lunes, noviembre 07, 2005

Graffiti y Ecología E24

Graffiti: la última frontera del arte
Dimensión ecológica de la más levantisca forma expresiva

El pintor francés Eugene Delacroix, afirmó que la naturaleza es el diccionario cuyas palabras pintan los artistas, y algo similar, de acuerdo a Robert Motherwell, vale para la artificiosidad humana: los pintores perspicaces recrean la cultura con su mente, y sus obras son simultáneamente brillantes y coloridos homenajes (o reparos) a ella. Con tales nociones, inicio mi aproximación ambiental al fenómeno del graffiti en referencia al dibujo de la calle (recordemos que el casi abstracto vocablo ‘graffiti’ en su acepción italiana original es plural). Dicho término aparece para aludir a ciertas manifestaciones del la antigua cotidianidad romana. El infinitivo griego ‘grafein’ y el latino ‘graffiare’ compartían antiguamente la connotación semántica de inscripción icónica y textual. En el imaginario colectivo moderno, graffiti es mayoritariamente despreciativo, pues alude a inscripciones informales, principalmente sexuales o escatológicas, presentes —por ejemplo— en baños universitarios. La acepción actual ‘graffiti’ (nominativo plural del latín ‘graffitus’) surge de quienes en la ciudad de Nueva York estudiaron ciertos prodigios artísticos realizados sobre vagones del Metro y paredes de los barrios marginales (mediante aerosoles para pintar en formatos comerciales de venta al público, cuyos fabricantes, por supuesto, jamás soñaron tal uso). ‘Graffiti’ es hoy palabra genérica para las escrituras murales (wall writing), imágenes, símbolos o marcas cualesquiera y en cualquier superficie.

Ahora bien, interpretar el dibujo callejero desde el diseño industrial como tal, resulta dificultoso (y acaso impertinente), toda vez que —si bien trabajo con diseñadores industriales— yo mismo, desprovisto de título profesional en el tema, apenas los alcanzo en calidad de aficionado; así las cosas, mi acercamiento es solo humanístico y sin pretensión científica. Sin embargo, pienso que el diseñador que únicamente conoce de diseño, ignora incluso el diseño, y que doce años a cargo de una cátedra de ecodiseño, mi condición de zootecnista graduado, y asesor editorial de la revista proyectodiseño dedicado constantemente a observar y escribir, presuponen credenciales suficientes para reflexionar sobre la dimensión ecológica del graffiti.

Físicamente, dimensión, repasemos, es una de las magnitudes de un conjunto que definen un fenómeno (el graffiti en este caso). Y asimismo ecología es: tanto aquella ciencia que estudia las relaciones de los seres vivos entre sí y con su entorno, como la parte de la sociología que examina los nexos entre los grupos humanos y su ambiente físico y social (esta última aplica para mi planteamiento). Ahora bien, el elemento compositivo ‘eco’ proviene de dos raíces, una griega que implica «casa», «morada» o «ámbito vital» (como en ECOlogía o ECOsistema) y otra grecolatina equivalente a: «onda» o «reflejo sonoro» (como en ECOlocación, o ECOlalia). Ambas atañen a los dibujos callejeros.

Contradictor contradictorio

A buen seguro, con el graffiti todo es ambiguo y, según quién opine al respecto, éste puede entenderse como arte o como desastre, como diseño o como desgreño, admite interpretaciones contradictorias y motiva incertidumbres o confusión. Unos descubren en él ondas o reflejos del deterioro social, otros promesas de nuevas realidades. Éstos lo aman por protagonizar la casa, la morada, el ámbito vital, y aquellos lo aborrecen en tanto síntoma de rebeldía contaminante. Todos tienen razón. Siempre es más simple hablar de conocimientos que de sentimientos, o memorizar que pensar, pero el fascinante graffiti incorpora tanto arte como flagelo urbano. Acoge el espíritu rústico de la pintura rupestre que el troglodita prehistórico efectuó en la pared de su gruta, y la insubordinación del infante que rehúsa limitarse a la cuadrícula del texto escolar. Cabe aclarar, eso sí, que encuentro inútil generalizar conceptos acerca de una expresión cuya versión actual emerge del hip hop neoyorquino de los años 80’s, pero que asumió rasgos distintivos al globalizarse y aclimatarse en la mayoría de las ciudades del planeta (incluso con visos diferentes según el sector urbano dado, o el grupo de escritores o pintores a cargo de elaborarlo, a quienes denomino respetuosamente ‘graffiteros’).

Acaso por su talante clandestino, muchos estudiosos del lado “ordenado”, entre comillas, de la sociedad, descalifican y condenan el diálogo mural como indicador de menoscabo cívico. Para mí, comprender la poesía de la polémica que el graffiti instaura, implica pensar en lo que significan el muro o, en Estados Unidos y otras naciones, las paredes de los trenes donde los graffiteros vierten su vocación. ¿Qué es la pared? ¿Protección, separación, apoyo? ¿una estructura contra la cual orinar a escondidillas...? (evoco a los varones en edad infantil rivalizando por dibujar con el chorro de sus micciones). De todos modos, el objetivo de las paredes lo implantan las autoridades y al alterar tal reglamentación, los dibujantes callejeros se tornan infractores. A propósito de lo cual, un graffitero definió su oficio como “el lado más artístico del vandalismo o el lado más vandálico del arte”; vandálico, por supuesto, en tanto conlleva ocupación de espacios destinados a fines diferentes a los aportados por los graffiteros.

