viernes, septiembre 23, 2005

E21: Bogotá 2150

(*) Publicado a petición de ciertos queridos amigos con correcciones a algunos errorcillos científicos y de fechas (pero con la persistencia de otros concernientes a la física de las rotaciones en las que me confieso un palurdo). AGB 23 de septiembre de 2005


El Helicoide y otras maravillas bogotanas del siglo XXII

Situémonos en la ciudad de Bogotá, el miércoles 11 de noviembre del año 2150, y tratemos de imaginar algo del panorama urbano (¿cómo sé que será miércoles?, bien, hay muchos sitios en Internet donde es posible descargar calendarios con programas especiales para calcular el día en que cae cualquier fecha de cualquier año; uno de ellos —el que usé para este cómputo— fue diseñado en el año 2002, en la ciudad de Medellín, por el doctor Miguel Arcila Montoya). Al vislumbrar el escenario de la capital colombiana en ese entonces ulterior, hay una pregunta que de inmediato ondula en la imaginación como volátil gusano... ¿Será posible? ¿Podemos desde nuestra ‘primitiva’ comprensión de individuos del pasado entrever con algún grado de acierto las características de la urbe del porvenir?

La respuesta es bífida: por una parte nos asiste (o eso pensamos) una familiaridad con los avances de la cual carecieron las generaciones pasadas; y por la otra, nuestro grado de aproximación perennemente englobará una dolorosa pequeñez.

En tiempos de Faxor, mi chozno

A este respecto toda labor de adelantamiento, es por fuerza inexacta; aun cuando poseamos alta certeza del curso a seguir en los procesos y progresos tecnológicos, hemos de valorar cambios en aspectos tan sencillos como el habla. Así, es probable que dentro de siglo y medio, numerosos padres acostumbren bautizar a sus hijos con singulares nombres (que o bien son ahora impopulares u hoy son inexistentes); lo cual puede constatarse mediante una comparación temporal retrógrada si se estudia la nomenclatura ancestral... Sin ir más lejos, Timoteo, Pantaleón y Anacleto fueron los apelativos correspondientes de mi bisabuelo, de mi tatarabuelo y del tatarabuelo de mi padre; así que quizá mi bisnieto, mi tataranieto y mi chozno (como se designa al cuarto nieto), sean llamados Derdal, Abussam y Faxor... Gutiérrez si el entronque paternal se mantiene, o porten más exóticos apellidos si su nexo conmigo es por vía de mis hijas.

Además la globalización de las culturas, y el surgimiento de nuevos términos y verbos, por obra y gracia de la incorporación a la rutina de numerosos dispositivos automáticos, podrían ser apenas dos entre innumerables aspectos que explicarían los cambios, tanto en la nominación de mi eventual descendencia como del propio lenguaje de los bogotanos del siglo XXII.

Pero estamos en 2150...

Las autoridades y gentes de la ciudad (primero gracias a rigurosos esfuerzos demográficos, más adelante debido al constante aumento de la esperanza media de vida y, finalmente, como consecuencia de la multitudinaria emigración a las metrópolis de última concepción) han conseguido disminuir la población que, en algún momento (a finales del siglo XXI), llegó a superar los veintidós millones de personas.

Hoy, el número de los bogotanos apenas rebasa los dieciséis millones.

Hay notorias diferencias entre ésta y nuestra antigua Bogotá del año 2005. Por ejemplo, la condición de capital de Colombia se mantiene (aunque ahora dicho país forma parte de un conglomerado nacional más grande, la Comunidad Andina, cuya capital es Ciudad Exaltación, dentro de las antiguas fronteras de Bolivia). Son visibles desde toda la Sabana los ‘domos’, estructuras plegadizas, muy delgadas y resistentes que sirven, ya como colectores de energía solar, ya como protectores contra las lluvias o las noches demasiado frías. Hay dieciséis de ellos en Bogotá, los más pequeños tienen trescientos metros de diámetro y doscientos de altura, mientras cada uno de los mayores supera los tres kilómetros de diámetro y los seiscientos metros de altura; son tres, y cuando las circunstancias lo ameritan, sirven para recubrir el histórico vecindario de Unicentro, la zona deportiva del parque Simón Bolívar y el exclusivo sector hotelero y residencial de Páramo Claro, ubicado al otro lado del cerro de Monserrate y al que se accede cruzando unos amplios túneles.

Las calles sin ruedas

Los automóviles que antaño funcionaron por la combustión de petróleo o gas, fueron sustituidos hace años por vehículos que se mueven mediante electrólisis de agua, o utilizan motores mixtos a energía solar y alcohol para mecerse sobre el suelo; unos sobre chorros de aire y otros a través de una red de magnefalt, material plástico magnetizado, que se extiende por toda la metrópoli y sobre la cual ‘levitan’ los deslizadores a algunos centímetros del suelo por acción de campos magnéticos eléctricamente inducidos.

