida dos veces a través del tracto digestivo: por ello, señalan, en principio todos fuimos coprófagos; lo cual es evidente en la conducta de los gorilas, animales que cuando tienen deficiencias proteicas defecan en su mano para digerir de nuevo el alimento. Y comen el excremento tibio. Otras teorías anotan que ese consumo de excremento fue la base de la costumbre hoy mundialmente extendida de calentar el alimento (algo que fuera del humano no hace ningún animal en la naturaleza).

Anota también el psicoanálisis que desde temprana edad en la vida, el niño advierte que el excremento es una parte de su cuerpo que puede expulsar o retener, y que sus padres se interesan mucho por la forma como lo hace. Es el primer regalo, decía Freud, que el niño hace a su madre. Envolverlo en pañales es el punto de partida del culto al empaque. Según como se aborde el tema en nuestro entorno infantil algunos nos hacemos ahorrativos y modestos (o estreñidos) y otros derrochadores y creativos (o sueltos). Algunos coleccionamos y otros regalamos; por ello, pedos, ventosidades y flatulencia, eructos y demás siguen siendo motivo de chiste en especial en el sexo masculino a lo largo de toda la vida. Y si por cualquier motivo no hay placer en esas actividades, surgen inevitablemente trastornos físicos y emocionales.

Al estudio de los excrementos se lo denomina escatología (del griego ‘skatos’ excremento y ‘logos’ tratado) aunque además, escatología es popularmente una broma indecente. Pero los misterios prosiguen, pues escatología es también la doctrina referente a la vida de ultratumba porque en griego ‘eskatos’ es asimismo ‘lo último’.

Como sintetizar en un libro la teoría general de la grosería no es la idea en este instante. Añadiré por ahora que lo obsceno es también morboso, y morboso es lo relativo a la enfermedad. Mas si la enfermedad es una alteración en el funcionamiento orgánico: ¿Quién, entonces, funciona mejor? ¿el que se ‘prohibe’ algunas partes de su cuerpo, o el que les da a todas libertad y se refiere a ellas sin ningún misterio?

A los posibles perturbados por esta disertación, les dedico como reflexión final el capítulo 10, versículo 26 del evangelio de San Mateo qué dice: “Así que no los temáis; porque nada hay encubierto, que no haya de ser manifestado; ni oculto que no haya de saberse”.

E10 Una aproximación inicial a la teoría de las groserías

Malas Palabras (Parte primera)

Por: Alfredo Gutiérrez Borrero
Originalmente publicado en
www.proyectod.com (abril 1 de 2000)


Los humanos —al menos en occidente— vivimos inmersos en una cultura obsesionada con la limpieza y las buenas maneras; una cultura seria y respetable. Incapaz de reír de sí misma. Nuestras ciencias y artes, las mismas que originaron el ballet y enviaron al hombre a la luna, han progresado gracias al idioma distinguido, el refinamiento estético y la precisión matemática. Pero el exceso de cortesía y corrección hizo hipócrita al mundo moderno: sus normas, constituciones y religiones, sus teoremas y mandamientos, pretenden darle unas virtudes, cualidades y sentimientos que no tiene.

Y es que hay mucha distancia entre lo que la humanidad piensa y lo que la humanidad dice; como muestra de ello (y a pesar de siglos de esfuerzo educativo) las groserías —esas toscas expresiones de segunda— son hoy poderosas y numerosas; ellas, pese a estar ‘prohibidas’ en los ámbitos respetables y desterradas del habla ‘elegante’, continúan siendo las palabras más utilizadas: divirtiendo a unos y ruborizando a otros, chistosas o insultantes, las ‘malas’ palabras, constituyen la más natural y vigorosa expresión del lenguaje humano. La única que exterioriza la sinceridad de la que los adultos despojan a los niños.

Yo me cuento entre los que desean un mundo más mal hablado pero mejor vivido. Después de todo, las groserías no son tan malas palabras como esos aristocráticos términos políticos y científicos que hablaban los que masacraron a los judíos, idearon los campos de concentración o detonaron las bombas atómicas. Los macabros actos que a lo largo de la historia consumaron quienes perseguían, lo bueno, bello y verdadero o defendían la superioridad de una religión o una raza sobre las demás, me hacen suspirar por lo básico y me obligan a desagraviar las groserías.

Esas mismas groserías han jugado, pese al desprecio general, un papel muy importante en la construcción de la parte menos censurable de la sociedad contemporánea, y el inconsciente colectivo lo sabe: Las llama ‘palabrotas’, porque son más grandes y fundamentales que esas otras palabras ‘solemnes’.

Para muchos el léxico que recurre a ellas es ordinario y posee un carácter vulgar, falto de calidad; pero lo ordinario es lo común, suele suceder y hacerse costumbre generando hábitos. En ese sentido las groserías son expresiones con identidad (del latín ident e idem: lo que se repite una y otra vez) dotadas de una singularidad indisciplinada. Por tal motivo se usan para librarse de la obligación, del vínculo forzoso que las condiciones sociales imponen, de la veneración a los reglamentos.

La capacidad libertadora del vocabulario vulgar es refrescante frente al autoritarismo moral que administra el idioma y constriñe a denominar ciertas partes íntimas del cuerpo humano y determinados actos físicos ‘secretos’, sobre los que impera el tabú, con eufemismos (modos de expresar con suavidad ciertas ideas), metáforas (figuras retóricas que transportan el sentido de una palabra a otra mediante una comparación mental) o términos científicos. Así, donde los discursos estudiados hablan de ‘los testículos’, ‘los bulbos de la vida’ o ‘las gónadas sexuales masculinas’, el glosario chabacano dirá escuetamente ‘las güevas’.