Numerosas voces abogan hoy por legalizar el graffiti suministrando a sus creadores zonas autorizadas para desarrollarlo (lo cual es un logro), si bien restringirlo a una matriz, y pretender que mantenga su esencia, es imposible al ciento por ciento. Algunos lo llaman “el lado amable del terrorismo”, o “el grado cero del sabotaje”. Y la disyuntiva es: ¿cómo domar ese ‘caballo’ salvaje sin que pierda su salvaje condición? Quizá aceptando que, como a los equinos montaraces, al graffiti pueden asignársele “parques culturales” de los cuales resulta, algunas veces, inevitable que escape a galopar fuera… Todo encargo comercial o intento de circunscribirlo a museos y galerías lo torna kitsch. Su alma es ilegal. Y al respecto conviene rememorar las declaraciones del español Valsa en el fanzine ‘Ajoblanco’: “El arte libre, como antes el animal libre, ha acabado sus días en un museo. Sólo cuando el artista, en todas sus variadas y múltiples facetas, pueda romper su ensimismamiento narcisista y el arte se nutra de un manantial poético que le devuelva vigor creativo, podrá desplegar sus alas para remontarse. Sólo así podrá liberarse de las mazmorras museística e institucional, de la tutela de la crítica y de los burócratas, de la jaula de oro del mercado y de las redes mediáticas que intentan atrapar su vuelo en la sociedad del espectáculo. ¿Dónde puede crearse aún en libertad? ¿Dónde no ha extendido aún sus redes el mercado? En algún lugar, calladamente, se debe estar gestando belleza y verdad a espaldas del gran espectáculo”.

Sin duda se refería al graffiti.

La ‘personalidad’ del graffiti

Éste es —en su más puro filón—, un antídoto contra el mercantilismo usurario y la voracidad publicitaria que caracteriza las sociedades modernas. Es marginal, fronterizo. Comenta Giller que rechaza volverse mercancía o género de consumo negociable según disponga un propietario o productor. Su dinámica previene su mercadeo, burla la propiedad privada y el uso cotidiano. Se funde en el muro donde se emplaza y así, modificarlo o desplazarlo es arruinarlo. Al elaborarse sin autorización de los dueños de los muros, el graffiti objeta la posesión particular. Tiene autor pero no dueño y como jamás perteneció a alguien es invendible e incomprable (aunque muchos sean incomparables). Su valor excepcional radica en que se publicita a sí mismo, aún sobre su propio artífice. Así, nos recuerda que la belleza o la originalidad son inconmensurables en dinero.

Estamos en proceso de renovación cultural y de culturalismo global, un tiempo de revisar términos, tomemos, verbigracia, el castellano ‘grafito’ con que lo define el diccionario de la Real Academia Española en apartado que reza textualmente: “Letrero o dibujo grabado o escrito en paredes u otras superficies resistentes, de carácter popular y ocasional, sin trascendencia”; tal especificación es aceptable en todo, salvo en aquello de “sin trascendencia”, tanto mejor, quizá el graffiti, aún en sus variantes más toscas, es de las pocas expresiones humanas todavía auténticas y trascendentes. Eso sí, qué es o qué no es graffiti engloba muchísimos aspectos, en virtud de lo esquiva que es la calología, más familiarmente designada estética, a dejarse concretar.

Esté donde esté y píntelo (o escríbalo) quien fuere, el estudioso español Jesús de Diego tipifica siete rasgos comunes al graffiti moderno: 1. Promueve y comunica, discute más que instituye (una poesía sobre Bogotá recientemente galardonada en concurso de la Casa Silva 2005 señala que nuestra ciudad tiene “graffitis que gritan sus verdades”). A diferencia de los medios publicitarios remunerativos y de comunicación (como el cartel, la televisión y la radio), el graffiti encarna realidades participativas, conversacionales e interactivas. Además, su estética evade los preceptos que restringen los planteamientos del grupo humano y cultural que los produce (de ahí que engendre intolerancia, ilegalidad y represión) 2. Ocupa el espacio efímera pero definitivamente. 3. Incluye algo de ilegalidad y de trasgresión desafiante (objeta la uniformidad). 4. Es móvil conceptualmente y se crea para ser observado fugazmente, sin vender nada como el cine o la propaganda televisada. 5. Configura y apropia el espacio con sigilo pues su anarquía, o condición laberíntica, obedece a un orden evidente para el graffitero o escritor 6. Es intertextual e intericónico —dado que se fusiona con otros medios expresivos (cómic, cartel, televisión, cine, caricatura)—, citando, distorsionando y transformando sus contenidos habituales. 7. Desborda los escenarios tradicionales del arte y la expresión, incluso internacional y global. Así, se constituye en soterrada resistencia y militancia expresiva contra el unanimismo que, mediante fotografías difundidas vía Internet, deviene en coloquio internacional y prospera hoy en todas las grandes ciudades del mundo.

