lunes, noviembre 07, 2005

Graffiti y Ecología E24

Graffiti: la última frontera del arte
Dimensión ecológica de la más levantisca forma expresiva

El pintor francés Eugene Delacroix, afirmó que la naturaleza es el diccionario cuyas palabras pintan los artistas, y algo similar, de acuerdo a Robert Motherwell, vale para la artificiosidad humana: los pintores perspicaces recrean la cultura con su mente, y sus obras son simultáneamente brillantes y coloridos homenajes (o reparos) a ella. Con tales nociones, inicio mi aproximación ambiental al fenómeno del graffiti en referencia al dibujo de la calle (recordemos que el casi abstracto vocablo ‘graffiti’ en su acepción italiana original es plural). Dicho término aparece para aludir a ciertas manifestaciones del la antigua cotidianidad romana. El infinitivo griego ‘grafein’ y el latino ‘graffiare’ compartían antiguamente la connotación semántica de inscripción icónica y textual. En el imaginario colectivo moderno, graffiti es mayoritariamente despreciativo, pues alude a inscripciones informales, principalmente sexuales o escatológicas, presentes —por ejemplo— en baños universitarios. La acepción actual ‘graffiti’ (nominativo plural del latín ‘graffitus’) surge de quienes en la ciudad de Nueva York estudiaron ciertos prodigios artísticos realizados sobre vagones del Metro y paredes de los barrios marginales (mediante aerosoles para pintar en formatos comerciales de venta al público, cuyos fabricantes, por supuesto, jamás soñaron tal uso). ‘Graffiti’ es hoy palabra genérica para las escrituras murales (wall writing), imágenes, símbolos o marcas cualesquiera y en cualquier superficie.

Ahora bien, interpretar el dibujo callejero desde el diseño industrial como tal, resulta dificultoso (y acaso impertinente), toda vez que —si bien trabajo con diseñadores industriales— yo mismo, desprovisto de título profesional en el tema, apenas los alcanzo en calidad de aficionado; así las cosas, mi acercamiento es solo humanístico y sin pretensión científica. Sin embargo, pienso que el diseñador que únicamente conoce de diseño, ignora incluso el diseño, y que doce años a cargo de una cátedra de ecodiseño, mi condición de zootecnista graduado, y asesor editorial de la revista proyectodiseño dedicado constantemente a observar y escribir, presuponen credenciales suficientes para reflexionar sobre la dimensión ecológica del graffiti.

Físicamente, dimensión, repasemos, es una de las magnitudes de un conjunto que definen un fenómeno (el graffiti en este caso). Y asimismo ecología es: tanto aquella ciencia que estudia las relaciones de los seres vivos entre sí y con su entorno, como la parte de la sociología que examina los nexos entre los grupos humanos y su ambiente físico y social (esta última aplica para mi planteamiento). Ahora bien, el elemento compositivo ‘eco’ proviene de dos raíces, una griega que implica «casa», «morada» o «ámbito vital» (como en ECOlogía o ECOsistema) y otra grecolatina equivalente a: «onda» o «reflejo sonoro» (como en ECOlocación, o ECOlalia). Ambas atañen a los dibujos callejeros.

Contradictor contradictorio

A buen seguro, con el graffiti todo es ambiguo y, según quién opine al respecto, éste puede entenderse como arte o como desastre, como diseño o como desgreño, admite interpretaciones contradictorias y motiva incertidumbres o confusión. Unos descubren en él ondas o reflejos del deterioro social, otros promesas de nuevas realidades. Éstos lo aman por protagonizar la casa, la morada, el ámbito vital, y aquellos lo aborrecen en tanto síntoma de rebeldía contaminante. Todos tienen razón. Siempre es más simple hablar de conocimientos que de sentimientos, o memorizar que pensar, pero el fascinante graffiti incorpora tanto arte como flagelo urbano. Acoge el espíritu rústico de la pintura rupestre que el troglodita prehistórico efectuó en la pared de su gruta, y la insubordinación del infante que rehúsa limitarse a la cuadrícula del texto escolar. Cabe aclarar, eso sí, que encuentro inútil generalizar conceptos acerca de una expresión cuya versión actual emerge del hip hop neoyorquino de los años 80’s, pero que asumió rasgos distintivos al globalizarse y aclimatarse en la mayoría de las ciudades del planeta (incluso con visos diferentes según el sector urbano dado, o el grupo de escritores o pintores a cargo de elaborarlo, a quienes denomino respetuosamente ‘graffiteros’).

