miércoles, octubre 05, 2005

Rosario Tijeras in desmemoriam E23

¿Osario quisieras?

Como hiedra el filme de Emilio Maillé te enreda desde que la mujer desangrada ingresa a urgencias en brazos de su compañero. Soberbio. Lacera esa vida vertida sobre las mangas manchadas de una camisa. Acomete como una fiera cuyos colmillos penetran tus entrañas con agónico golpeteo. Fastidioso. Enervante, empero sublime y sorprendente de lo puro predecible. Sabes qué vendrá, ¡figura tanto en los noticieros! Oteas la discoteca, la atmósfera hiede a regüeldos alcohólicos, a labial chorreado, a sudor, tabaco y blanca; sacraliza el estigma que comporta ante el planeta ser latino y colombiano. Dante susurra en el claroscuro. Entreves enhiesta la herramienta de la parca. La tijera. “Por mí se va a la ciudad del llanto...”, ella se muere, se murió o morirá. Sexo. Todavía estás a tiempo de pararte de la silla y huir, de eludir la irrealidad. No tienes por qué dejar que la guadaña te seduzca, ni permitir que te acaricie esa obsesión demoledora. Motivo amargo. Ímpetu demoledor que avasalla subversivamente mentes enfermas, adinerados descarriados, menesterosos desterrados... “por mí se va al eterno dolor...”. Pero te quedas. Dejá de tontear, maricón puritano. Viniste a cebarte en morbo... “por mí se va hacia la raza condenada”... Y sobrellevarás la pesadilla... “la justicia animó a mi sublime arquitecto”. Vesania que anega el telón hecho universo paralelo. Manolo Cardona —cuyo rostro tan a menudo ves en tele— deja de ser quien. Transmigra. Es un huero despistado y seductor de los 80’s: Emilio, cómo el de Rousseau, como Maillé... “¡Oh vosotros que entráis abandonad toda esperanza!” El cuervo de Poe. Nunca más. Lago macabro y sórdido que mora en mí, encrespa olas que taconean al compás de tus caderas entregadas a los capos y abusadas por ellos. Afuera del multiplex algunos miserables dormitan bajo periódicos. La porquería es auténtica. Inhala, esto o aquello. Latidos cardiacos anhelantes. Tos congestionada. Sueños incumplidos. Y el martilleo de manos rugosas encumbrando infortunios sobre las faldas tutelares del Valle de Aburrá. Favelas. Tugurios. Chabolas, El Alto, el Callao, Soacha. Colonias de parias en la urbe global. Unax Ugalde es un antioqueñito cándido: Antonio; un Sancho Panza de pacotilla que aspira nieve a la saga de su Emilio. Constatas a Unamuno, el dolor inspira vidas y sustenta perso­nalidades. El sufrimiento sabe a prójimo. Y a todos nos compenetra el padecimiento. El afán venoso que a nuestros cuerpos disgregados mueve. Ella está en las últimas. En la disco el asunto es más que erótico. Neurótico. Te sumerges entre sirenas rabiosas sentenciadas a danzas malditas. Hembrotas, apetitosas y repugnantes de lo codiciadas entre quienes descuella, punzante de lo rica, otra Flora Martínez que no es ella, sino la prosa de Jorge Franco rediviva por los ojos de Maillé.