El rol ecológico del dibujo callejero

Y aquí aparece una analogía ecológica ya que considero el graffiti una suerte de “seguro de vida cultural”, arrítmico con el torrente principal del progreso y el arte protocolario. Pensemos en las criaturas vivientes, en un bosque o selva primarios, es decir, en aquellos ecosistemas puros donde las plantas no son sembradas o taladas por humanos; allí hay, por lo general, una especie dominante. Dicha especie tiene la mayor cantidad, si no de individuos, sí de masa viva en un hábitat dado. Visualicemos las palmas de Cera en el departamento colombiano del Quindío en la cordillera central; o los manglares en las regiones costaneras. Tales colectivos vegetales son llamados ‘rodales’ y tanto ellos, como los ejemplares de la manada de cebras en África central, o el cardumen de peces en el océano, sincronizan sus ciclos biológicos tras generaciones de convivir. De ahí que los respectivos frutos y cachorros aparezcan cíclicamente como progenie de los individuos ordenados o exitosos. Estos organismos representarían a quienes siguen el dictado cultural bajo la plantilla del “cuándo y cómo toca”. En contraste, los graffiteros equivaldrían a los disidentes descoordinados que, en junglas y llanuras, o en los rebaños que los recorren, o en las florestas que los forestan, exhiben conductas acíclicas, seres supuestamente desatendidos por las circunstancias; esto es, plantas que fructifican meses después de que lo han hecho todos los demás, hembras que paren en inviernos duros o veranos inclementes cuando escasean pasturas y presas. Parias e inadaptados. Sempiternos perdedores del trance vital. ¿O quizás no? ¿Qué pasa cuando el huracán despiadado arrasa la cosecha?, o ¿cuando la epidemia aniquila implacable a los cachorros nacidos según cronograma? En aquellos instantes luctuosos, los pocos exiliados se constituyen en ¡salvación de su especie!

Quien nace en octubre, cuando es normal hacerlo en febrero, puede verse como un desdichado excluido. Pero cuando la crisis se abate sobre sus congéneres sincronizados, su dimensión histórica se revela. En la naturaleza —y por cierto también en la cultura— los disconformes son el seguro de accidentes para las especies. La gran opción de supervivencia y renovación de éstas.

El ‘graffitear’, si tal verbo inventamos, surge de accionar la inteligencia visual y el pensamiento ídem, para clarificarse en sí mismo; es un soliloquio hecho pensando en el otro que cobra vida propia en una singular comunicación; por ello, al aumentar las posibilidades gráficas gracias al avance tecnológico, el graffiti prolifera hasta en las metrópolis esbozadas en la ciencia ficción, género literario de anticipación por excelencia.

Guerreros o pacificadores culturales, muchos esperan que su autores migren al arte oficial y se integren al circuito de galerías y museos, abjurando de su ayer callejero; en virtud de ello, sistemáticamente se enfatiza la necesidad de espacios legales para sus actividades. Habrá que ver cuáles son las condiciones del graffitero bogotano (que escapan a mi comprensión presente), sus posibilidades de expresión estética y de actuación sobre su entorno y sus anhelos de promoción social a través del graffiti. Bogotá es un inmenso lienzo, un despliegue de imágenes y palabras multiformes que inciden en el coloquio entre el dibujante callejero y su contexto. A medida que la movilidad aumenta el graffiti encuentra condiciones propicias, dado que medra en zonas de tránsito rápido, o sobre grandes paredes abandonadas. Intentar definir las calidades artísticas de esta o aquella obra es inútil pues la sustancia artística es vaga e indeterminada. Además, el graffiti sólo luce homogéneo para el espectador desinformado. La diversidad y la particularidad son fundamentales en el graffiti contemporáneo. Entre los graffiteros coexisten numerosas aspiraciones, estilos y tendencias en un mismo marco artístico. En esencia, su oficio intertextual se nutre de otras formas expresivas icónicas y verbales como el cómic, el cine, la música, los carteles, la televisión, el diseño gráfico, etc., cuyos atributos maneja, ajusta, deforma y convierte en variopintas maneras...

Figurar y ‘fisurar’

Hay quienes aseveran que el graffiti de raigambre europea, vinculado a la consigna libertaria del 1968 francés, es el padre de la estirpe de graffiti donde prima el componente textual (aquellos que trazan sobre la pared un aforismo o un chispazo intelectual); asimismo, se aduce que todo graffiti con mayor ingrediente icónico evoca la tradición neoyorquina (ver www.graffiti.org) Aunque fuera cierto, lo cual dudo, hay poquísimos arquetipos puros de alguna de las dos vertientes y abundan, en cambio, en la producción de los artistas de graffiti los términos medios. Por otra parte, si retomamos el esquema del graffiti como indomable animal del arte, es propio tratarlo con tanta prudencia como se atendería a un tigre o a un león, aceptando su condición pero evitando que, en algunas partes, ‘muerda’ a los turistas desprevenidos prefigurados por los ciudadanos que tienen la blancura de las paredes como axioma principalísimo. A fin de cuentas, aunque el estilo, la forma y la metodología importen, la directriz primordial del graffiti es dejarse ver, los autores desean figurar y además ‘fisurar’, romper con lo establecido. Compiten por apropiación espacial y desde la frontera representativa exhiben su construcción al observador trastocando los contenidos semióticos publicitados socialmente admitidos, de ahí que su presencia urbana debe ser valorada por los urbanistas del Bogotá del mañana.