Del mismo modo lo vulgar es democrático en su desnudez y liberal en su generosidad, es como saber respirar o poseer el secreto del latido del corazón: una prerrogativa existencial, algo que todos los hijos del cosmos recibimos gratis. Algo sobre lo cual la educación corporativa no ha conseguido convencernos de que no lo sabemos para cobrarnos por enseñárnoslo.

La engreída erudición se empecina en señalar que lo popular, por público, es barato y carece de valor. Empero lo trivial hermana al género humano pues ningún pueblo en su estado silvestre es defectuoso.

Al lenguaje cotidiano se le designa ‘prosaico’ por que su estructura no está sujeta, como la del estilo poético o el enunciado científico, a la medida y a la cadencia; es propio del arrabal, o sea de las afueras de la ciudad, y es plebeyo porque lo usa el pueblo: esa multitud que ignora los nobles tecnicismos de los patricios sintéticos que fabrica la industria pedagógica.

Al individuo civilizado, que ha pasado años prisionero en las aulas pagando por aprender y adquiriendo grados y pos grados universitarios, se le adiestra para buscar la oportunidad y el dinero. Su máximo interés es el trabajo lucrativo que genera utilidades. Eso es lo que hace la gente decente. Asombrosamente, ‘decente’ procede del latín ‘decet’ que significa ‘conveniente’ (y a su vez ‘conveniente’ es lo que causa utilidad), y por ello lo que no contribuye al esquema monetario es inútil. O indecente. Ahora bien, si la invención del dinero fue ventajosa o perjudicial para la sociedad es algo tan discutible como si lo fue la invención de la pólvora.

Parecería que el humano, muy orgulloso de su presente mecánico y tecnológico, trata a toda costa de negar su estirpe animal, de ocultar su vínculo con la naturaleza. Debido a eso las groserías son conocidas igualmente como ‘rusticidades’ (y lo rústico es lo relativo al campo: del latín ‘rusticus’). Para encubrir su pasado selvático la humanidad inventó la arquitectura y gracias a ella fabricó el ambiente más antropocéntrico de todos: las ciudades o urbes. Ahora el dogma moderno llama ‘urbanismo’ al grupo de pautas técnicas, administrativas, económicas y sociales que se refieren al progreso armónico, coherente y humano de los poblados; y además designa como ‘urbanidad’ a la cortesía y a los buenos modales. El mensaje siempre es el mismo: el hombre urbano, económico e ilustrado, es bueno; y el hombre rural, ecológico y analfabeto, es malo. El humano urbano es correcto, porque ha recibido la corrección del castigo social, ha sido domado de sus ímpetus salvajes mediante la instrucción; el humano rural no ha sido corregido y su pasión bestial continúa indemne.

Entonces resulta que el humano inculto es impuro, no ha sido purgado del estigma animal, es sucio: obsceno. Y lo obsceno es indecente, carece de modestia.

En ese punto la tradición dice que Adán, por haber caído en la trampa de los juicios de valor, se avergüenza de su desnudez y confecciona el primer vestido, se cubre, se disfraza, pierde su condición divina y se hace humano. Desde entonces las virtudes implicarán represión y sometimiento, y los vicios (que son la imperfección), independencia y anarquía. Desde entonces la desnudez es obscena, y amenazante.

Veamos la definición de desnudez que da la edición de 1853 del “Nuevo Diccionario de la Lengua Castellana”: «Desnudez, f. (sustantivo femenino), Falta de vestido, de ropa, de cosa que tape, cubra o abrigue y ponga al cuerpo en estado de presentarse con decencia, o por lo menos sin ofrecer sus carnes a la vista. fig. (en sentido figurado), Pobreza, miseria, estrechez, desamparo, desabrigo, indigencia, necesidad, abandono, situación crítica, desesperada, cruel, etc. »…!!!

De nuevo el mismo código sobreentendido, la visión del cuerpo humano sin adornos, ni cobertura como algo malo que hay que ocultar con el vestuario: diseñando modas. Y nuestra vida animal colectiva hay que vestirla también. Construyendo viviendas y edificios.

Lo obsceno se convierte en contrario al pudor. Y el pudor es una especie de reserva casta, de abstención en el uso del sexo, de vergüenza honesta, como de inocencia alarmada, ruborosa y pura, propia de las mujeres vírgenes (¿víctimas?) más ejemplarmente educadas (es decir las más culturalmente condicionadas y programadas). Es modestia. Modestia que es falta de ostentación y lujo, pero asimismo la virtud que nos impide hablar o pensar orgullosamente acerca de nosotros mismos.

Sin embargo, ¿por qué no podemos hablar con orgullo de nosotros mismos? ¿acaso porque ‘orgullo’ traduce: opinión exageradamente buena de sí mismo?

¡Por supuesto! y el humano en cuanto bestia es maligno.

Después la modestia se transforma en recato: que es otra gran virtud, en especial femenina, es el arte de encubrir lo que no debe traslucirse ni se debe notar, ni debe saberse; y ¿qué no se debe saber?, shhh, escribámoslo en ‘voz’ baja: nadie debe saber que nos reproducimos mediante un coito y defecamos como el resto de la fauna superior, ni que algunas porciones del cuerpo relacionadas con dichas actividades son de igual forma ‘animalescas’.