El 90% de los medios de transporte carece de conductor humano que ha sido reemplazado por pilotos automáticos incansables y virtuales (en realidad programas de software, más que robots) siempre respetuosos de las normas de tránsito, los pocos capitalinos que aún conducen lo hacen exclusivamente por deporte y en zonas especiales dispuestas a tal fin. El monoflot, lejano sucesor del Transmilenio, y propiedad de la EDESBO (Empresa de deslizadores de Bogotá) es el sistema más rápido y cómodo, incluso se amplifica hasta conectar con ciudades vecinas; sus diferentes trenes ocupan el 85% de la red vial; unos, acarrean pasajeros; y otros, denominados ‘nodrizadores’ llevan acoplados los deslizadores particulares hasta estaciones determinadas en las cuales los ciudadanos desacoplan sus vehículos para seguir itinerarios particulares.

La gente alcanza promedios de vida que llegan a los 120 años (en los países más avanzados la cifra se extiende incluso hasta los 150). Ahora la gran mayoría de ciudadanos cuenta con una iaper (inteligencia artificial personalizada) que combina el antiguo teléfono celular, el computador y el televisor con el sueño, tan ancestral como infantil, del amigo imaginario. El iaper es un sistema individualizado, un “otro yo”, que se encarga de verificar todos los protocolos automáticos y los trabajos más simples de cada individuo.

El contexto existencial

La nanotecnología, presente en infinidad de aspectos del día a día, permite que las personas usen un único traje, cuyos átomos se reacomodan según códigos comerciales de software de modas, para transformarse en variadas indumentarias. Algunos trajes son desechables (para lucirlos sólo una vez) y otros, algo más costosos, pasan a formar parte con carácter definitivo del disco duro del auxiliar iaper de cada quien. Los bebés ya no usan pañales, porque ‘trajes niñera’, similares al ajuar de cada uno, se encargan de sintetizar y transformar en agua y compuestos inodoros los desechos orgánicos; y disponen de ellos cuando el niño va a la cama

Aunque la pobreza persiste, es mucho menor que la de finales del siglo XX, debido a la invariable tendencia decreciente en los precios de todo tipo de objetos sofisticados. Aún, en las barriadas más humildes son frecuentes los parques desarrollados con toda la tecnología genética del caso. Por doquier se observan movimientos de las grandes ‘corponaciones’, como se conoce a aquellas compañías que se convirtieron en auténticas naciones financieras y trascendieron los límites regionales hasta convertirse en entidades autónomas. La más poderosa de ellas es la Flexor Dundalk (FD) de propiedad de la familia del irlandés Patrick Robert O’Cassey, quien es la versión actual, aunque algo más anciana, del histórico Bill Gates. La FD ha construido varias ciudades ultramodernas para sus millones de ‘empleadanos’ (mezcla de empleado y ciudadano) entre ellas su emporio ejecutivo, ‘Cibernia’, un hermoso globo de fibra de diamante (obtenida de la modificación de las moléculas de carbono) que flota en el océano Atlántico anclado en un punto intermedio entre las islas Azores y la ciudad de Nueva York.

Precisamente una de esas corponaciones, la Minguo, de propiedad de potentados orientales casi en su integridad, tiene a cargo con la administración distrital el proyecto ‘naturópolis’, gracias al cual arboledas de especies nativas, de crecimiento apresurado y mejoradas por la aplicación de abonos aceleradores, cubren de flores y surten de exquisitos frutos de uso público gran parte de la capital, convertida así en una espaciosa y silenciosa urbe silvestre.

La obra maestra de Mitnik

Dentro del urbanismo bogotano, se destacan los varios trabajos del arquitecto colombo-argentino José Agustín Mitnik (2032-2140), y en especial el Helicoide que por estos días celebra el aniversario número treinta de su inauguración: un complejo administrativo, social y universitario que se ha transformado en el sitio más visitado de la ciudad, y sin duda en una de las maravillas del mundo. El Helicoide, surge como fruto de la combinación del saber arquitectónico milenario con los últimos avances en nanotecnología de materiales de construcción y energía de fusión nuclear controlada, pues es un pequeño reactor el que regula sus movimientos.

El imponente edificio, está ubicado en el Paceco (gran Parque Central Comunitario), emplazado en la vieja esquina de la avenida Primera sur con Carrera séptima. El rotor central es un edificio circular y giratorio de trescientos metros de alto y sesenta metros de diámetro (ochenta en el anillo de la base); por dicho componente medular se ingresa a todo el Helicoide y a las dos ‘aspas’. Las aspas, asimismo giratorias, son dos edificaciones cilíndricas suspendidas que ‘flotan’ a más de cincuenta metros del piso, cada una de cuarenta metros de diámetro y de doscientos de longitud. Dispuestas en oposición diametral en torno del rotor central están unidas a éste por el ‘eje’, un ingenio transversal de treinta metros de diámetro y ciento ochenta metros de largo que aloja el servomecanismo principal que soporta la triple construcción y cruza el rotor central a ciento cincuenta metros de altura.