Una luciferina torcida, jamás saldrás del quirófano. Apretada en su agitadora minifalda. Una multitud de sentidos te invita a palpar su silueta incontinenta. Se retoca, se retuerce en al baño. Estertores sobre la camilla que enamoran a unos y acribillan a otros. Ninguno los disfruta. La barbarie es el crimen que aglomera sombras bajo arquitecturas delirantes. Mean. Defecan. Hablan lenguas como Jonhefe y Ferney. Improperios que nausean la trama. Falos y escalpelos. Y el micrófono de Juanes. Desamor. ¿Cine, o certidumbre? ¡da igual! ¿Enmúgrate y redimirás la humanidad? ¿Queremos regodearnos con la adicción, trascender cuerpos ajenos? Vibra cadena. Tiembla condena. Vanitas vanitatum et omnia vanita. Vengan implantes de pene. Botox. Colágeno. Lipoescultura. Silicona, y las canecas reventándose en dólares y el mito del rey Pablo Escobar. Y ese Dios ¿quién es? Se llama Rosario por la flor donde el sátiro padrastro sació la perversión que arrullaba la yema del huevo con la del dedo. En la casucha de la loma. Niñita sin progenitor y con media madre. Su acceso carnal atraería sobre mucho género masculino la cólera reparadora. Labios venenosos y el tajo implacable de los metales entrelazados sobre los testículos opresores. Ella que se entrega a Emilio y suspira por el tierno Antonio que la enamora con el paladar de un perro. Rosario. Como la sarta de cuentas encadenadas, separadas por otras pequeñitas y ligadas por los extremos a una cruz, precedida por una trinidad esférica. Rosario ataviada con medallas, escapularios y votivas plegarias de eterno retorno. Ocasionalmente Medellín asoma galante. Luego muerde. Se desdibuja acéfalo con avenidas convulsionantes trajinadas por sicarios mecanizados y flanqueada de arrabales entrañables de roñosos que aroman inequidad cordillerana. Rosario, mar de misterios dolorosos. Jugoso. Preciosa que trastoca tiempos, miembros y espacios de la clínica, del garito, del apartamento elegante de la inclemente familia oligarca del novio que habría tenido de ser otra. Mujer que demanda el respeto que jamás tendrá. La pistolera. Fruto de la borrachera. Detente licor que enajena el entendimiento, pero atrévete: “How you gonna do it, if you really don't wanna dance, By standing on the wall (get your back up off the wall) ‘Cause I heard all my people sayin’, detengan la trama. Rumbeas con Jonhefe, el hermano amado. Letanías bélicas. Caricatura religiosa de los descastados. Salomas sin ilusión. “Si ojos tienen que no me vean, si manos tienen que no me agarren, si pies tienen que no me alcancen. No permitas que me sorpendan por la espalda, no permitas que mi muerte sea violenta, no permitas que mi sangre se derrame, Tú que todo lo conoces, sabes de mis pecados, pero también sabes de mi fe, no me desampares…Amén.”, “Jesús mío misericordia...”, suben por los callejones ella y Ferney liquidarán al muerto, “Jesús mío misericordia...” y Ferney la suprimirá a ella. Polvo y plomo, maltraer... “Get down on it, c’mon and get down on it…” ella castró al hombre. Te sofoca. Te empalaga. Pero falta tiempo, si pudieras insertar más movimiento y dilatar los momentos como los músicos que tanto admiras. Hasta dicen que estoy enamorado de ti. “if you really want it, get down on it, if you gotta feel i...t”, Osario quisieras, ¿verdad, Rosario Tijeras? Bruma y mortaja para aliviar tus huesos. Y tus sesos. “Get down on it, if you really want it get down on it, you gotta feel it get down on it”… Emilio ofrece acompañarte al infierno ¡Huevón! Eres de nadie y desespera tu atractivo. Quebraste el suelo por ir al cielo, hija bastarda del país que quisiéramos olvidar, pero necesitamos vindicar. La radiografía revela el tumor mas ¿locura?. Policías de mentirillas preguntan. Encarcelan sin rehabilitar. Otra ley distinta deforme y sin uniforme te expiará. Eres Antonio, su amigo que no fue. Amar es más difícil que matar, decías. Perdonar más complejo todavía. Descansa, ¿Osario quisieras?, Ya lo tienes, Rosario. Tu película Terminó.Ojalá comprendamos lo que Emilio no.

lunes, octubre 03, 2005

E22: Centros Comerciales en Colombia

Sobre centros comerciales en Colombia

Librecambio
Publicado en la revista proyectodiseño

Lo tienen todo, se encuentran a un paso, donde lo mejor tiene lugar y siempre hay motivo para comprar. Auspiciados por el camaleón, y el fénix, los centros comerciales concitan odios y amores. Muchos crecimos en esos lugares eternamente jóvenes, cuyos lemas y estrategias publicitarias habitan nuestros recuerdos. Rodeados por anchas avenidas y convocadores de públicos variopintos, en Colombia son un fenómeno urbano en aumento. Pero ¿con qué alcances?