Al remontarse a las causas primarias de las palabras se revelan las arcaicas angustias, el apocamiento y los vestigios de culpa que dejó a la humanidad el abandonar el reino animal —o el tratar de hacerlo—, de ahí nuestras distorsionadas posiciones hacia los anhelos y funciones sexuales. Posiciones que van desde la más tajante reprobación hasta la tolerancia condicional, desde el remordimiento simulado hasta la sofisticación perversa. Demasiadas personas hallan ‘sucio’ el sexo; y así lo ejercitan suciamente, y por causa de nuestro doble patrón, ese envilecimiento de la sexualidad rebaja automáticamente a la mujer. Ella se transforma no en la igual del hombre sino en el objeto de su lujuria. Y como objeto, la cultura occidental moderna la ‘fabrica’ y la ‘vende’ dándole prelación a su empaque (con la esmerada diversidad industrial de la moda femenina), y a su presentación (que las empresas de cosméticos disponen).

Aún con la moderna liberación, el recato como cualidad es la capacidad de saber conservar la honra y cuidar de ella con solicito afán para no perder la castidad o seguir fingiendo que se la posee. Por eso la mujer cultural debe y tiene que ofenderse más ante la grosería que el hombre; porque la castidad consiste en reprimir y moderar los apetitos depravados de la carne, buscando la continencia absoluta.

Todo por supuesto para no caer en la grosería, en la obscenidad que incita a la lujuria (afición a los placeres materiales) que hace a las personas sensuales y abiertas en a sus sentidos. El deleite terrenal es casi criminal, y lo rechazamos de tal modo que los celos son la desconfianza que nos causa el bien ajeno; y entre los enamorados son el dolor generado por cualquier placer que el ser ‘amado’ pueda experimentar o haya experimentado fuera del contrato sexual establecido (sea este noviazgo, matrimonio, etcétera).

En el antiguo latín lo obsceno (obscenus) era lo inmundo, lo deshonesto, lo sucio; lo exótico, lo extraño, lo extranjero; y también lo infausto (o desgraciado porque traía desgracias), lo de mal agüero; y obscenas eran asimismo las partes vergonzosas y los excrementos.

Esas partes vergonzosas del cuerpo causaban vergüenza: la turbación de animo causada por el miedo a la deshonra y al ridículo y supuestamente desempeñaban acciones indignas, feas, abominables e impúdicas que afectaban el decoro.

Decoro es honor, pureza y respeto; aunque en arquitectura decoro es asimismo el arte de adornar unos edificios que simbolizan el cuerpo humano; y decorarlos equivale a vestir el cuerpo humano para hacerlo bello. Otra vez asumiendo que éste es feo en su estado natural.

No se necesita hacer esfuerzo para adivinar cuáles son esas partes vergonzosas: los genitales masculinos (pene y testículos), los genitales femeninos (vulva) y las glándulas mamarias (senos) y el ano. Y ¿por qué son vergonzosas?

Simplemente porque causan placer. Porque se involucran con procesos corporales esenciales que, para conservar la vida y prolongar la especie, van ligados a sensaciones placenteras. Tal como lo dice la vieja explicación psicoanalítica de las etapas del desarrollo sexual humano (oral, anal y fálica), lo vinculado a estas tres zonas nos genera goce; y así en lo que atañe a la boca (que por ventura no es parte vergonzosa, a no ser que se atreva a pronunciar groserías) el glotón come por disfrute y no por hambre, tal como el niño continúa con la succión de su chupo mucho después de haber llenado su estómago.

Vinculado a lo fálico (del griego ‘phallós’ que traduce pene), y por ende a lo genital, está casi todo el entramado cultural. Salvo una minoría totalmente cohibida, todos los humanos ansían el quehacer sexual y lo ejercen, con mayor o menor satisfacción. Los que sienten más remordimiento y menor gozo son los primeros en condenar toda sexualidad y a quienes la disfrutan. Se ocultan el pene y la vagina. Y hay centenares de errores y miedos acerca de la masturbación y la menstruación. Esos prejuicios fluyen por la savia del árbol genealógico humano, desde la prehistoria hasta hoy, perpetuando sensaciones de infracción, pecado o anormalidad. De esta suerte muchos niños que se masturban se sienten instantáneamente degenerados, y cuando se habla en público sobre la menstruación (o se hace un chiste al respecto) las primeras en decir que es algo ‘asqueroso’ son las propias mujeres.

La tradición de desprecio por el sexo y el acto sexual, es casi un mecanismo de defensa internacional, por eso se conocen como ‘groserías’ y se estigmatizan muchas expresiones populares que designan los órganos genitales. Por tal motivo son utilizadas como ofensa o para construir alegorías que tienden a degradar el acto del apareamiento.

Pero son los oídos de los mojigatos, llenos de filtros religiosos y morales, los que se sienten insultados al escuchar la grosería (aun cuando no se use como agravio directo contra ellos). El término ‘mojigatería’ procede del árabe ‘motagatta’ que quiere decir fingido o santurrón, que es quién hace escrúpulo de todo… o sea es irresoluto, pues ‘escrúpulo’ viene a su vez del latín ‘scrupulum’ que es una duda o inquietud que paraliza la conciencia.

Para esa persona que se perturba ante el lenguaje básico del pueblo llano, la obscenidad, o lo que en su limitación él considera como agresividad obscena, tiene un significado rotundamente tradicionalista de distanciamiento, de repudio y declaración de predominio sobre un mundo inferior que es (!sorpresa!) sexual y animal. Lo gracioso es que esa misma persona usa inadvertidamente en el habla cotidiana una terminología informal de artes y oficios que denomina «hembra» a todas las piezas que tienen una ranura, un hueco o un agujero para que en él se encajen, se introduzcan o se enganchen otras piezas respectivas denominadas «machos».

Tal léxico informal hace de cualquier acople de piezas una alusión oculta pero contundente a la cópula, y llena de contenido sexual el ejercicio de la ingeniería, el diseño y la arquitectura.