Debido a la oposición de las aspas y a su desplazamiento sobre el eje central, el conjunto en su totalidad se asemeja a un gigantesco ringlete, y aquí la comparación trasciende lo formal y se traduce en una realidad funcional, por el triple giro del conjunto. El primero es el del rotor central que cubre una revolución completa de 360 grados en el sentido de las manecillas del reloj (contempladas desde el cielo) cada veinticuatro horas (a las seis de la mañana la portada del Helicoide da hacia el cerro de Guadalupe; a las doce del día se ha desplazado noventa grados y da hacia el boquerón de Chipaque y a la deslipista que parte hacia la ciudad de Villavicencio; a las seis de la tarde —tras recorrer noventa grados más—, la fachada mira hacia el occidente y en el sentido de la deslipista que sale hacia la vecina localidad de Melgar; y, en las imponentes medianoches, la estructura ha virado 270 grados desde su punto de partida hasta plantar cara a la plaza de Bolívar; finalmente en horas de madrugada vuelve a la posición en que la ciudad la encuentra cada mañana).

El laberinto giratorio

Las aspas laterales, por su parte dan también un giro de 360 grados cada veinticuatro horas, pero no en sentido de la horizontal como el rotor central sino en sentido de la vertical (algo imposible en el 2003, pero viable entonces gracias a materiales livianos y nanoensamblados flexibles y neumáticos diez veces más resistentes que el acero del siglo XX y veinte veces más livianos y moldeables), son esas moles de miles de toneladas las que representan lo más espectacular del genio de Mitnik, y las que revelan al Helicoide como la estructura más destacada en la historia arquitectónica de Bogotá.

En su trayecto siguen, en lo que a acomodación se ocupa, el principio de la antigua rueda panorámica o de Chicago: esto hace que, si bien una serie de estructuras internas cambia constantemente, la planimetría de las aulas, oficinas y demás espacios interiores permanezca invariable como la de las canastillas en una vieja rueda de feria. A las seis de la mañana, cuando la fachada principal del Helicoide saluda al cerro de Guadalupe, ambas aspas están en posición paralela a la vertical del edificio, pero, poco a poco, y al tiempo que el rotor central desplaza todo el conjunto hacia el sur, el aspa de la derecha de la puerta comienza a inclinarse hacia los cerros orientales, y la de la izquierda a alejarse de ellos, así, tanto a las doce del día, como a las doce de la noche ambas aspas están acostadas y los edificios asumen posición horizontal, de modo que los habitáculos que antes estaban en sesenta pisos, están ahora sólo en dos... si se capta la idea de la rotación inversa de ambas aspas se advertirá que quien estaba en el piso primero del aspa derecha a las seis de la mañana estará en el piso sesenta a las seis de la tarde. “Es fascinante, entras subiendo o sales bajando, o tienes que recorrer un gran corredor levemente inclinado hasta los ascensores”, tales son las declaraciones de los miles de turistas que lo visitan a diario.

Por supuesto a las nueve (de la mañana y de la noche) y a las tres (de la tarde y de la mañana) cuando los ángulos de cada aspa, o torre giratoria, han transitado 45, 135, 225 y 315 grados desde sus estados iniciales, las aspas hacen lucir al Helicoide como una monumental letra equis sobrepuesta al rotor central, lo cual unido a una iluminación que varía con exuberancia le brinda un aire casi sobrenatural a Bogotá.

Dicen los sociólogos y psicólogos que las personas que trabajan y estudian en el Helicoide están entre los seres humanos con mayor apertura mental en el planeta tierra (y prueba de ello es la estirpe de inmensos profesionales egresados de las varias universidades con sede en la construcción), el portento es debido, sin duda, a la diversidad paisajística y espacial que se experimenta desde su interior en un lapso de veinticuatro horas.

Un embudo subterráneo en el que se hayan empotrados tanto el reactor nuclear como infinidad de niveles de parqueo y servicio, y que gira igual que el exterior, se incrusta casi ciento cincuenta metros en el suelo sabanero. Y hay otra particularidad: el desplazamiento tanto el del aspa derecha, como el de la izquierda, se percibe desde el interior —para quien se encuentre en el rotor central— como en el mismo sentido, mientras desde el exterior es evidente que la derecha se mueve en el sentido del reloj en tanto la segunda lo hace en contra a éste.

Para quien esté confuso con la visualización del Helicoide, tal vez le sea útil la más acertada definición de la construcción hasta la fecha, la cual fue dada por el propio Mitnik el viernes 6 de diciembre de 2120 (día en que el Helicoide se echó a andar) durante la ceremonia de arranque: “Concebí el Helicoide, como un titán humano de 300 metros de altura, que gira eternamente hacia su costado derecho, de modo que su rostro retorna cada mañana a las seis a saludar los cerros tutelares de Bogotá, Monserrate y Guadalupe; el eje medio, horizontal hace las veces de sus clavículas; y el rotor central de la torre principal es su columna vertebral, en último lugar las aspas simbolizan el movimiento de sus brazos, el derecho proyectándose siempre hacia delante en un circulo de veinticuatro horas y el izquierdo simultáneamente haciendo lo propio hacia atrás...”. Si aún no logra comprenderlo es posible hacer dos cosas pídale a su iaper que proyecte un holograma del Helicoide o, mejor aún, haga reservaciones en el próximo paquete turístico a Bogotá, el distrito de Páramo Claro lo espera (hay disponibilidad hotelera todo el año, aunque es más costoso en temporada alta).