1. De lo venidero
Al entrar al tercer milenio, las metrópolis nacionales resisten los efectos globalizadores del libre mercado y la virtualidad mediante transformaciones de suma incidencia económica y sociocultural; máxime cuando el próximo quinquenio augura importantes incrementos demográficos. Desde 2004 la construcción patria exhibe un apogeo ostensible en las grandes ciudades y sin precedente en Bogotá que deja a arquitectos, y diseñadores ante el inmenso cometido de adecuar los espacios públicos, residenciales y empresariales al cambio extremo.

En el vórtice del huracán logístico que forjará al colombiano del siglo XXI están los centros comerciales. Tales construcciones (que para 2010 triplicarán su número respecto al año 2000), comportan un civismo indefinido desde 1972 cuando, tras inaugurarse San Diego en Medellín, las ciudades colombianas principales, e intermedias luego, las agregaron a su infraestructura. Ello transformó la imagen clásica de ciudad —Bogotá, por ejemplo, existió 436 años, entre la fundación (1538) y el comienzo de obras en Unicentro (1974), orbitando plazas tradicionales— y difuminó la frontera entre el ocio y el negocio. Aún hoy la noción del “centro comercial” como mera estructura física demanda modificaciones que superen el espacio demarcado (y la compulsión de atiborrarlo llamativamente) e incluyan las comunidades humanas intérpretes del drama comercial.

Claro, jamás fue sencillo modificar dictámenes técnicos y teorías aplicadas para justipreciar la actividad humana; pero resulta errado asumir que amontonar cinemas, almacenes de cadena y plazas de comidas asegura saber que requieren sus usuarios. Eso implica yuxtaponer lo sociológico y lo arquitectónico para considerar, junto con número de locales o parqueos edificados, la convivencia en áreas interiores pues aunque los centros comerciales completen refinados procesos arquitectónicos, son sus visitantes quienes les dan sentido. Ciertamente, valorarlos como simples envolturas de interacciones humanas soslaya que el uso público los hace sistemas vivientes forjadores de órdenes sociales.

2. Del comercio urbano
Recordemos que la ciudad comienza en un centro, eje de sus dinámicas, y la historia de dicho centro registra los vínculos (principalmente comerciales) condensados allí entre sus habitantes. Y es que la ciudad, cuya población mayoritaria cumple labores no agrícolas, es un estadio social preeminente a la familia y al clan que solventa dos necesidades primordiales de subsistencia: la defensa grupal, contra climas o congéneres hostiles, y el intercambio de bienes y servicios. Así, el comercio ciudadano, piadoso o laico, fundamenta prácticas sociales sofisticadas como las funciones gubernamentales y administrativas, y la colectivización de servicios. Tal vocación comercial la acentuó el siglo XX y, en el XXI, heraldos neoliberales insinúan una civilización donde la experiencia pública se limita al acto de comprar.

Hoy todos somos clientes. Y la convivencia armónica exige movilizar innumerables mercancías hacia muchedumbres consumidoras. “¡Comprad!”, es el mandamiento que convierte al centro comercial en templo (ambos espacios, profano y religioso, extasían con vistas monumentales y despiertan en compradores y feligreses ansias de búsqueda y congregación). Adicionalmente, los centros comerciales son la versión metamorfoseada de las plazas que contornearon los caseríos primitivos y a cuyo alrededor se emplazaron arcaicas construcciones económicas, religiosas, políticas o cotidianas. Tales áreas albergaron grupos de individuos que en días establecidos negociaban con la muchedumbre: los ‘mercados’, y de ahí, que por fusión de lugares y actividades, fueran llamados “plazas de mercado” (o “plazas fuertes” si estaban fortificadas).