Llegamos al tan prohibido ano —aunque a tantas personas les repugne reconocer que éste juega un papel crucial en su evolución psicológica—, un punto mágico por ser una de las partes del cuerpo que (salvo algunos saltimbanquis) no podemos ver. La mayoría de los animales pueden observarse el ano, únicamente los humanos no pueden hacerlo.

El ano, ese aro muscular excretor al final del tracto digestivo, cierra el ciclo alimenticio y se relaciona en el mito y rito de muchas culturas con la visión circular del espacio y el tiempo. Por ejemplo en español la palabra ‘ano’ (se escribe en latín ‘anus’ y significa ‘anillo’ o, como adjetivo, ‘antiguo’) es muy similar a la palabra ‘año’ (equivalente al latín ‘annus’ que asimismo significa ‘tiempo’, ‘edad’; ‘revolución de la Tierra alrededor del Sol’, ‘círculo’, ‘estación’ y ‘cosecha’). Tal semejanza es común a todas las lenguas romances: así ‘año’ y ‘ano’ se escriben respectivamente ‘anno’ y ‘àno’ en italiano, ‘ano’ y ‘ânus’ en portugués, ‘année’ y ‘anus’ en francés.

Por ese origen circular común, hasta la propia historia se registra en crónicas llamadas ‘anales’.

Pero es el excremento —la sustancia que sale del ano—, el más obsceno material. Un desecho digestivo cotidiano y condenado a la vez. Todos los animales defecan al descubierto, sólo el hombre se oculta asustado para hacerlo, y ese temor es social.
Porque los niños de uno y dos años no ven en las heces fecales nada impuro o repugnante. Si se los deja se regocijan jugando con ellas, olfateándolas; son el fruto precioso de su cuerpo, una fuente de poder y placer; los padres, las normas, apremian a los pequeños a abandonar ese placer. Ellos renuncian. Aprenden a entretenerse con masas de barro, suplentes sin olor del excremento (aunque madres y profesoras a veces repelen ese barro tanto como las propias heces). Más tarde el barro es sustituido por arcilla o plastilina que son admitidas por padres y profesores. Los jardines infantiles las compran al por mayor: casi idénticas a la originaria en coloración, forma y textura.

Con los años, los infantes se apartan más de la materia fecal. Comienzan a jugar con arena, su reemplazante desecado. Aunque les distrae más recrearse en la playa o mojar la arena. Excavar agujeros, fabricar modelos y figuras! (hasta los mayores juegan ese juego). Después aprenden a pintar embadurnándose lo dedos. Y el procedimiento continúa hasta que se hacen adultos. Muchos fuman cigarros, mezclando la oralidad del mamar con la analidad que vuelve amarillos los dedos y dientes. Las mujeres acuden a sustitutos más delicados del excremento: cremas, perfumes y labiales.

Pero ya para esa etapa el asunto es una grosería que no tiene relación con la conducta adulta. Pese a ello cualquier estudiante de artes plásticas, de arquitectura o de diseño, podría darse cuenta de lo anal que es su disciplina. Porque no se puede llevar a buen término una obra sin ‘ensuciar’ la pureza original de la materia prima.

Se empieza por defecar y se continua por ensuciar, engrasar, tiznar, manchar, embadurnar, enlodar, cortar, amasar, salpicar, pintar, dibujar, trazar, representar, iluminar, matizar, perfilar, colorear, levantar, esculpir, diseñar, proyectar, cimentar, construir, erigir y —al final— edificar.

Al meditar sobre eso, las groserías ya no parecen tan inservibles porque repentinamente es evidente el encadenamiento que hay entre un humilde residuo de materia fecal —alias mierda— y la más hermosa catedral.

E9 De rodillas y minifaldas, ensayo


La rodilla británica


Por: Alfredo Gutiérrez Borrero
Publicado originalmente en http://www.proyectod.com/ (abril 15 de 2000)

Aunque, con sus 218040 kilómetros cuadrados, la Gran Bretaña es por su tamaño la novena isla en el mundo (después de: 1. Australia, 2. Groenlandia, 3. Nueva Guinea, 4. Borneo, 5. Madagascar, 6. Baffin, 7. Sumatra, y 8. Honshu), es quizá la más importante tierra insular en la historia humana. Antigua colonia romana, punto de fusión racial (de pueblos celtas como los Britanos, los Escoceses, y los Galeses; y de gentes germánicas tales como los Anglos, los Sajones, los Daneses y los Normandos), asiento secular del poderoso Imperio Británico, madre patria de los Estados Unidos de América y territorio originario del inglés, máxima lengua internacional del presente; la Gran Bretaña es (además de un influyente núcleo cultural, industrial e histórico) una región fuente de curiosas tradiciones y cuna de singulares modas. Y son los Británicos, los oriundos de allí, más que cualquier otro pueblo del globo, la colectividad que tiene en mayor estima esa coyuntura que todos tenemos en medio de la pierna. Pocas articulaciones en el cuerpo humano han sido tan fundamentales en las costumbres de un pueblo como la rodilla en Gran Bretaña.

¡Y una rodilla que, además de usarse para reverenciar a Dios o mostrar lealtad a los reyes, escribe la historia es una rodilla cuya historia merece escribirse!

Podría pensarse que desde antaño la falda fue una prenda de vestir propia de las mujeres, pero no es así: hombres egipcios, babilonios, judíos, asirios y persas de todas las clases sociales usaron falda durante la antigüedad; y falda usaron también muchos héroes griegos, cartagineses y romanos; de falda vistieron los troyanos Héctor y París, y los griegos Aquiles y Ulises, Aníbal el Cartaginés, Alejandro Magno, e incluso, en una que otra ocasión, el propio Jesucristo.