¿Alucinación?

Aunque en este ensayo, se me quedan en el disco duro, un heterogéneo surtido de características de la Bogotá del año 2150, tales como la descripción del transporte aéreo, y de los distritos satélites de Chíamor y Tenjo Nuevo, o la vida en las colonias de inmigrantes chinos o nigerianos que se ubican en el lindero del descontaminado río Bogotá, consigno que es probable que me haya quedado corto en los alcances de mi prospección, ello porque al cotejar la anticipación del futuro con el futuro verídico (cuando éste llega realmente sin duda naufraga todo cálculo). En principio debido a que quien especula —en este caso yo—, lo hace sin conseguir abarcar jamás en su pesquisa todo el espectro de tecnologías en curso de comparecer.

Ahora bien, tanto Mitnik y su obra, el Helicoide, como los iapers, los domos y las deslipistas, hacen parte de un proyecto novelístico que adelanto en el momento y cuya acción transcurre en el marco de una concepción algo optimista del mañana bogotano, la cual creo viable en grado sumo.

Los escépticos, siempre podrán recurrir como ya dije a la comparación retrógrada, que ya empleé en el asunto de los nombres, y reitero ahora con el parangón entre tres ambientes...

Ambiente número 1: Bogotá, lunes 11 de noviembre de 1850, ¿o acaso se llama todavía Santa Fe de Bogotá?, la flamante capital de la Nueva Granada, es un atrasado pueblecillo de 45000 habitantes en el cual tiene asiento el gobierno del presidente José Hilario López (dentro de un año ordenará el fin de la esclavitud); no hay alcalde sino jefe político (José María Maldonado); hace apenas ocho años se tomó la primera fotografía (el daguerrotipo de la Calle del Observatorio por Jean Louis Gros en 1842); faltan 15 años para que establezcan la primera línea telegráfica (1865); y 31 años para que instalen la primera línea telefónica (21 de septiembre de 1881); la ciudad no dispone de alumbrado público, ni siquiera con velas de sebo, en contraste Londres, por ejemplo, cuenta con iluminación a gas desde 1807 (Bogotá sólo la tendrá en 1871); la luz eléctrica tardará cuatro décadas en aparecer (1890), y el alcantarillado subterráneo demorará más de veinte años (1872); la tubería de hierro para el acueducto sólo aparecerá en 1888; el viaje hasta el puerto de Barranquilla toma alrededor de dos meses, y el recorrido hasta el puerto de Honda sobre el río Magdalena tres días; escasamente se va a emprender la pavimentación con piedra del camino a Facatativá; no hay cuerpo de bomberos, ni de policía establecido; la inauguración de la primera línea de tren (el “Ferrocarril de la Sabana” entre Bogotá y Facatativa) demorará hasta 1889; y el primer automóvil —un Cadillac que importó Ernesto Duperly— arribará únicamente hasta el lejano año 1903 (en el 2003 se celebró el centenario del automóvil en la capital)... y en la labor manufacturera local ni siquiera se utiliza la máquina de vapor que mueve las fuerzas industriales en el mundo desarrollado hace ¡tres décadas!

Ambiente número 2: Bogotá, 2005, la abrumadora ciudad en que vivimos ¡180 veces más poblada!, con vuelos internacionales, y millones de autos, teléfonos, computadores, ventajas y problemas.

Ambiente número 3: Bogotá, 2150... si tenemos en cuenta que el ascenso tecnológico de la humanidad siempre ha consistido en la construcción de una generación de herramientas nuevas para elaborar con ellas otra generación de elementos más sofisticados; entonces, sin que se necesite ser mago (para advertir que en los siguientes 150 años este proceso será mucho más acelerado que en los 150 anteriores) la tentación de aventurar conclusiones nos embarga.

Y es irresistible.

domingo, septiembre 11, 2005

E20 ¿Es Colombia cómo Proexport la pinta?

Colombia Marca-País:
Entre pasión y presión


¿Es una remolacha? ¿Un músculo cardiaco hipertrofiado? ¿El trasero de Marilyn Monroe contoneándose? ¿La abstracción comunista (y consumista) del conejo de pascua? ¡No! Es la realización del ‘experto’ (si lo declara alguna desconocida fuente póngale la firma) David Lightle…

Y lo que quiera que implique (todo menos identidad local) Proexport acaba de embutírnoslo a manera de insignia comercial colombiana. Tan evidente como la especie zoológica en la que se matricula Tribilín, la recién publicada Marca-País promueve una genuina polémica, y aunque todavía debo decidir qué encuentro menos autóctono en ella (si el solitario signo de interrogación anglicado que acompaña la frase, “es pasión!”, el ambiguo concepto de pasión como tal, o el taurino gráfico alegórico del ‘desangrado’ corazón de Jesús), me uno sin titubear a sus malquerientes.

Digan lo que digan en Proexport (donde cuando se averigua al respecto, “copiapegan”, a falta de contestación personalizada, un mensaje electrónico multiuso con gratitudes artificiales e información preelaborada en el sitio Web) es un burlesco despropósito una Marca-País made in USA. Empalaga que el distintivo o señal de fabricante que portarán los productos de nuestra industria, lleve por emblema lo que a una camarilla de ilustrados creativos les apetece.