Acaso por su talante clandestino, muchos estudiosos del lado “ordenado”, entre comillas, de la sociedad, descalifican y condenan el diálogo mural como indicador de menoscabo cívico. Para mí, comprender la poesía de la polémica que el graffiti instaura, implica pensar en lo que significan el muro o, en Estados Unidos y otras naciones, las paredes de los trenes donde los graffiteros vierten su vocación. ¿Qué es la pared? ¿Protección, separación, apoyo? ¿una estructura contra la cual orinar a escondidillas...? (evoco a los varones en edad infantil rivalizando por dibujar con el chorro de sus micciones). De todos modos, el objetivo de las paredes lo implantan las autoridades y al alterar tal reglamentación, los dibujantes callejeros se tornan infractores. A propósito de lo cual, un graffitero definió su oficio como “el lado más artístico del vandalismo o el lado más vandálico del arte”; vandálico, por supuesto, en tanto conlleva ocupación de espacios destinados a fines diferentes a los aportados por los graffiteros.

Numerosas voces abogan hoy por legalizar el graffiti suministrando a sus creadores zonas autorizadas para desarrollarlo (lo cual es un logro), si bien restringirlo a una matriz, y pretender que mantenga su esencia, es imposible al ciento por ciento. Algunos lo llaman “el lado amable del terrorismo”, o “el grado cero del sabotaje”. Y la disyuntiva es: ¿cómo domar ese ‘caballo’ salvaje sin que pierda su salvaje condición? Quizá aceptando que, como a los equinos montaraces, al graffiti pueden asignársele “parques culturales” de los cuales resulta, algunas veces, inevitable que escape a galopar fuera… Todo encargo comercial o intento de circunscribirlo a museos y galerías lo torna kitsch. Su alma es ilegal. Y al respecto conviene rememorar las declaraciones del español Valsa en el fanzine ‘Ajoblanco’: “El arte libre, como antes el animal libre, ha acabado sus días en un museo. Sólo cuando el artista, en todas sus variadas y múltiples facetas, pueda romper su ensimismamiento narcisista y el arte se nutra de un manantial poético que le devuelva vigor creativo, podrá desplegar sus alas para remontarse. Sólo así podrá liberarse de las mazmorras museística e institucional, de la tutela de la crítica y de los burócratas, de la jaula de oro del mercado y de las redes mediáticas que intentan atrapar su vuelo en la sociedad del espectáculo. ¿Dónde puede crearse aún en libertad? ¿Dónde no ha extendido aún sus redes el mercado? En algún lugar, calladamente, se debe estar gestando belleza y verdad a espaldas del gran espectáculo”.

Sin duda se refería al graffiti.

La ‘personalidad’ del graffiti

Éste es —en su más puro filón—, un antídoto contra el mercantilismo usurario y la voracidad publicitaria que caracteriza las sociedades modernas. Es marginal, fronterizo. Comenta Giller que rechaza volverse mercancía o género de consumo negociable según disponga un propietario o productor. Su dinámica previene su mercadeo, burla la propiedad privada y el uso cotidiano. Se funde en el muro donde se emplaza y así, modificarlo o desplazarlo es arruinarlo. Al elaborarse sin autorización de los dueños de los muros, el graffiti objeta la posesión particular. Tiene autor pero no dueño y como jamás perteneció a alguien es invendible e incomprable (aunque muchos sean incomparables). Su valor excepcional radica en que se publicita a sí mismo, aún sobre su propio artífice. Así, nos recuerda que la belleza o la originalidad son inconmensurables en dinero.

Estamos en proceso de renovación cultural y de culturalismo global, un tiempo de revisar términos, tomemos, verbigracia, el castellano ‘grafito’ con que lo define el diccionario de la Real Academia Española en apartado que reza textualmente: “Letrero o dibujo grabado o escrito en paredes u otras superficies resistentes, de carácter popular y ocasional, sin trascendencia”; tal especificación es aceptable en todo, salvo en aquello de “sin trascendencia”, tanto mejor, quizá el graffiti, aún en sus variantes más toscas, es de las pocas expresiones humanas todavía auténticas y trascendentes. Eso sí, qué es o qué no es graffiti engloba muchísimos aspectos, en virtud de lo esquiva que es la calología, más familiarmente designada estética, a dejarse concretar.

