jueves, agosto 03, 2006

Psiquis asciende a la eternidad. E32

Psiquis asciende a la eternidad
(originalmente escrito en noviembre 20 de 2002)

Esto es sobre antiguos griegos y romanos.
Con volubles dioses que protagonizan anécdotas cuya enseñanza acaso rebasa nuestra sabiduría. Por ejemplo Psiquis.
La bella princesa que Venus llegó a envidiar.
Tanto que la diosa del amor ordenó a Cupido (su hijo nacido de un idilio con Mercurio a ocultas de su esposo, el eterno cornudo, Vulcano) que la hiciera enamorar del hombre más feo del mundo.
Felizmente Psiquis era tan atractiva que cuando Cupido, acompañado por Himeros (rector de los deseos), fue a cumplir el encargo materno resultó seducido por ella y decidió llevarla a vivir a un palacio encantado donde contrajeron nupcias.
Para preservarse de incógnito únicamente la visitaba en la oscura noche.
Como Cupido prohibió a Psiquis mirarle al rostro, ella comenzó a sospechar. Hasta que incitada por sus antipáticas hermanas (quienes sugirieron que quizá su cónyuge era un demonio y no un hombre) decidió investigar.
En cierta ocasión, mientras su divino consorte dormía, prendió una lámpara y se la aproximó a la cara. Atónita ante la masculina perfección que contempló, su mano flaqueó y una gota de aceite caliente cayó sobre el hombro descubierto de su compañero.
Aullando adolorido, Cupido saltó hacia la ventana y se desvaneció en la penumbra.
Dejando en suspenso el relato.

¿Quiénes son los demás?
En una comunidad que dialoga, aun cuando nos equivoquemos o abriguemos propósitos perversos, nosotros y nuestro prójimo buscamos el sentido de nuestros actos. Dichosos cuando podemos ir más allá del ‘¿por qué?’ efectuamos algo y encontramos en algún grado el ‘para qué?’, la razón, para llevarlo a cabo.
Indudablemente todos hacemos desde nuestras perspectivas particulares lo mejor que podemos, pero cuán complejo es explicar ese algo recóndito y enigmático que determina el rumbo de cada existencia.
Ajena o nuestra.
Esto porque esa finalidad que anhelamos aprehender construye la realidad.
Es el verbo que crea los objetos y las palabras, y como escribió Juan evangelista: “Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el verbo era Dios. Todas las cosas fueron hechas por él, y sin él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho”.
Más que a Dios como centro de todo tipo de fe religiosa, ese ser perfecto y final, al que todo culto se dirige, aludimos aquí al carácter dinámico del lenguaje en el que algunos (cuya descripción se aleja del propósito de este escrito) han querido ver al auténtico dios posmoderno.

Lo habitual en su laberinto
El problema con la comunicación es que cualquiera puede entender lo que quiera de cualquier cosa.
Podemos hacer todo lo posible por expresarnos y sin embargo a veces persiste la sensación de que —favorable o desfavorable a nosotros— la contraparte tiene una posición preconcebida.
Sean muchos o muy pocos los elementos de juicio, difícilmente dudamos de nuestro criterio.
Es el correcto.
A menudo pueden plantearse todos los argumentos, solucionarse todas las divergencias, precisarse todos los conceptos y al final subsisten únicamente simpatías o antipatías de base. Lamentablemente las segundas abundan más que las primeras por la tendencia a dar preponderancia a los errores sobre los aciertos.
Cuántas veces planteada una discusión que nosotros iniciamos, acusamos de culpable o cobarde al opositor que guarda silencio, para luego reprocharle su descaro si responde bajo nuestros términos. Repetidamente rechazamos a quienes utilizan la palabra ‘yo’ en su disertación (‘¡Qué egocentrismo tan subido...!’) pero cuando ellos mismos, a petición nuestra, deciden emplear discursivamente el vocablo ‘nosotros’ nos indigna su frescura (‘¡Cómo se atreve a incluirme...!’, ‘¡Qué pretencioso...!’).
¡Y después nos sorprende que nos acusen de ambicionar poder político cuando sólo ansiamos libertad artística!



Sócrates...
Siempre creyó sano cuestionar las verdades de la época. Partir de los elementos disponibles para ver cómo podemos utilizarlos, rediseñados o inalterados, para encontrar el sentido de nuestras acciones.
Aquí importa más lo necesario que lo nuevo o lo viejo. Más las preferencias y deseos de los humanos presentes que los propósitos de entidades abstractas como la democracia o el fundamentalismo.
La historia muestra repetidamente cómo muchas elites educadas del pasado buscaron erigirse en campeonas renovadoras del decadente mundo anterior. Sus integrantes creían poseer el conocimiento necesario.
Y en la mayoría de los casos fallaron.
Como anota Jan Michl, historiador del diseño de la escuela de arquitectura de Oslo, Noruega: “A los estudiantes raramente se les recuerda que la razón de ser de la arquitectura y el diseño es hacer edificios y productos con sentido para sus propietarios y usuarios, y que la necesidad de esas personas de encontrar en ellos signos de pertenencia social e institucional ha sido y será el fundamento del diseño de cualquier cultura”.

Lo cual reinicia el relato
Cupido abandonó a Psiquis, y ella buscándolo vagó triste por el mundo.
Desesperada pidió ayuda a la propia Venus.
Como era de esperar, la diva del coqueteo, la puso de patitas en la calle.
Pero Psiquis perseveró y le dijo a su rencorosa suegra que aceptaría cualquier martirio si su marido retornaba.
Venus ni corta ni perezosa le encomendó unas espeluznantes misiones junto a las cuales palidecían los trabajos de Hércules.
Y Psiquis desafió incluso las puertas del infierno para cumplirlas.
A la postre acabó sumida en un sueño perpetuo debido a un hechizo del cual sólo la libró Cupido cuando, conmovido por la devoción de su consorte, bajó de los cielos y la despertó con un beso.
Júpiter, omnisapiente rey de los dioses, que no había perdido detalle, convirtió a la ex bella durmiente en diosa y consagró imperecederamente la unión de la feliz pareja.
Tal fue el premio de Psiquis que en griego traduce aliento y en el mito representa a la mente mortal, necesitada de sentido.
Así, la leyenda describe el esfuerzo del pensamiento por expresarse y premia su constancia con el hallazgo del único sentimiento que une el intelecto con la fe.
El amor. En cuya compañía la mente, convertida en alma, asciende hacia lo infinito.