Nuestra era de lugares comunes y encuestas amañadas ha visto cómo se populariza hasta lo absurdo el blindaje competitivo (insólito padecimiento psíquico que induce a los infectados por el virus del aparentar a emplear cada dos segundos en su charla las palabras “blindaje” y “competitividad” para sentirse chic); tal condición amenaza hacer naufragar la sociedad en un mar de charlatanería tornándonos cada vez más incompetentes y menos amigables. En consecuencia, incumbe a quienes disentimos hacerlo categóricamente, sin vehemencias ni circunloquios. Basta de ya de dejarnos convertir en minúsculas unidades de una ficha técnica, o en infinitésimas fracciones del PIB. Todo esta estratagema de la Marca-País, a despecho de sus nobles miras, exhala propaganda furtiva; bien porque la imagen propuesta remite subliminalmente al soporte gráfico de un eventual partido político (por algún desquiciado impulso cada vez que evoco su eslogan satélite “Colombia es pasión¡”, repiquetea en mi bóveda craneana el estribillo: “¡Todos con la reelección¡” e incluso, si examino en detalle el motivo, entreveo dos letras U superpuestas); bien porque encrespa la cuestión esa del focus group (del cual partió el proyecto) integrado por 400 colombianos, quienes durante un año de ahínco, apuntalaron la condensación del sentir nacional en estructura bidimensional. Curioseemos, mmm… si somos 44 millones de retoños de la patria, las impresiones de cada uno de los 400 sondeados englobó las de 110.000 (¡ciento diez mil!) compatriotas (por aquello de 44 millones dividido entre 400); ah, y el suceso resulta más seductor si además rememoramos, para obtener una evaluación panorámica, que a estos grupos de investigación previos al diseño final también confluyó la colosal multitud, el gentío, de 150 —léase bien—, ¡ciento cincuenta!, consumados intérpretes extranjeros, idóneos custodios de las valoraciones que acerca de Colombia y de los colombianos tienen los demás seis mil millones de terrícolas que ocupan el planeta. Lo cual corresponde a afirmar —con fiabilidad estadística cercana al ciento por ciento argüirán en Proexport— que el veredicto de cada uno de esos 150 omnisapientes esclarecidos foráneos sintetizó el de 40 millones de personas (según se infiere de repartir seis mil millones de humanos entre 150 encuestados).

Quien desee soltar una incrédula risilla hágalo con confianza.

Cuenta por ahí el saber popular que sobrevenido el funeral solo los ajenos a la familia se refieren imparcialmente al difunto, lo cual menciono porque sin favor público las encuestas se vuelven impuestas, la estadísticas, ‘estafísticas’ y las consultas, no consultan pero sí insultan. Por desgracia, desde fines del siglo anterior, he verificado a menudo cómo, en las aulas universitarias y en el entorno profesional, muchos diseñadores (no solo los que secundaron a Proexport) soslayan el sentimiento popular, y olvidan que su oficio es armónico únicamente cuando fabrica puentes entre la utilidad que fragua la ingeniería y la belleza que engendra el arte. Muchos talentosos pensadores (la mayoría no diseñadores, verbigracia Donald Norman) reprochan a los diseñadores por descuidar en sus creaciones el aporte emotivo a la colectividad, y abstenerse de conferir al producto eso que ellos llaman efecto “oso de peluche” (y yo “factor zapatos viejos”: entre más los calzo, más me encariñan y menos quiero deshacerme de ellos), mismo del cual carece superlativamente, por supuesto, la imagen que soporta la estrategia de Marca País. Sobra agregar que cuando tal sentido social falta, el accionar del oficio deviene —ahí sí cabe la denominación— en dogmatismo, sectario y pasional, más desgreño que diseño orientado a crear adefesios para unos usuarios supuestos que sólo existen en mentes encharcadas de solipsismo y soberbia.

Así, la privación de consenso hace del trabajo de David Lightle no un logosímbolo, y ni siquiera un loco-símbolo, sino si acaso un ogro-símbolo, cuando no un ogro-chímbolo; empero, aclaro, lejos de mí mofarme de la pureza de la línea o del manejo cromático del resultado alcanzado por Lightle (¿una eminencia en “colombianología”?) con el concurso de célebres maestros colombianos envueltos en el proceso creativo, pues tales virtudes las tiene de seguro. Lo que extraño es algún referente a las selvas, a los mares, a las flores, al altiplano, a la provincia antioqueña, al llano o las costas, algo, en fin, que produzca maripositas, o aves, o arco iris gástricos y cuya concepción final debería haber sido, a fe mía, mucho (pero muchísimo) más dialogada.

Planteado lo cual devuelvo el reloj.