Ahora bien, dos milenios atrás, las ciudades que se rendían a las legiones imperiales adquirían privilegios análogos a los de la omnipotente Roma, un título de ‘municipium’ y derecho a ser gobernadas por sus habitantes. Ellas antecedieron al municipio traído por los conquistadores donde aún moramos los colombianos. Durante centurias alcaldías, iglesias y almacenes únicamente circundaron plazas municipales, pero, en los años 70’s del siglo pasado, esa situación cambió. Al llegar el centro comercial

3. Del pueblo simulado
Rastrear sus orígenes lleva de la Roma del siglo II y los bazares iraníes de Ispahán en el siglo XI hasta la inauguración del Burlington Arcade londinense (1819), predecesor del modelo acogido en Estados Unidos (1828) con el Arcade de Providence, Rhode Island. En 1860 abrió la Galería Vittorio Emanuele II en Milán, Italia, precursora de los “malls” contemporáneos, que hasta comienzos del siglo XX encontraron su arquetipo en el Arcade de Cleveland. La última mitad del siglo XX, determinada en Estados Unidos por el suburbio, la cultura automovilística y el aire acondicionado, introdujo, lejos del centro administrativo urbano, los típicos ‘mall’ (según se designa el gran pasillo central cubierto). Pioneros fueron el Northgate Center (Seattle) y otros diseños del “padre del moderno centro comercial”, Víctor Gruen, arquitecto judío austriaco emigrado, quien durante la Posguerra intentó simular bajo techo, en Estados Unidos, el pueblecillo europeo como pauta para una sociedad capitalista renovada. Sin embargo, la Guerra Fría trajo a su obra el conflicto entre la voracidad comercial que la financiaba y el cooperativismo utópico de su pensamiento. Desencantado, Gruen rechazó en los 70’s el sesgo “manipulador” hacia el cual evolucionaron los megamall.

Actualmente el campeón mundial es West Edmonton Mall en Edmonton (Alberta, Canadá); y el más visitado del mundo y principal en Estados Unidos (cuyo autor, Jon Jerde, agregó esparcimiento tipo Walt Disney y ambientes cinematográficos para deleitar al visitante), es el Mall de América, en Bloomington (Minnesota). En 2006 abrirá en Dubai, Emiratos Árabes Unidos, el Mall de Arabia, próximo monarca planetario del género.

Algunos estudiosos como el fallecido humanista Rene Dubos piden acercar estos lugares y el público mediante experiencias emocionales participativas como hicieran las catedrales medioevales (entonces lugares de experiencia recíproca más que monumentos admirables). Según ellos, los beneficios del centro comercial continuarán incompletos mientras los visitantes asuman roles pasivos. Fuera de vendedores atentos, pasillos lujuriantes, vitrinas, y escaleras automáticas, es menester proporcionar, alternativas culturales que transformen multitudes en comunidades. Ello requiere fragmentar gigantescas instalaciones —de otro modo intimidantes— en acogedores microcosmos que conviden al público a ‘celebrar’ en coro compras y diversiones. Aparentemente inalcanzable, tal ‘democratización’ reduciría la monotonía (mismas marcas y apariencias) y complementaría la valorización, las ventas brutas y otros indicadores empresariales gratificantes con un factor que puede reducir ganancias y favorecer personas: la diversidad. Conseguirla en nuevos proyectos o al ampliar los actuales, presupone incluir la emoción entre las materias primas.