Esté donde esté y píntelo (o escríbalo) quien fuere, el estudioso español Jesús de Diego tipifica siete rasgos comunes al graffiti moderno: 1. Promueve y comunica, discute más que instituye (una poesía sobre Bogotá recientemente galardonada en concurso de la Casa Silva 2005 señala que nuestra ciudad tiene “graffitis que gritan sus verdades”). A diferencia de los medios publicitarios remunerativos y de comunicación (como el cartel, la televisión y la radio), el graffiti encarna realidades participativas, conversacionales e interactivas. Además, su estética evade los preceptos que restringen los planteamientos del grupo humano y cultural que los produce (de ahí que engendre intolerancia, ilegalidad y represión) 2. Ocupa el espacio efímera pero definitivamente. 3. Incluye algo de ilegalidad y de trasgresión desafiante (objeta la uniformidad). 4. Es móvil conceptualmente y se crea para ser observado fugazmente, sin vender nada como el cine o la propaganda televisada. 5. Configura y apropia el espacio con sigilo pues su anarquía, o condición laberíntica, obedece a un orden evidente para el graffitero o escritor 6. Es intertextual e intericónico —dado que se fusiona con otros medios expresivos (cómic, cartel, televisión, cine, caricatura)—, citando, distorsionando y transformando sus contenidos habituales. 7. Desborda los escenarios tradicionales del arte y la expresión, incluso internacional y global. Así, se constituye en soterrada resistencia y militancia expresiva contra el unanimismo que, mediante fotografías difundidas vía Internet, deviene en coloquio internacional y prospera hoy en todas las grandes ciudades del mundo.

El rol ecológico del dibujo callejero

Y aquí aparece una analogía ecológica ya que considero el graffiti una suerte de “seguro de vida cultural”, arrítmico con el torrente principal del progreso y el arte protocolario. Pensemos en las criaturas vivientes, en un bosque o selva primarios, es decir, en aquellos ecosistemas puros donde las plantas no son sembradas o taladas por humanos; allí hay, por lo general, una especie dominante. Dicha especie tiene la mayor cantidad, si no de individuos, sí de masa viva en un hábitat dado. Visualicemos las palmas de Cera en el departamento colombiano del Quindío en la cordillera central; o los manglares en las regiones costaneras. Tales colectivos vegetales son llamados ‘rodales’ y tanto ellos, como los ejemplares de la manada de cebras en África central, o el cardumen de peces en el océano, sincronizan sus ciclos biológicos tras generaciones de convivir. De ahí que los respectivos frutos y cachorros aparezcan cíclicamente como progenie de los individuos ordenados o exitosos. Estos organismos representarían a quienes siguen el dictado cultural bajo la plantilla del “cuándo y cómo toca”. En contraste, los graffiteros equivaldrían a los disidentes descoordinados que, en junglas y llanuras, o en los rebaños que los recorren, o en las florestas que los forestan, exhiben conductas acíclicas, seres supuestamente desatendidos por las circunstancias; esto es, plantas que fructifican meses después de que lo han hecho todos los demás, hembras que paren en inviernos duros o veranos inclementes cuando escasean pasturas y presas. Parias e inadaptados. Sempiternos perdedores del trance vital. ¿O quizás no? ¿Qué pasa cuando el huracán despiadado arrasa la cosecha?, o ¿cuando la epidemia aniquila implacable a los cachorros nacidos según cronograma? En aquellos instantes luctuosos, los pocos exiliados se constituyen en ¡salvación de su especie!

Quien nace en octubre, cuando es normal hacerlo en febrero, puede verse como un desdichado excluido. Pero cuando la crisis se abate sobre sus congéneres sincronizados, su dimensión histórica se revela. En la naturaleza —y por cierto también en la cultura— los disconformes son el seguro de accidentes para las especies. La gran opción de supervivencia y renovación de éstas.

El ‘graffitear’, si tal verbo inventamos, surge de accionar la inteligencia visual y el pensamiento ídem, para clarificarse en sí mismo; es un soliloquio hecho pensando en el otro que cobra vida propia en una singular comunicación; por ello, al aumentar las posibilidades gráficas gracias al avance tecnológico, el graffiti prolifera hasta en las metrópolis esbozadas en la ciencia ficción, género literario de anticipación por excelencia.