A principios de los noventas, cuando desconocía los alcances del diseño, equiparé, como otros muchos incultos, las chupetas tinturadas con las cuales Quico antojaba al Chavo (y que siempre engullía la Chilindrina en las comedias televisivas mexicanas) con la espiral tricolor (amarillo, azul, rojiza) del ya fallecido David Consuegra que a la sazón seleccionara la Corporación Nacional de Turismo como imagen de Colombia ante el extranjero. Hoy, pese a trece años de proximidad docente y editorial con dicha disciplina en sus áreas industrial y gráfica, mantengo tanto mi empecinada opinión como mi blasfemo paralelo de antaño. Simplemente, me es imposible, como colombiano, reconocerme en la citada obra de Consuegra.

O lo era, hasta días atrás cuando Proexport divulgó —en el marco de SU (de ellos, no de todos) estrategia de marca país— la imagen gestada para nuestra nación por el estadounidense David Lightle (redentor gráfico, proclaman sus promotores, de Nueva Zelanda, Taiwán, Tailandia, Australia y otros pueblos sumidos en la indigencia comercial) bajo el concepto de “Colombia es pasión”. Por contraste, ante esta imagen ciega, sorda y muda (según diría Shakira), y totalmente ineficaz en mi criterio para interpretar la esencia colombiana, la espiral de Consuegra se transfiguró de repente en sublime espejo del alma nacional.

Y parece, a juzgar por los más de sesenta comentarios de diseñadores, publicistas y arquitectos (sin sumar ni cuatro positivos) que leí publicados la página Web de la revista proyectodiseño, que somos bastantes quienes experimentamos conmociones similares. El veredicto es abrumador: pese a lo bienintencionado de la estrategia hay descontento y antipatía con la imagen financiada por Proexport. Muchos (y yo el primero) somos quisquillosos con todo aquello que se valga con fines lucrativos de la palabra “Colombia” (si bien es fortuito el que los creadores de las dos imágenes glosadas en estos párrafos lleven David por nombre, bien que el del gringo se pronuncie ‘Deivid’). Y me enerva encontrar el argumento, si cualquier hijo de vecino (como yo) osa abrir la boca para objetar que el asunto está fuera de crítica porque el diseño no es arte. O porque estoy falto de acciones en el negocio. Tamaña desfachatez. Por ventura fuese admisible, si discurriésemos acerca del logosímbolo de una empresa de computaciones, de mensajería internacional o de bizcochos aliñados, pero cuando el asunto involucra la nación que me vio nacer (y presume comunicar al mundo lo que como oriundo de ella anhelo y proyecto, la forma en que me contemplo y deseo ser contemplado) tengo como cualquier ciudadano mi parte en el pastel. ¿O será que quien es diseñador es más colombiano que quien no posee título profesional en la materia? Sin ánimo de esgrimir patrioterías trasnochados, el que un norteamericano nos diga cómo queremos ser vistos provoca rasquiña en los más tolerantes y nauseas en los menos. Además, no hay divinidad privativa del diseño, y que se sepa, el llamado Dios por unos o Ala por otros, no ha comisionado representantes suyos en la Tierra para intermediar entre una eventual teoría estética divina y el común de los mortales. Punto donde subrayo que los diseñadores harían bien en comprender lo que hace tiempo captaron los políticos: que el mundo ha migrado de lo representativo (donde yo delegaba mi pensamiento en otros) a lo participativo (donde si otros se erigen en voceros de mi opinión sólo puede ser con mi contribución directa).

¿Quién les dio derecho a esos fulanos de arrogarse nuestra voz? Y tildarla (la tuya, la mía, la de todos) como “pasión”. Por mero fisgoneo puedes indagar en un diccionario como el de la Real Academia o emplear la herramienta de sinónimos del procesador de textos que corre tu computador para comprobar que ‘pasión’ es un vocablo con infinidad de sinónimos y acepciones. Muy pocos positivos (entusiasmo, efusión, ímpetu, fogosidad, cariño, afecto, amor, apetito, deseo, fervor, interés) y otros muchos, muchísimos, con connotaciones que van desde negativas hasta espantosamente negativas (enardecimiento, apasionamiento, acaloramiento, exaltación, fanatismo, intransigencia, arrebato, violencia, arranque, furor, furia, exasperación, delirio, frenesí, locura, manía, efervescencia, ceguera, paroxismo, preferencia, arbitrariedad, parcialidad, tristeza, abatimiento). ¿Será que Mr. Lightle nos aborrece y quiso caricaturizar en su logosímbolo nuestras lacras nacionales? (ya saben, promiscuidad, masacres, delitos varios, crímenes pasionales, adulterio —por lo de los cachos—, y demás).

Ahora bien, quienes al leer esto consideren mi discernimiento en términos de remolinitos y calaveritas. sin hablar de palabras mayores, pueden serenarse, le doy a la marca país la merced de la duda, es viable que la imagen en cuestión sí revele la esencia nacional, tanto como ‘La virgen de los sicarios’, ‘Perder es cuestión de método’, ‘La primera noche’ y otras brillantes creaciones cinematográficas retratan en modo fidedigno el día a día de cada colombiano ¿verdad?, o con la misma intensidad que Bogotá se asemeja a un pueblo perdido del septentrión mexicano (en el fondo, el dibujillo y su lema se me antojan como fruto del encargo de algún grupúsculo de damas elegantes a su esteticista de cabecera para decorar la fachada de su boutique en algún exclusivo pasaje comercial). Está tan lleno de nuestra (lo-que-signifique-eso) verraquera nativa; ustedes comprenden, el vocablo ese que escrito con v se define en los diccionarios como “lloro con rabia y continuado de los niños” y se deriva de verraco que es el “cerdo padre”, y que deletreado ‘berraquera’ está ausente de los lexicones donde solo asoma en su forma ‘barraquera’ que es otra forma de insinuar verraquera.