Una falda, es de suponer, llevaba puesta Julio Cesar una mañana del año 55 antes de Cristo, cuando con mil doscientos legionarios romanos —todos vistiendo falda como parte de su indumentaria militar— desembarcó en la costa de Kent y se enfrentó con terrible violencia a un grupo de semidesnudos britanos.

Aunque las legiones salieron vencedoras, el resultado de la contienda fue dudoso, pocos días después Cesar tuvo que regresar a pacificar una rebelión en la Galia (hoy Francia), y pasaron más de cien años para que los romanos pudieran ufanarse realmente de haber conquistado la Gran Bretaña (o al menos una parte de ella, porque jamás pudieron dominar a los feroces pictos escoceses).

Lo especial en aquella batalla entre los dirigidos por César y los británicos fue que los guerreros de ambos bandos exhibían a la intemperie y a los golpes enemigos sus viriles rodillas

Desde entonces, cuando Inglaterra aún no pensaba despertar como nación en la mañana de los tiempos, la Gran Bretaña fue una tierra en la que las mujeres de casi todos los grupos étnicos escondían sus rodillas. En contraste los hombres, como muestra de su vigor, aun en el crudo invierno las dejaban ver.

Los rudos y paganos caledonios de las tierras altas o Highlands del norte de Escocia, vestían en la paz y en la guerra las antecesoras de esas faldas de lana plegadas que el folklore ha conservado hasta nuestros días. Se llaman ‘Kilts’ (del danés ‘kilte’ que significa ‘arroparse’), llegan hasta la rodilla y están tejidas en un motivo que presenta cuadros de varios colores, de los cuales cada clan tenía su diseño particular.

La gran ironía es que las faldas a cuadros ‘escoceses’, que visten en sus uniformes las señoritas en todos los colegios del mundo al estilo occidental, tienen su origen en ese kilt, masculino y guerrero, de los clanes escoceses.

Hay que recordar que el clan escocés era un grupo de familias cuyos jefes descendían de un antepasado común, y que la palabra ‘clan’ deriva en últimas del latín ‘planta’ que significa retoño tierno del árbol (Lo cual sugiere una interesante relación entre los vegetales y la cultura. Pero esa es otra historia).

Con la misma tela, denominada tartán, de lana tejida con bandas de diferentes colores y anchos que se cruzan en ángulos rectos, se confeccionaban los ‘plaids’ (‘mantas’ en idioma gaélico-escocés) que los caballeros de esos clanes de las Highlands llevaban sobre el hombro izquierdo. Y de allí surgen todas las bufandas y cobijas ‘escocesas’ que abrigan al mundo.

Empero no sólo los escoceses amaban las faldas y el mostrar las rodillas, también los britanos lo hacían. Por eso en Gran Bretaña, aunque los cánones mundiales de la moda indicaran otra cosa, la adopción de los pantalones largos que viste el hombre moderno fue lenta. Incluso en tiempos de las armaduras numerosos británicos prescindieron en batalla de la ‘poleyn’ o cobertura metálica para la rodilla. Muchos regimientos usaban los ‘trews’ o pantalones cortos ceñidos de tartán, que dejaban ver la rodilla, y aun actualmente numerosos de los uniformes estudiantiles masculinos usan pantalones cortos. En los lóbregos y helados días invernales británicos, los patios de juego están salpicados de rodillas descubiertas saturadas de protuberancias y señales y lacerantemente enrojecidas, de ejércitos de jóvenes que portan pantalones cortos de variados tonos con calcetines largos.

La prudencia recomendaría que se abrigaran a pesar de ello la prudencia le importa poco al orgullo nacional británico.

Y es que, auténticamente, para los pueblos de la Gran Bretaña exponer las rodillas siempre ha insinuado tenacidad masculina: además de evocar los atavíos castrenses de los primitivos britanos, y escoceses, estas articulaciones también se asocian con el gran linaje de exploradores, y forjadores del Imperio que siglo tras siglo dieron renombre a la isla. Ocultarlas evidenciaría el agotamiento del carácter nacional.

De la Gran Bretaña partieron a recorrer junglas, nieves y desiertos, con la rodilla desnuda hasta donde el clima lo permitiera, entre otros muchos exploradores, ingleses, como: Sir Francis Drake (1540-1596) el famoso corsario que dio la vuelta al mundo, Sir Walter Raleigh (1552-1618) el legendario favorito de la reina Isabel, James Cook (1728-1779) marino explorador de Australia y Nueva Caledonia asesinado en una riña con nativos hawaianos, Cecil Rhodes (1853- 1902), multimillonario a los diez y nueve años por la explotación de diamantes, quien consolidó el dominio británico en el sur africano, y probablemente el hombre blanco más importante en la historia del África; o el tristemente capitán Roberto Falcon Scott (1862-1912) que junto con sus compañeros murió en los hielos de la Antártida cuando regresaba de su expedición al Polo Sur. Escocia no se quedó atrás en esta gesta a la que aportó por nombrar algunos a: Mungo Park (1771-1806), médico y explorador, que navegó los ríos Gambia y Níger pese a la ferocidad de los nativos, y David Livingstone (1813-1873) asimismo médico y misionero quien exploró el interior de África.

Claro que el arte británico de mostrar rodillas no acaba allí, porque asimismo el deporte que más las usa nació en la isla: la invención del fútbol contemporáneo pertenece sin dejar dudas a Inglaterra. Según parece, además de faldas, las legiones romanas llevaron a Gran Bretaña el pasatiempo de la pelota que se adaptó a los usos locales y se practicó durante todo el Medioevo.