Guerreros o pacificadores culturales, muchos esperan que su autores migren al arte oficial y se integren al circuito de galerías y museos, abjurando de su ayer callejero; en virtud de ello, sistemáticamente se enfatiza la necesidad de espacios legales para sus actividades. Habrá que ver cuáles son las condiciones del graffitero bogotano (que escapan a mi comprensión presente), sus posibilidades de expresión estética y de actuación sobre su entorno y sus anhelos de promoción social a través del graffiti. Bogotá es un inmenso lienzo, un despliegue de imágenes y palabras multiformes que inciden en el coloquio entre el dibujante callejero y su contexto. A medida que la movilidad aumenta el graffiti encuentra condiciones propicias, dado que medra en zonas de tránsito rápido, o sobre grandes paredes abandonadas. Intentar definir las calidades artísticas de esta o aquella obra es inútil pues la sustancia artística es vaga e indeterminada. Además, el graffiti sólo luce homogéneo para el espectador desinformado. La diversidad y la particularidad son fundamentales en el graffiti contemporáneo. Entre los graffiteros coexisten numerosas aspiraciones, estilos y tendencias en un mismo marco artístico. En esencia, su oficio intertextual se nutre de otras formas expresivas icónicas y verbales como el cómic, el cine, la música, los carteles, la televisión, el diseño gráfico, etc., cuyos atributos maneja, ajusta, deforma y convierte en variopintas maneras...

Figurar y ‘fisurar’

Hay quienes aseveran que el graffiti de raigambre europea, vinculado a la consigna libertaria del 1968 francés, es el padre de la estirpe de graffiti donde prima el componente textual (aquellos que trazan sobre la pared un aforismo o un chispazo intelectual); asimismo, se aduce que todo graffiti con mayor ingrediente icónico evoca la tradición neoyorquina (ver www.graffiti.org) Aunque fuera cierto, lo cual dudo, hay poquísimos arquetipos puros de alguna de las dos vertientes y abundan, en cambio, en la producción de los artistas de graffiti los términos medios. Por otra parte, si retomamos el esquema del graffiti como indomable animal del arte, es propio tratarlo con tanta prudencia como se atendería a un tigre o a un león, aceptando su condición pero evitando que, en algunas partes, ‘muerda’ a los turistas desprevenidos prefigurados por los ciudadanos que tienen la blancura de las paredes como axioma principalísimo. A fin de cuentas, aunque el estilo, la forma y la metodología importen, la directriz primordial del graffiti es dejarse ver, los autores desean figurar y además ‘fisurar’, romper con lo establecido. Compiten por apropiación espacial y desde la frontera representativa exhiben su construcción al observador trastocando los contenidos semióticos publicitados socialmente admitidos, de ahí que su presencia urbana debe ser valorada por los urbanistas del Bogotá del mañana.

Lo más lírico del graffiti es que sus escritores y dibujantes, al menos mientras detentan la condición de graffiteros, trabajan por placer sin recibir dinero a cambio. Tal vez precisamente por eso, los graffiteros atraen hacia sí la animadversión de los ciudadanos quienes consideran la limpieza y uniformidad cromáticas (determinadas por las administraciones respectivas) como algo superior a sus obras. De cualquier forma, Bogotá es una ciudad con muchos pobladores pero con pocos bogotanos, en proceso de construir identidad, y si todos sus residentes intentamos demostrar coherencia es precisamente porque carecemos de ella. Ignoro qué rumbos tomará el graffiti en tanto amalgama de asimilación, rechazo y alternativa a los modales industriales y comerciales impuestos por la cultura promocional, apropiado por los hijos del desplazamiento y la migración a la capital, en respuesta a la omnipresencia de la cultura distrital dirigente (caracterizada por una vocación promocional a la imitación foránea). Como constructor y construido urbano, hijo y padre de quienes deciden hacer estética por mano propia, el graffiti afronta dos acepciones culturales; en una, como obra y gesto social sufre el juicio estético o intelectual de lo aprobado por el gobierno. En otra, instituye tramas de relaciones cotidianas mediante las cuales grupos antes silenciosos escriben o dibujan su versión de la historia. En realidad, el graffiti reviste interpretaciones plurales y múltiples, pero sobre todo es factor de armonía ecológica al vincular a su creador con el entorno, ya formalmente, mediante colores, inteligibilidad, impacto visual, luminosidad, vigencia paisajística, etcétera, o favoreciendo el posicionamiento social de un colectivo de artistas callejeros sean estos confrontadores (trasgresión, provocación o prestigio del autor, etc.) o conciliadores (apaciguamiento, transferencia al muro de estados anímicos violentos que de otra forma se habrían verificado en la realidad, innovación, creatividad).