Una última cosa, mis verracos (¿cerditos chillones?) conciudadanos, todo el episodio revela que seguimos zambullidos en una sociedad donde los apellidos tradicionales de ancestro hispánico valen poco y los de raigambre exótica se cotizan en mucho. Donde chequera mata opinión y título profesional desplaza cultura ciudadana. Así, siento que vamos hacia la feria del mercado globalizado, emperifollados en ese fastuoso Marca-país (¿o Estigma-país?) acorazonado con en el cual los asesores de imagen transformaron por comisión de Proexport —y con arbitraria labor— a la venerada patria en una mujerzuela que se ofrece al mejor postor, con labios rojos y calzones baratos.

Pero pierdan cuidado, desvarío. Ellos (los que saben) nos aseguran que el bosquejillo robustecerá la imagen de Colombia en el ámbito internacional; ellos (los autorizados) pronostican que el bocetuelo se convertirá en núcleo de la empresa que aglutine a todo el país en torno a un ideal; y asimismo ellos (los acreditados) afirman que esa estampa de una taza de caldo hirviente de tomate nos motivará a todos los colombianos (incluidos los apátridas resentidos, como designarán a quienes nos aventuremos a discrepar) para actuar y unirnos a la solución al problema de la apariencia nacional. Y argumentan también ellos (los de VMA —Visual Marketing Asssociates— firma norteamericana reponsable) que el ogrosímbolo de su hechura explota la asociación directa del público estadounidense entre los colores tropicales y Colombia (¿perpetuando que nos continúen percibiendo como a una república bananera?). Tras lo cual nos preguntamos si habremos estado expuestos a una sobredosis de radiación pre-TLC (¿O es que la favor del público de las otras casi doscientas naciones del globo, que suman el noventa y cinco por ciento de la población mundial era intrascendente?), y, ¡cómo no!, también nos sosegamos porque ellos (los de Proexport) prometen que su proyecto será la madre de todas las invitaciones a la acción (sin importar que numerosos diccionarios especifiquen que ‘pasión’ deriva de ‘pasivo’ como ‘acción’ lo hace de ‘activo’). Es más, como rotunda prueba de la veracidad de sus postulados ellos (los reputados) registran gran receptividad a su millonaria inversión publicitaria, según indica la masiva acogida dispensada, durante las pasadas semanas, por cinco o seis ‘apasionados’ ciudadanos que han empapelado con la bienaventurada imagen de Marca-Colombia las ventanas de sus hogares y automóviles.

Por eso, señores de Proexport debo confesarles algo: jamás preví encontrar en la vida mayor altruismo democrático del que alguna vez mostraron para conmigo Amway, Herbalife, Travel One, y otras humanitarias compañías. Su apasionada presentación efectiva me convenció (razón tiene la Biblia al profetizar que los mansos heredarán la tierra), les deseo suerte en su empeño y agradezco de corazón (¡en serio!) por abrirme los ojos a las enormes posibilidades que plantea vincularme a su versión empresarial de Colombia (momentito, ¿no es ese un concepto del ex presidente Pastrana?), es muy amable su interés en mí bienestar y en el de mi nación. Lastimosamente —y hasta tanto su estrategia excluya a varios millones de compatriotas—, declinaré su ofrecimiento. Por ahora, mi pasión es otra.

¡Y Colombia NO es lo que ustedes pintan!

domingo, septiembre 04, 2005

E19 Desastre ambiental anunciado

¿Agoniza el embalse de Tominé?


Todo organismo puede ser nocivo si las condiciones lo permiten. Probablemente por eso, grandes ecólogos como Margalef y Odum, explicaron la contaminación como: “un recurso que está dónde no debería” (o donde sí debería pero en tal cantidad que causa problemas). Así, en aquellos ecosistemas lacustres equilibrados, una planta como el buchón es inofensiva; sin embargo, cuando las circunstancias propician que dicho vegetal colonice las aguas (según aconteció décadas atrás en la represa del Muña), el citado buchón se transforma en vampiro: un auténtico asesino de estanques. Por ello, conviene atender lo que en estos días ocurre en Tominé donde el buchón gana terreno sin cesar. ¿Se aproxima la muerte de otro cuerpo de agua? ¿Será Tominé un segundo Muña? ¡Averigüen por favor!...