En el siglo XIV se declaró ilegal jugar pelota, pues generaba que los muchachos desatendieran su entrenamiento en el deporte del tiro con arco que era el único que importaba a la corona, por cuanto facilitaba escoger magníficos militares. Pero el fútbol, o mejor sus antecesores, continuaba practicándose una vez las órdenes restrictivas disminuían su severidad. Por siglos, no obstante, el balompié fue apenas una diversión plebeya que sólo entretenía a las clases bajas.

Más adelante, ya entrando el siglo XIX, comenzaron a encariñarse con el espectáculo de los balones y las patadas los muchachos de las más elegantes familias londinenses. En 1863 se fundó en Londres la Football Association para sistematizar los encuentros y consolidar las formalidades del juego. Éstas pese a la codificación, eran harto ásperas pues toleraban que los miembros de un equipo patearan a los del contrario, así como las embestidas, las zancadillas y el agarrar la bola con las manos. Era extraño el lance en el que no finalizaban algunas muñecas o tobillos maltrechos.

Paso a paso (¿o acaso patada a patada?) fueron modernizándose las normas. Hasta que los equipos que no quisieron aceptar la suavidad de las últimas modificaciones se desligaron de la Asociación y continuaron practicando el deporte duro del viejo estilo con puntapiés y otros roces permitidos. El más prestigioso de esos equipos disidentes provenía de la ciudad de Rugby, ubicada sobre el río Avon en el condado céntrico de Warwickshire, y llegó a acreditar su modo de practicar el juego como un deporte aparte al que dio su nombre y hasta hoy se practica en el mundo.

Después vinieron las Olimpiadas y los Campeonatos Mundiales, las Copas Europeas y los Torneos de Clubes nacionales e internacionales, la FIFA y las entidades continentales, y el fútbol se convirtió en la distracción más multitudinaria que ha conocido la historia. Y desde entonces, perpetuamente con la rodilla desnuda, centenares de futbolistas de la isla como Archie Gemill, Bobby Charlton, Bobby Moore, Gary Lineker, Ian Rush y Kevin Keegan redactan a patadas la memorable empresa del balompié británico.

Eso sin nombrar la amistosa invasión británica al mundo que hicieran los vigorosos Boy Scouts, fundados en 1902 por el barón Robert Stephenson Smyth Baden-Powell (1857-1941), quienes (obviamente en pantalón corto y con la rodilla destapada) llevaron el escultismo —o doctrina scout de la autoconfianza y el servicio a los demás— a adolescentes de todas las latitudes.

Asimismo muchas estrellas del rock británico y otros ritmos musicales modernos, entre las cuales bastará sólo con nombrar al fallecido Freddie Mercury (1946-1991), vocalista nacido en Zanzíbar y líder del famoso grupo Queen, han sido amantes de dar conciertos en pantalón corto.

A diferencia de lo que registra esa ilustre historia de rodillas masculinas, su equivalente femenina siempre estuvo guardada, oculta y protegida, bajo las ropas como el recato mandaba; así las cosas no es sorprendente que, como muestra tardía de la emancipación femenina, hacia 1965, la diseñadora Mary Quant, inventara la minifalda en esa misma isla de Gran Bretaña. Un hecho que constituye el último coletazo rebelde de las mujeres contra la pudorosa dictadura a la que la reina Victoria sometió a sus bisabuelas en el siglo XIX. Sin embargo, el esfuerzo por intentar dar a la rodilla femenina británica la arrogante libertad de la que su colega masculina gozaba desde hace siglos, resultó estéril porque casi al mismo tiempo las medias veladas o ‘pantyhoses’ encarcelaron de nuevo la articulación mujeril en una suave jaula de seda y polyester. Y como la rodilla de la mujer permanece encerrada allí desde entonces (salvo en algunas prácticas deportivas), podemos concluir —digan lo que digan Mary Quant y sus seguidores— que los grandes exponentes de rodilla a lo largo de la epopeya humana fueron machos.

Y que ellos, los hombres, han sido, desde la agonía de la prehistoria, los inventores.

Los verdaderos maestros de la minifalda.

E8 Estás perdiendo el pelo, amigo, ensayo

Estás perdiendo el pelo, amigo
Por: Alfredo Gutiérrez Borrero
Escrito originalmente en www.proyectod.com (agosto 15 de 2000)
alftecumseh@gmail.com



Afirmó alguna vez el gran filósofo inglés John Locke que las nuevas opiniones, como las diferencias, son siempre sospechosas y a menudo rechazadas solamente por su condición infrecuente.

Decían diseñadores como el famoso Otl Aicher (exaltado por su mundialmente conocido sistema de pictogramas que, con líneas sencillas representando figuritas humanas, identificó para la historia la actividad de todos los deportes durante y desde los Juegos Olímpicos de Munich hasta nuestros días), que el diseño como actividad iba mucho más allá de crear objetos e imágenes, de manejar los signos y la materialidad y se extendía de la concepción, consecución y puesta en marcha de las capacidades, puntos de vista y actitudes humanas, hasta la forma de plantear el estar y el ser en el mundo.

Y otro renombrado diseñador y escritor, Yves Zimmerman (autor del texto “Del Diseño”. Gustavo Gili 1998) afirma al respecto que quien quiere compenetrarse con el diseño debe repensarlo constantemente, cavilar sobre su naturaleza porque: “En cualquier caso, hace falta menos ruido y más reflexión en torno a nuestra profesión. Reflexionar es distinto que alimentar, en las páginas de los diarios y las pantallas de televisión, la moda en que se ha convertido el diseño. Reflexionar es un trabajo denso, duro y sin lucimiento. Es algo que obviamente no interesa a los promotores del boom del diseño”.