Diversidad étnica, sociocultural, lucha de clases, demarcación territorial, lo cierto es que el graffiti es políglota y resiste cualquier intento de especificar su argot cultural que cambia infatigablemente, acuña neologismos a cada momento o los toma de diferentes ámbitos. Mutación, hibridación, invasión son sus leyes, y el “cambio extremo” que experimenta en el presente la capital colombiana le brinda noveles posibilidades evolutivas. El avance de las obras aledañas al TransMilenio desnuda una galaxia de murallas que se insinúan tentadoramente como ‘graffitódromo’; sería prudente dedicar algunas a su práctica y solaz. Son válidas en nuestro medio, las declaraciones de Ken, un dibujante español de la calle quien en una de sus obras enunció: “Érase una vez una magistral raza de personas llamadas artistas de graffiti. Pelearon una fiera batalla contra la sociedad. El resultado final todavía se desconoce...”. Quizá el asunto, más que de choque precise complemento y avenencia, pues, sea el dibujo callejero práctica artística de resistencia a la autoridad o puntal de solidaridad y afirmación del contexto sociocultural donde aparece, lo verídico es que la ciudad y el graffiti se necesitan mutuamente y consuman juntos una delicada simbiosis. La retórica o la pictórica del segundo, su aporte textual o icónico, animan y refrescan una matriz ciudadana que languidecería en el estatismo aséptico sin él; a la inversa, la tornadiza estructura metropolitana suministra la atmósfera que el graffiti respira: colectivos en busca de representación, expectativa de ‘grafocracia’, abundante y versátil espacio público accesible visualmente (susceptible de colonización) y falta de quien fiscalice la omnipotencia de las formas artísticas comercializadas o de las variantes culturales emanadas de las figuras del poder.

De dromedarios y futuros

De alguna forma, el graffiti trae a mi mente al dromedario australiano, animal exótico en ese continente, llevado a sus desiertos por los expedicionarios europeos para cruzar sus inmensos arenales; allí, se ‘asilvestró’ y aclimató convirtiéndose en algo nuevo, tan vigoroso que, cuando de mejorar sus rebaños se trata, actualmente los propios jeques árabes viajan a la tierra de los canguros a conseguir sementales para cruzarlos con sus dromedarios domésticos, menos robustos y resistentes...

El dromedario doméstico lo equiparo al arte de salón, galería y comercio; el dromedario emancipado, amo del desierto australiano, y único de su especie libre en el planeta encarna al graffiti, hijo del arte tradicional pero autónomo... ansioso por dejar huella, por participar en la sinfonía existencial, aunque de vez en cuando pisotee algún cultivo o rompa alguna cerca, competitivo y con una conducta muy particular... “no cubrirás el graffiti de otro graffitero”, “evita atribuirte los graffiti ajenos”, susurra la brisa en la estepa.

Consignado lo cual concluyo inquiriendo ¿Qué nuevos rumbos aguardan al graffiti bogotano por las avenidas del siglo XXI? Tal vez inéditos materiales, espumas químicas de rápida solidificación den pie a la emergencia de su versión tridimensional: el ‘objeffiti’: la escultura de la calle; o por ventura el desarrollo de pinturas muy coloridas de evanescencia programada permita un gratificante intercambio —o mejor aún, uno graffiticante— de “banda ancha”, en el cual gallardos graffiti inunden las paredes de claustros y oficinas para desaparecer pocas horas o días más tarde, sin mediación de personal de aseo o represión policiva, gracias a la tecnología. Sin dejar rastro. Y todos contentos. Sea como fuere, conjeturo que en el porvenir, el graffiti, hijo salvaje y oveja negra del arte seguirá acompañándonos y, por fortuna, desempeñando su rol clave en el sociosistema. Convivirá con nosotros y nosotros con él. Cuanto más armoniosamente mejor.

Pensarlo invita a dejar de platicar y dedicarse a pintar como Dios mancha…