Lo más lírico del graffiti es que sus escritores y dibujantes, al menos mientras detentan la condición de graffiteros, trabajan por placer sin recibir dinero a cambio. Tal vez precisamente por eso, los graffiteros atraen hacia sí la animadversión de los ciudadanos quienes consideran la limpieza y uniformidad cromáticas (determinadas por las administraciones respectivas) como algo superior a sus obras. De cualquier forma, Bogotá es una ciudad con muchos pobladores pero con pocos bogotanos, en proceso de construir identidad, y si todos sus residentes intentamos demostrar coherencia es precisamente porque carecemos de ella. Ignoro qué rumbos tomará el graffiti en tanto amalgama de asimilación, rechazo y alternativa a los modales industriales y comerciales impuestos por la cultura promocional, apropiado por los hijos del desplazamiento y la migración a la capital, en respuesta a la omnipresencia de la cultura distrital dirigente (caracterizada por una vocación promocional a la imitación foránea). Como constructor y construido urbano, hijo y padre de quienes deciden hacer estética por mano propia, el graffiti afronta dos acepciones culturales; en una, como obra y gesto social sufre el juicio estético o intelectual de lo aprobado por el gobierno. En otra, instituye tramas de relaciones cotidianas mediante las cuales grupos antes silenciosos escriben o dibujan su versión de la historia. En realidad, el graffiti reviste interpretaciones plurales y múltiples, pero sobre todo es factor de armonía ecológica al vincular a su creador con el entorno, ya formalmente, mediante colores, inteligibilidad, impacto visual, luminosidad, vigencia paisajística, etcétera, o favoreciendo el posicionamiento social de un colectivo de artistas callejeros sean estos confrontadores (trasgresión, provocación o prestigio del autor, etc.) o conciliadores (apaciguamiento, transferencia al muro de estados anímicos violentos que de otra forma se habrían verificado en la realidad, innovación, creatividad).

Diversidad étnica, sociocultural, lucha de clases, demarcación territorial, lo cierto es que el graffiti es políglota y resiste cualquier intento de especificar su argot cultural que cambia infatigablemente, acuña neologismos a cada momento o los toma de diferentes ámbitos. Mutación, hibridación, invasión son sus leyes, y el “cambio extremo” que experimenta en el presente la capital colombiana le brinda noveles posibilidades evolutivas. El avance de las obras aledañas al TransMilenio desnuda una galaxia de murallas que se insinúan tentadoramente como ‘graffitódromo’; sería prudente dedicar algunas a su práctica y solaz. Son válidas en nuestro medio, las declaraciones de Ken, un dibujante español de la calle quien en una de sus obras enunció: “Érase una vez una magistral raza de personas llamadas artistas de graffiti. Pelearon una fiera batalla contra la sociedad. El resultado final todavía se desconoce...”. Quizá el asunto, más que de choque precise complemento y avenencia, pues, sea el dibujo callejero práctica artística de resistencia a la autoridad o puntal de solidaridad y afirmación del contexto sociocultural donde aparece, lo verídico es que la ciudad y el graffiti se necesitan mutuamente y consuman juntos una delicada simbiosis. La retórica o la pictórica del segundo, su aporte textual o icónico, animan y refrescan una matriz ciudadana que languidecería en el estatismo aséptico sin él; a la inversa, la tornadiza estructura metropolitana suministra la atmósfera que el graffiti respira: colectivos en busca de representación, expectativa de ‘grafocracia’, abundante y versátil espacio público accesible visualmente (susceptible de colonización) y falta de quien fiscalice la omnipotencia de las formas artísticas comercializadas o de las variantes culturales emanadas de las figuras del poder.

De dromedarios y futuros

De alguna forma, el graffiti trae a mi mente al dromedario australiano, animal exótico en ese continente, llevado a sus desiertos por los expedicionarios europeos para cruzar sus inmensos arenales; allí, se ‘asilvestró’ y aclimató convirtiéndose en algo nuevo, tan vigoroso que, cuando de mejorar sus rebaños se trata, actualmente los propios jeques árabes viajan a la tierra de los canguros a conseguir sementales para cruzarlos con sus dromedarios domésticos, menos robustos y resistentes...

El dromedario doméstico lo equiparo al arte de salón, galería y comercio; el dromedario emancipado, amo del desierto australiano, y único de su especie libre en el planeta encarna al graffiti, hijo del arte tradicional pero autónomo... ansioso por dejar huella, por participar en la sinfonía existencial, aunque de vez en cuando pisotee algún cultivo o rompa alguna cerca, competitivo y con una conducta muy particular... “no cubrirás el graffiti de otro graffitero”, “evita atribuirte los graffiti ajenos”, susurra la brisa en la estepa.

Consignado lo cual concluyo inquiriendo ¿Qué nuevos rumbos aguardan al graffiti bogotano por las avenidas del siglo XXI? Tal vez inéditos materiales, espumas químicas de rápida solidificación den pie a la emergencia de su versión tridimensional: el ‘objeffiti’: la escultura de la calle; o por ventura el desarrollo de pinturas muy coloridas de evanescencia programada permita un gratificante intercambio —o mejor aún, uno graffiticante— de “banda ancha”, en el cual gallardos graffiti inunden las paredes de claustros y oficinas para desaparecer pocas horas o días más tarde, sin mediación de personal de aseo o represión policiva, gracias a la tecnología. Sin dejar rastro. Y todos contentos. Sea como fuere, conjeturo que en el porvenir, el graffiti, hijo salvaje y oveja negra del arte seguirá acompañándonos y, por fortuna, desempeñando su rol clave en el sociosistema. Convivirá con nosotros y nosotros con él. Cuanto más armoniosamente mejor.

Pensarlo invita a dejar de platicar y dedicarse a pintar como Dios mancha…

miércoles, octubre 05, 2005

Rosario Tijeras in desmemoriam E23

¿Osario quisieras?