La reflexión es una condición que brilla por su ausencia en todas las actividades humanas: ¿O qué otra cosa sino falta de ella, es lo que hace que, justo el día en que escribo estas letras, un vándalo encapuchado, supuesto estudiante de la Universidad Nacional de Bogotá, mientras protesta por la visita a nuestro país del presidente del “Imperio Norteamericano” asesine volándole la cabeza con una bomba casera a un compatriota suyo, quizá más humilde y hombre del pueblo que él, sólo por ser policía, representar la autoridad e intentar impedir que los de su ralea perturben la vida normal en la ciudad?

¿Por qué sobreviven en nuestro medio concepciones que desde la edad de piedra han debido superarse? ¿Por qué en plena era de la globalización algunos ciegos individuos tratan de clamar por aislar un país del mundo? Hacerle el feo a los estadounidenses y a los europeos sólo por ser tales, ¿No es una actitud tan censurable como la del mismísimo Adolfo Hitler?

En lo que a repensar y replantear las actitudes humanas pocos han sido más grandes para la humanidad que el danés Hans Christian Andersen (1805-1875), y como excelso entre sus ejemplos traigamos a colación la historia de ese Patito Feo: Discriminado por sus congéneres patos por eso que éstos en su juicio irreflexivo estimaban como una severa imperfección, y que al final del relato resulta ser el carácter de un príncipe entre los palmípedos. El patio feo era un aristocrático cisne al que sus detractores, vulgares patos de baja estofa, juzgaban con terrible dureza sin tener siquiera la capacidad de estimar su auténtica belleza.

Y su leyenda muestra cuán vacías y erróneas resultan a menudo las apreciaciones colectivas.

Pues bien, días atrás, mientras aguardaba en la recepción de su oficina a uno de mis camaradas de aventuras de fin de semana, me encontré con otro conocido, que por ventura trabaja en esa misma compañía, el cual examinando mi larga y fina cabellera se quedó mirando mi cabeza y, como si hubiera visto en ella algo repulsivo, me dijo con tono de voz trágico: “Estás perdiendo el pelo, amigo”, a lo que yo repuse (casi avergonzado y sintiéndome presa de alguna enfermedad contagiosa dado el tonillo acusador que él había usado): “¡Pero sí siempre he tenido poco pelo!”. “¿Entonces por qué te lo dejas largo? ¡Deberías cortártelo! Las mamás siempre han dicho que si se deja el pelo largo se cae más”, agregó él despiadadamente. A lo que me quedé preparando muchas posibles réplicas que ya no tuve tiempo de expresar porque la persona a la que estaba esperando a apareció a la puerta e hizo algún comentario y los tres nos fuimos a almorzar. Sin embargo, y aunque sobreviví a ese “ataque” a mi autoestima (más social que otra cosa) me vino, como natural respuesta esta columna.

En principio voy a hablar de la gordura y de la calvicie, expresiones físicas caracterizadas por unos pelos de menos en algunas cabezas y unos kilos de más en algunos cuerpos. Como condiciones humanas éstas son estigmatizadas por el común de la gente, al punto que se hace sentir a quien es gordo o calvo culpable de ser tal: “¿Qué te pasó, cómo te engordaste así?” o “Pero si antes tenías bastante pelo, ¿Cómo lo perdiste?” son interrogaciones que reciben constantemente los obesos y los alopécicos, con una fonación desconsolada que connota lástima de parte de los demás. Y en un tono que indica sobre el rollizo y el pelón la misma reprobación que merece alguien que despilfarra su capital económico con irresponsabilidad.

Pero ¿Quién dijo que el exceso de kilos o la carencia de cabellos son necesariamente enfermedades? Aunque tengo varios amigos calvos —o al menos con poca concentración capilar— ninguno se ha enfermado de calvicie o ha caído a cama por su causa. Asimismo nadie se muere de gordura, aunque claro está el sobrepeso puede conducir a infartos, o complicaciones respiratorias. El punto es que hay en las rutinas humanas una violenta fuerza centrípeta que tiende a homologarlo y a neutralizarlo todo, pues aunque sé que mi amigo no me estaba agrediendo directamente al decirme que no usara el cabello largo, sí hablaba a través de él una cierta reprobación colectiva tradicional que dice que alguien con poco pelo no puede usarlo largo, de la misa forma que un gordo no puede mostrar su torso en público so pena de inspirar las burlas ajenas, o una gorda salir a la playa en bikini. ¿Es lícito que se usen la ropa y la apariencia personal como criterios segregacionistas o campos de discriminación? Y aunque la calvicie y la adiposidad fueran enfermedades

¿Acaso son crímenes?

¿Se es culpable de ser gordo o de ser calvo?, ¿Son dichas manifestaciones físicas pecaminosas desde el punto de vista moral o religioso? ¿Deberían los buenos católicos que las posean acudir al confesionario y decir: “Padre me acuso de ser gorda”, o “Me incrimino por ser calvo…”?

¿Deberían?

Calvos eran entre muchos otros: El poeta francés Charles Baudelaire (1821-1867); El literato venezolano Andrés Bello (1781-1865); El príncipe prusiano Otto Bismarck (1815-1898) padre de la nacionalidad alemana; El corso Napoleón I Bonaparte (1769-1821); El filósofo español José Ortega y Gasset (1883-1955); El poeta chileno Pablo Neruda (1904-1973); El compositor ruso Sergei Prokofiev (1891-1953); Julio Cesar el romano (101-44 a. de J. C.); El político mexicano Benito Juárez (1806-1872) y el literato inglés William Shakespeare (1564-1616), quien calvo y todo usaba asimismo cabellos largos.