Somos muchos los bogotanos que alguna vez aprovechamos el embalse del Muña como sabroso paraje de veraneo y ocio. De mi infancia, por ejemplo, recuerdo con deleite las ocasiones en que acompañé a mi padre a pescar, o mejor a ver pescar, en sus orillas. Asimismo, guardo en mi memoria ciertas oportunidades en que, junto con un tío en segundo grado, asistí a regatas y otros eventos en uno de los clubes náuticos que a la sazón allí funcionaban. Sol, peces plateados y un espejo de agua cristalino constituyen mis evocaciones infantiles, quizá distorsionadas y magnificadas por la inadecuada capacidad de un niño de seis o menos años para precisar dimensiones en el espacio y el tiempo. Hoy, en pleno año 2005, ya bien crecido y con más de doce años como docente de medio ambiente en una universidad capitalina, me conmueve recordarlo por cuanto una mezcla de desidia y falta de conciencia ecológica hace largo tiempo que tornó aquel idílico paraje en una cloaca a la que si acaso el viajero eventual da una mirada cuando se va o viene de la capital de Colombia por la vía a Fusagasugá, Girardot o Melgar. Dicho vistazo es —en quienes alcanzamos a presenciar el ocaso del Muña en su era dorada— informe mezcolanza de conmiseración y repugnancia, pero sobre todo de horror cuando se piensa que en lugar de recuperar las maravillas ambientales que tal sitio poseía, los tiempos nuevos han sido testigos de la forma en que otros cuerpos de agua cercanas a Bogotá, e importantes para sus habitantes, agonizan en medio de la indiferencia o la impotencia de quienes a bien tenemos advertirlo.

Tal es el caso de Tominé.

Hace un par de meses, algunos amigos y yo visitamos el municipio de Guatavita en Cundinamarca y advertimos horrorizados la forma implacable en que el buchón de agua (Eichornia crassipes) ha invadido el embalse y dificulta ya, paulatinamente, los deportes náuticos y la navegación turística. Unas pocas indagaciones con los vecinos nos bastaron para confirmar que el arrollador crecimiento de dicha maleza flotante comenzó tan solo unos meses atrás (a finales del año 2004, quizá) debido al bombeo a la represa (queda por verse si por particulares o por personal de alguna entidad pública) de aguas negras con alta concentración nutritiva que traían las primeras cepas de la maleza y que en virtud de sus características bioquímicas facilitaban la infestación del embalse por plantas diminutas o matorrales acuáticos nocivos como en efecto sucedió al poco con propio buchón. Todo ello en virtud de cierto proceso bien conocido por los ambientalistas y por ellos denominado “eutrofización”.

Desde entonces, y más con el cometido ético que impone el enseñar a estudiantes universitarios algo de amor por el medio ambiente que con el propósito de sonar alarmista o causar pánico, he intentado notificar infructuosamente a las entidades respectivas (CAR, Acueducto, etcétera) y a los medios de comunicación. En razón de ello esta columna es un llamado de auxilio a quien corresponda por la laguna. Siempre valoré la enseñanza que en uno de sus escritos brindó el columnista del Miami Herald, Leonard Pitts Jr., a sus lectores, cuando puntualizó que a uno las cosas le deben importar aunque sea un comino, y que eso (“comino”, “rábano”, “carajo”, o como se prefiera llamarlo), constituye la diferencia entre los diez mil que vieron algo y no actuaron, y el que (dice Pitts según mi modesta traducción del inglés) movió su trasero y al menos redactó una carta.

Por supuesto, mis observaciones podrían estar sobredimensionadas (que más quisiera yo), pero a la luz de mis modestas nociones ecológicas durante años cultivadas, conjeturo que Tominé ostenta lo que un médico de lagos y lagunas —de existir tal tipo de profesional— bien podría llamar “facies hipocrática”, según titula la ciencia clínica al aspecto característico que presentan generalmente las facciones del enfermo próximo a la agonía. Lo anterior, cualquiera puede confirmarlo si visita el embarcadero de Guatavita la Nueva, pues, (y aunque las montañas de raíces de buchón apiladas en las orillas, dan fe de algunos amigables y valiosos intentos por desembarazar la represa del flagelo) es evidente la dificultad que tienen los botes de recreo para entrar o salir del puerto.

Urge evitar un desastre ecológico como los sufridos por Fúquene —donde residuos de abonos derivados de explotaciones agrícolas favorecieron, de forma más o menos similar a la aquí anunciada para Tominé, la contaminación irreversible de la laguna por otra maleza acuática, en ese caso la elodea (Egeria densa)—, o por el ya citado Muña, antaño paraíso de lancheros y pescadores y hoy transfigurado por el buchón que lo cubre (para desgracia del cercano municipio de Sibaté) en hediondo hervidero de zancudos.

Es preciso actuar pronto. Las autoridades ambientales tienen que remover el buchón del embalse (toneladas de tal materia orgánica pueden servir, por ejemplo, como abono o para cultivar hongos comestibles a escala industrial), y la única forma viable de hacerlo acaso sea tornar lucrativa la labor de extraer la planta del agua (las facultades de Diseño Industrial de Bogotá por ejemplo, podrían colaborar con un concurso que indague sobre los posibles empleos de la fibra de la raíz del buchón para la elaboración de objetos). De lo contrario — ¡y con cuanta alegría reconocería mi equivocación de ser el caso!—, Tominé morirá.

(*) alftecumseh@yahoo.com