Como hiedra el filme de Emilio Maillé te enreda desde que la mujer desangrada ingresa a urgencias en brazos de su compañero. Soberbio. Lacera esa vida vertida sobre las mangas manchadas de una camisa. Acomete como una fiera cuyos colmillos penetran tus entrañas con agónico golpeteo. Fastidioso. Enervante, empero sublime y sorprendente de lo puro predecible. Sabes qué vendrá, ¡figura tanto en los noticieros! Oteas la discoteca, la atmósfera hiede a regüeldos alcohólicos, a labial chorreado, a sudor, tabaco y blanca; sacraliza el estigma que comporta ante el planeta ser latino y colombiano. Dante susurra en el claroscuro. Entreves enhiesta la herramienta de la parca. La tijera. “Por mí se va a la ciudad del llanto...”, ella se muere, se murió o morirá. Sexo. Todavía estás a tiempo de pararte de la silla y huir, de eludir la irrealidad. No tienes por qué dejar que la guadaña te seduzca, ni permitir que te acaricie esa obsesión demoledora. Motivo amargo. Ímpetu demoledor que avasalla subversivamente mentes enfermas, adinerados descarriados, menesterosos desterrados... “por mí se va al eterno dolor...”. Pero te quedas. Dejá de tontear, maricón puritano. Viniste a cebarte en morbo... “por mí se va hacia la raza condenada”... Y sobrellevarás la pesadilla... “la justicia animó a mi sublime arquitecto”. Vesania que anega el telón hecho universo paralelo. Manolo Cardona —cuyo rostro tan a menudo ves en tele— deja de ser quien. Transmigra. Es un huero despistado y seductor de los 80’s: Emilio, cómo el de Rousseau, como Maillé... “¡Oh vosotros que entráis abandonad toda esperanza!” El cuervo de Poe. Nunca más. Lago macabro y sórdido que mora en mí, encrespa olas que taconean al compás de tus caderas entregadas a los capos y abusadas por ellos. Afuera del multiplex algunos miserables dormitan bajo periódicos. La porquería es auténtica. Inhala, esto o aquello. Latidos cardiacos anhelantes. Tos congestionada. Sueños incumplidos. Y el martilleo de manos rugosas encumbrando infortunios sobre las faldas tutelares del Valle de Aburrá. Favelas. Tugurios. Chabolas, El Alto, el Callao, Soacha. Colonias de parias en la urbe global. Unax Ugalde es un antioqueñito cándido: Antonio; un Sancho Panza de pacotilla que aspira nieve a la saga de su Emilio. Constatas a Unamuno, el dolor inspira vidas y sustenta perso­nalidades. El sufrimiento sabe a prójimo. Y a todos nos compenetra el padecimiento. El afán venoso que a nuestros cuerpos disgregados mueve. Ella está en las últimas. En la disco el asunto es más que erótico. Neurótico. Te sumerges entre sirenas rabiosas sentenciadas a danzas malditas. Hembrotas, apetitosas y repugnantes de lo codiciadas entre quienes descuella, punzante de lo rica, otra Flora Martínez que no es ella, sino la prosa de Jorge Franco rediviva por los ojos de Maillé.

Una luciferina torcida, jamás saldrás del quirófano. Apretada en su agitadora minifalda. Una multitud de sentidos te invita a palpar su silueta incontinenta. Se retoca, se retuerce en al baño. Estertores sobre la camilla que enamoran a unos y acribillan a otros. Ninguno los disfruta. La barbarie es el crimen que aglomera sombras bajo arquitecturas delirantes. Mean. Defecan. Hablan lenguas como Jonhefe y Ferney. Improperios que nausean la trama. Falos y escalpelos. Y el micrófono de Juanes. Desamor. ¿Cine, o certidumbre? ¡da igual! ¿Enmúgrate y redimirás la humanidad? ¿Queremos regodearnos con la adicción, trascender cuerpos ajenos? Vibra cadena. Tiembla condena. Vanitas vanitatum et omnia vanita. Vengan implantes de pene. Botox. Colágeno. Lipoescultura. Silicona, y las canecas reventándose en dólares y el mito del rey Pablo Escobar. Y ese Dios ¿quién es? Se llama Rosario por la flor donde el sátiro padrastro sació la perversión que arrullaba la yema del huevo con la del dedo. En la casucha de la loma. Niñita sin progenitor y con media madre. Su acceso carnal atraería sobre mucho género masculino la cólera reparadora. Labios venenosos y el tajo implacable de los metales entrelazados sobre los testículos opresores. Ella que se entrega a Emilio y suspira por el tierno Antonio que la enamora con el paladar de un perro. Rosario. Como la sarta de cuentas encadenadas, separadas por otras pequeñitas y ligadas por los extremos a una cruz, precedida por una trinidad esférica. Rosario ataviada con medallas, escapularios y votivas plegarias de eterno retorno. Ocasionalmente Medellín asoma galante. Luego muerde. Se desdibuja acéfalo con avenidas convulsionantes trajinadas por sicarios mecanizados y flanqueada de arrabales entrañables de roñosos que aroman inequidad cordillerana. Rosario, mar de misterios dolorosos. Jugoso. Preciosa que trastoca tiempos, miembros y espacios de la clínica, del garito, del apartamento elegante de la inclemente familia oligarca del novio que habría tenido de ser otra. Mujer que demanda el respeto que jamás tendrá. La pistolera. Fruto de la borrachera. Detente licor que enajena el entendimiento, pero atrévete: “How you gonna do it, if you really don't wanna dance, By standing on the wall (get your back up off the wall) ‘Cause I heard all my people sayin’, detengan la trama. Rumbeas con Jonhefe, el hermano amado. Letanías bélicas. Caricatura religiosa de los descastados. Salomas sin ilusión. “Si ojos tienen que no me vean, si manos tienen que no me agarren, si pies tienen que no me alcancen. No permitas que me sorpendan por la espalda, no permitas que mi muerte sea violenta, no permitas que mi sangre se derrame, Tú que todo lo conoces, sabes de mis pecados, pero también sabes de mi fe, no me desampares…Amén.”, “Jesús mío misericordia...”, suben por los callejones ella y Ferney liquidarán al muerto, “Jesús mío misericordia...” y Ferney la suprimirá a ella. Polvo y plomo, maltraer... “Get down on it, c’mon and get down on it…” ella castró al hombre. Te sofoca. Te empalaga. Pero falta tiempo, si pudieras insertar más movimiento y dilatar los momentos como los músicos que tanto admiras. Hasta dicen que estoy enamorado de ti. “if you really want it, get down on it, if you gotta feel i...t”, Osario quisieras, ¿verdad, Rosario Tijeras? Bruma y mortaja para aliviar tus huesos. Y tus sesos. “Get down on it, if you really want it get down on it, you gotta feel it get down on it”… Emilio ofrece acompañarte al infierno ¡Huevón! Eres de nadie y desespera tu atractivo. Quebraste el suelo por ir al cielo, hija bastarda del país que quisiéramos olvidar, pero necesitamos vindicar. La radiografía revela el tumor mas ¿locura?. Policías de mentirillas preguntan. Encarcelan sin rehabilitar. Otra ley distinta deforme y sin uniforme te expiará. Eres Antonio, su amigo que no fue. Amar es más difícil que matar, decías. Perdonar más complejo todavía. Descansa, ¿Osario quisieras?, Ya lo tienes, Rosario. Tu película Terminó.Ojalá comprendamos lo que Emilio no.