4. Del panorama nativo
Unas veces socios y otras rivales de los hipermercados (Carrefour, Exito), estas construcciones aparecen por doquier en Colombia. Durante el 2006, en Bogotá, la mayoría de los centros comerciales nacionales de primera línea disputarán la simpatía pública en una pugna favorable para arquitectos y consumidores. El “enfrentamiento” de veteranos (Salitre Plaza, Hacienda Santa Bárbara, Andino, Bulevar Niza, etc.) con debutantes (Portal de la 80, Gran Estación, Imperial, Santa Fe, etc.) tendrá lugar entre almacenes lujosos dependientes de la publicidad y la innovación incesantes, y pasillos maquillados que en virtud del parqueo redentor permiten a los adictos automovilísticos rehabilitarse y caminar. Anticipar desenlaces es imposible; pues aunque planificar para personas ‘estadísticas’ sea preferible a consultar tercas multitudes mediante dispendiosos diálogos continuos, las investigaciones de mercado que clasifican y comparan datos, solo suministran rasgos de consumidores promedio que son a la realidad, lo que el retrato hablado al rostro del delincuente. Acaso triunfen aquellos cuyo diseño y promoción concilien mejor hábitos inducidos y libertades indispensables, realidades tangibles y fantasías psíquicas, o fetichismos de ricos con voyeurismos de pobres.

Como sea, y dadas las múltiples obras adelantadas por Pedro Gómez y otros especialistas, la búsqueda del centro comercial “a la colombiana” prosigue. Sin embargo siempre faltarán propuestas acordes a la variedad regional o a la idiosincrasia femenina (ellas compran más que ellos y administran el gusto adquisitivo de los niños), o que halaguen esa añoranza nacional de lo campestre (evidente en apelativos como ‘plaza’, ‘portal’ o ‘hacienda’). Núcleos intelectuales, espirituales, y comunicacionales además de comerciales. Pero aparecerán; ya la “ciudad radioconcéntrica” postulada por Le Corbusier ronda; ya se vislumbran conciertos cívicos de turismo, salud, transporte, rumba, parque, santuario y universidad donde la vaguedad del trayecto será resaltada, la ubicuidad informática simbolizada y el tejido cultural firme y plural. Las próximas décadas verán conglobar la adaptabilidad topológica y cinética del foco comercial, el quehacer ciudadano y el reptar silencioso de evolucionados TransMilenios mientras sin coacción alguna y a la deriva curiosa, futuros usuarios de tales espacios, interpretarán cordiales epopeyas mercantiles de rompimiento y reconstrucción simbólica.

5. Del bienestar común
Pero ¿puede el individuo común enriquecer este discurso arquitectónico? Puede, si el arquitecto supervisa con ecuanimidad su aporte y juntos rescatan entre rimeros de planos y cómputos de retorno a la inversión, cierta cuestión pendiente sobre lo que comprar significa; puede porque el espacio habitable necesita cimientos poéticos; puede si diferenciamos la estructura de la intención de uso; puede si el obrero raso alcanza la trascendencia que antaño distinguió al artesano anónimo. El hecho, más que gestionar espejismos, es restaurar la dignidad perdida por inmigrantes y desplazados, reintegrar en la ciudad ese arraigo que la violencia o la pobreza arrancaron del campo.

¿Cómo? ¿Con un centro comercial de “interés social”? Exactamente. Todos lo son, o deberían serlo. Máxime en Colombia donde hay que dejar al terrorismo sin argumentos para insinuarlos como blancos potenciales en cada crisis; donde no se trata tanto de seducir millones de visitantes y ‘sujetarlos’ durablemente, en emporios del consumo repletos de parques temáticos, gimnasios, casinos, hoteles y aparcamientos (no mientras siete de diez compatriotas sean parias en la galaxia del trademark), sino de impedir que los centros comerciales favorezcan un exclusivismo que empeore la segregación clasista

Urge aproximar individuos que requieren consumir menos y acompañarse más; o nos consumirá la desigualdad que convierte al pudiente en prolongación cosmética de artefactos tecnológicos mientras excluye al pobre del coloquio cívico. Y eso exige esfuerzos rabiosos por robustecer el contacto y el diálogo.

Renovaciones dolorosas, pero inevitables.