Y entre los gorditos notables, estarían: El reformador protestante Martín Lutero (1483-1546); Los inmortales compositores alemanes Juan Sebastián Bach (1685-1750) y Jorge Federico Handel (1685-1759); Catalina II “La Grande”, o mejor “la gorda”, emperatriz de Rusia (1729-1796) gran organizadora del Imperio Ruso; la también emperatriz María Teresa de Austria (1717-1780); El Papa reformador Juan XXIII (1881-1963); El gran estadista británico Winston Churchill (1874-1965); La reina emperatriz Británica Victoria I (1819-1901); y por supuesto las figuras de Buda y Papá Noel (o Santa Claus), tal como las retrata la tradición. Y obsérvese que todos eso gorditos vivieron vidas que superaron los sesenta años.

Espero que con tantas emperatrices y celebridades gordas en la lista, algunos reconsideren su tendencia a acomplejarse por sus kilos de más, y se enorgullezcan un poco de contar con tanto peso en la realeza.

De paso anotaré que soy zurdo, o “siniestro”, y en otro tiempo no muy lejano cuando tal condición recibía el mismo trato denigrante y discriminatorio que la gordura y la calvicie eso me habría acarreado también censura y limitación.

A riesgo de usurpar atribuciones a los expertos en ciencias de la salud y la estética, agregaré que tanto: 1. La calvicie: Ausencia definitiva, o deficiencia irremediable del cabello por atrofia de los bulbos pilosos (debida a vejez, pitiriasis o caspa excesiva, o seborrea crónica por segregación de grasa), como 2. La obesidad o trastorno nutricional que genera un sobrepeso al individuo algo superior al normal para su talla (por exceso de alimentación, falta de ejercicio o trastornos hormonales diversos), son sólo peculiaridades que no hacen a nadie ni peor ni mejor, ni obligan a quienes las poseen a comportarse de alguna manera en especial (si bien presumo que algunos obesos tienen, en virtud de sus hábitos ‘devóralo-todo’, mayor conexión con su rolliza condición que la mayoría de los pelones). Lo que sí es patético es sentirse un delincuente estético por ellas y enmascararlas, como el calvo que usa bisoñé para aparecer ‘bien’, o se deja crecer un par de kilométricos mechones que pega con gomina a su cráneo desnudo, o la gorda que se faja para aparentar ‘esbeltez’. Dichas conductas apocadas son instigadas por la oleada de publicidad que perpetúa los más estúpidos y discriminatorios convencionalismos en aras de aumentar las ventas de una serie de inútiles menjurjes cosméticos y de popularizar costosos tratamientos médicos (innecesarios la mayoría de las veces), sin que —en la abrumadora generalidad de los casos— se modifique en lo más mínimo la verdadera causa del supuesto padecimiento que quieren solucionar:


Una tendencia genética indeleble.

A veces es menester perder o ganar algo para progresar: El renacuajo pierde la cola y las agallas para convertirse en sapo o rana adulta y conquistar la superficie; Y la oruga tiene que abandonar el lastre del capullo para transformarse en mariposa; El barroco y el rococó como estilos arquitectónicos tuvieron que perder los detalles exagerados y fútiles para evolucionar hacia la arquitectura contemporánea. La metamorfosis de un estilo artístico para convertirse en otro, presumiblemente superior la mayoría de las veces, con frecuencia se da cuando el nuevo estilo se despoja o prescinde de los impedimentos del anterior.

Convendría recordar que las tendencias cambian y —mientras en una época los calvos como Fu-Manchú y Lex Lutor, quizá en tanto ecos de prejuicios generalizados dentro de las mentes de sus creadores, eran los villanos de los cuentos de aventuras— hoy, un calvo, Jean Luc Picard es el capitán más celebre en todas las series de Star-Trek, (Viaje a las estrellas), mientras otro, más calvo aún, Charles Xavier es el jefe absoluto de los X-Men, famosos paladines de la Marvel Comics.

Si la propia teoría de la evolución es cierta, es muy probable que en un momento dado los peludos hombres de Neandertal interrogaran burlones con inquietudes surgidas de sus pequeños cerebros a los lampiños hombres de Cromagnon. Quizá en sus mofas dijeron cosas como: ¿Qué le paso a tu cuerpo, a qué horas perdiste el pelo? Deberías cubrir más ese imberbe cuerpo ¿Por qué no te arropas? (Y el Cromagnon, tal vez avergonzado, inventó el vestido)… O, bien pudo decir de igual modo el Neandertal a su colega Cromagnon: ¿Qué le sucedió a tus mandíbulas prominentes y a tu pequeño cráneo? ¿Acaso empujaste tu quijada al interior de tu cabeza y eso te agrandó el cerebro? (Y entonces, asumimos, el hombre de Cromagnon utilizando su superior capacidad, y sus centímetros extra de masa encefálica, se quedó meditando una respuesta, y comenzó a escribir la historia para responderle al hombre de Neandertal, pero para cuando iba con su redacción por los primeros capítulos del relato, su primo Neandertal ya se había extinto…).

Por eso es adecuado rematar este escrito con unas palabras de Luther Burbank (1849-1926), célebre horticultor y criador de plantas estadounidense: “Es bueno para la gente que piensa, asear de vez en cuando sus mentes para mantenerlas limpias. Y para aquellos que no piensan, eso es conveniente al menos para ordenar sus prejuicios de vez en cuando”.

Así que amigos, calvos, gordos, zurdos, negros, homosexuales y demás diferentes minorías discriminadas del mundo, nunca tengan miedo de asumirse como cisnes y perder el pelo y jamás, bajo ninguna circunstancia (pero siempre, claro, dentro de lo que el respeto hacia el prójimo señala) permitan que los ‘patos’ “normales” los hagan sentir culpables por ello.

Reacuérdenlo: somos cisnes.