lunes, octubre 03, 2005

E22: Centros Comerciales en Colombia

Sobre centros comerciales en Colombia

Librecambio
Publicado en la revista proyectodiseño

Lo tienen todo, se encuentran a un paso, donde lo mejor tiene lugar y siempre hay motivo para comprar. Auspiciados por el camaleón, y el fénix, los centros comerciales concitan odios y amores. Muchos crecimos en esos lugares eternamente jóvenes, cuyos lemas y estrategias publicitarias habitan nuestros recuerdos. Rodeados por anchas avenidas y convocadores de públicos variopintos, en Colombia son un fenómeno urbano en aumento. Pero ¿con qué alcances?

1. De lo venidero
Al entrar al tercer milenio, las metrópolis nacionales resisten los efectos globalizadores del libre mercado y la virtualidad mediante transformaciones de suma incidencia económica y sociocultural; máxime cuando el próximo quinquenio augura importantes incrementos demográficos. Desde 2004 la construcción patria exhibe un apogeo ostensible en las grandes ciudades y sin precedente en Bogotá que deja a arquitectos, y diseñadores ante el inmenso cometido de adecuar los espacios públicos, residenciales y empresariales al cambio extremo.

En el vórtice del huracán logístico que forjará al colombiano del siglo XXI están los centros comerciales. Tales construcciones (que para 2010 triplicarán su número respecto al año 2000), comportan un civismo indefinido desde 1972 cuando, tras inaugurarse San Diego en Medellín, las ciudades colombianas principales, e intermedias luego, las agregaron a su infraestructura. Ello transformó la imagen clásica de ciudad —Bogotá, por ejemplo, existió 436 años, entre la fundación (1538) y el comienzo de obras en Unicentro (1974), orbitando plazas tradicionales— y difuminó la frontera entre el ocio y el negocio. Aún hoy la noción del “centro comercial” como mera estructura física demanda modificaciones que superen el espacio demarcado (y la compulsión de atiborrarlo llamativamente) e incluyan las comunidades humanas intérpretes del drama comercial.

Claro, jamás fue sencillo modificar dictámenes técnicos y teorías aplicadas para justipreciar la actividad humana; pero resulta errado asumir que amontonar cinemas, almacenes de cadena y plazas de comidas asegura saber que requieren sus usuarios. Eso implica yuxtaponer lo sociológico y lo arquitectónico para considerar, junto con número de locales o parqueos edificados, la convivencia en áreas interiores pues aunque los centros comerciales completen refinados procesos arquitectónicos, son sus visitantes quienes les dan sentido. Ciertamente, valorarlos como simples envolturas de interacciones humanas soslaya que el uso público los hace sistemas vivientes forjadores de órdenes sociales.

2. Del comercio urbano
Recordemos que la ciudad comienza en un centro, eje de sus dinámicas, y la historia de dicho centro registra los vínculos (principalmente comerciales) condensados allí entre sus habitantes. Y es que la ciudad, cuya población mayoritaria cumple labores no agrícolas, es un estadio social preeminente a la familia y al clan que solventa dos necesidades primordiales de subsistencia: la defensa grupal, contra climas o congéneres hostiles, y el intercambio de bienes y servicios. Así, el comercio ciudadano, piadoso o laico, fundamenta prácticas sociales sofisticadas como las funciones gubernamentales y administrativas, y la colectivización de servicios. Tal vocación comercial la acentuó el siglo XX y, en el XXI, heraldos neoliberales insinúan una civilización donde la experiencia pública se limita al acto de comprar.

Hoy todos somos clientes. Y la convivencia armónica exige movilizar innumerables mercancías hacia muchedumbres consumidoras. “¡Comprad!”, es el mandamiento que convierte al centro comercial en templo (ambos espacios, profano y religioso, extasían con vistas monumentales y despiertan en compradores y feligreses ansias de búsqueda y congregación). Adicionalmente, los centros comerciales son la versión metamorfoseada de las plazas que contornearon los caseríos primitivos y a cuyo alrededor se emplazaron arcaicas construcciones económicas, religiosas, políticas o cotidianas. Tales áreas albergaron grupos de individuos que en días establecidos negociaban con la muchedumbre: los ‘mercados’, y de ahí, que por fusión de lugares y actividades, fueran llamados “plazas de mercado” (o “plazas fuertes” si estaban fortificadas).

Ahora bien, dos milenios atrás, las ciudades que se rendían a las legiones imperiales adquirían privilegios análogos a los de la omnipotente Roma, un título de ‘municipium’ y derecho a ser gobernadas por sus habitantes. Ellas antecedieron al municipio traído por los conquistadores donde aún moramos los colombianos. Durante centurias alcaldías, iglesias y almacenes únicamente circundaron plazas municipales, pero, en los años 70’s del siglo pasado, esa situación cambió. Al llegar el centro comercial

3. Del pueblo simulado
Rastrear sus orígenes lleva de la Roma del siglo II y los bazares iraníes de Ispahán en el siglo XI hasta la inauguración del Burlington Arcade londinense (1819), predecesor del modelo acogido en Estados Unidos (1828) con el Arcade de Providence, Rhode Island. En 1860 abrió la Galería Vittorio Emanuele II en Milán, Italia, precursora de los “malls” contemporáneos, que hasta comienzos del siglo XX encontraron su arquetipo en el Arcade de Cleveland. La última mitad del siglo XX, determinada en Estados Unidos por el suburbio, la cultura automovilística y el aire acondicionado, introdujo, lejos del centro administrativo urbano, los típicos ‘mall’ (según se designa el gran pasillo central cubierto). Pioneros fueron el Northgate Center (Seattle) y otros diseños del “padre del moderno centro comercial”, Víctor Gruen, arquitecto judío austriaco emigrado, quien durante la Posguerra intentó simular bajo techo, en Estados Unidos, el pueblecillo europeo como pauta para una sociedad capitalista renovada. Sin embargo, la Guerra Fría trajo a su obra el conflicto entre la voracidad comercial que la financiaba y el cooperativismo utópico de su pensamiento. Desencantado, Gruen rechazó en los 70’s el sesgo “manipulador” hacia el cual evolucionaron los megamall.

Actualmente el campeón mundial es West Edmonton Mall en Edmonton (Alberta, Canadá); y el más visitado del mundo y principal en Estados Unidos (cuyo autor, Jon Jerde, agregó esparcimiento tipo Walt Disney y ambientes cinematográficos para deleitar al visitante), es el Mall de América, en Bloomington (Minnesota). En 2006 abrirá en Dubai, Emiratos Árabes Unidos, el Mall de Arabia, próximo monarca planetario del género.

Algunos estudiosos como el fallecido humanista Rene Dubos piden acercar estos lugares y el público mediante experiencias emocionales participativas como hicieran las catedrales medioevales (entonces lugares de experiencia recíproca más que monumentos admirables). Según ellos, los beneficios del centro comercial continuarán incompletos mientras los visitantes asuman roles pasivos. Fuera de vendedores atentos, pasillos lujuriantes, vitrinas, y escaleras automáticas, es menester proporcionar, alternativas culturales que transformen multitudes en comunidades. Ello requiere fragmentar gigantescas instalaciones —de otro modo intimidantes— en acogedores microcosmos que conviden al público a ‘celebrar’ en coro compras y diversiones. Aparentemente inalcanzable, tal ‘democratización’ reduciría la monotonía (mismas marcas y apariencias) y complementaría la valorización, las ventas brutas y otros indicadores empresariales gratificantes con un factor que puede reducir ganancias y favorecer personas: la diversidad. Conseguirla en nuevos proyectos o al ampliar los actuales, presupone incluir la emoción entre las materias primas.

4. Del panorama nativo
Unas veces socios y otras rivales de los hipermercados (Carrefour, Exito), estas construcciones aparecen por doquier en Colombia. Durante el 2006, en Bogotá, la mayoría de los centros comerciales nacionales de primera línea disputarán la simpatía pública en una pugna favorable para arquitectos y consumidores. El “enfrentamiento” de veteranos (Salitre Plaza, Hacienda Santa Bárbara, Andino, Bulevar Niza, etc.) con debutantes (Portal de la 80, Gran Estación, Imperial, Santa Fe, etc.) tendrá lugar entre almacenes lujosos dependientes de la publicidad y la innovación incesantes, y pasillos maquillados que en virtud del parqueo redentor permiten a los adictos automovilísticos rehabilitarse y caminar. Anticipar desenlaces es imposible; pues aunque planificar para personas ‘estadísticas’ sea preferible a consultar tercas multitudes mediante dispendiosos diálogos continuos, las investigaciones de mercado que clasifican y comparan datos, solo suministran rasgos de consumidores promedio que son a la realidad, lo que el retrato hablado al rostro del delincuente. Acaso triunfen aquellos cuyo diseño y promoción concilien mejor hábitos inducidos y libertades indispensables, realidades tangibles y fantasías psíquicas, o fetichismos de ricos con voyeurismos de pobres.

Como sea, y dadas las múltiples obras adelantadas por Pedro Gómez y otros especialistas, la búsqueda del centro comercial “a la colombiana” prosigue. Sin embargo siempre faltarán propuestas acordes a la variedad regional o a la idiosincrasia femenina (ellas compran más que ellos y administran el gusto adquisitivo de los niños), o que halaguen esa añoranza nacional de lo campestre (evidente en apelativos como ‘plaza’, ‘portal’ o ‘hacienda’). Núcleos intelectuales, espirituales, y comunicacionales además de comerciales. Pero aparecerán; ya la “ciudad radioconcéntrica” postulada por Le Corbusier ronda; ya se vislumbran conciertos cívicos de turismo, salud, transporte, rumba, parque, santuario y universidad donde la vaguedad del trayecto será resaltada, la ubicuidad informática simbolizada y el tejido cultural firme y plural. Las próximas décadas verán conglobar la adaptabilidad topológica y cinética del foco comercial, el quehacer ciudadano y el reptar silencioso de evolucionados TransMilenios mientras sin coacción alguna y a la deriva curiosa, futuros usuarios de tales espacios, interpretarán cordiales epopeyas mercantiles de rompimiento y reconstrucción simbólica.

5. Del bienestar común
Pero ¿puede el individuo común enriquecer este discurso arquitectónico? Puede, si el arquitecto supervisa con ecuanimidad su aporte y juntos rescatan entre rimeros de planos y cómputos de retorno a la inversión, cierta cuestión pendiente sobre lo que comprar significa; puede porque el espacio habitable necesita cimientos poéticos; puede si diferenciamos la estructura de la intención de uso; puede si el obrero raso alcanza la trascendencia que antaño distinguió al artesano anónimo. El hecho, más que gestionar espejismos, es restaurar la dignidad perdida por inmigrantes y desplazados, reintegrar en la ciudad ese arraigo que la violencia o la pobreza arrancaron del campo.

¿Cómo? ¿Con un centro comercial de “interés social”? Exactamente. Todos lo son, o deberían serlo. Máxime en Colombia donde hay que dejar al terrorismo sin argumentos para insinuarlos como blancos potenciales en cada crisis; donde no se trata tanto de seducir millones de visitantes y ‘sujetarlos’ durablemente, en emporios del consumo repletos de parques temáticos, gimnasios, casinos, hoteles y aparcamientos (no mientras siete de diez compatriotas sean parias en la galaxia del trademark), sino de impedir que los centros comerciales favorezcan un exclusivismo que empeore la segregación clasista

Urge aproximar individuos que requieren consumir menos y acompañarse más; o nos consumirá la desigualdad que convierte al pudiente en prolongación cosmética de artefactos tecnológicos mientras excluye al pobre del coloquio cívico. Y eso exige esfuerzos rabiosos por robustecer el contacto y el diálogo.

Renovaciones dolorosas, pero inevitables.

viernes, septiembre 23, 2005

E21: Bogotá 2150

(*) Publicado a petición de ciertos queridos amigos con correcciones a algunos errorcillos científicos y de fechas (pero con la persistencia de otros concernientes a la física de las rotaciones en las que me confieso un palurdo). AGB 23 de septiembre de 2005


El Helicoide y otras maravillas bogotanas del siglo XXII

Situémonos en la ciudad de Bogotá, el miércoles 11 de noviembre del año 2150, y tratemos de imaginar algo del panorama urbano (¿cómo sé que será miércoles?, bien, hay muchos sitios en Internet donde es posible descargar calendarios con programas especiales para calcular el día en que cae cualquier fecha de cualquier año; uno de ellos —el que usé para este cómputo— fue diseñado en el año 2002, en la ciudad de Medellín, por el doctor Miguel Arcila Montoya). Al vislumbrar el escenario de la capital colombiana en ese entonces ulterior, hay una pregunta que de inmediato ondula en la imaginación como volátil gusano... ¿Será posible? ¿Podemos desde nuestra ‘primitiva’ comprensión de individuos del pasado entrever con algún grado de acierto las características de la urbe del porvenir?

La respuesta es bífida: por una parte nos asiste (o eso pensamos) una familiaridad con los avances de la cual carecieron las generaciones pasadas; y por la otra, nuestro grado de aproximación perennemente englobará una dolorosa pequeñez.

En tiempos de Faxor, mi chozno

A este respecto toda labor de adelantamiento, es por fuerza inexacta; aun cuando poseamos alta certeza del curso a seguir en los procesos y progresos tecnológicos, hemos de valorar cambios en aspectos tan sencillos como el habla. Así, es probable que dentro de siglo y medio, numerosos padres acostumbren bautizar a sus hijos con singulares nombres (que o bien son ahora impopulares u hoy son inexistentes); lo cual puede constatarse mediante una comparación temporal retrógrada si se estudia la nomenclatura ancestral... Sin ir más lejos, Timoteo, Pantaleón y Anacleto fueron los apelativos correspondientes de mi bisabuelo, de mi tatarabuelo y del tatarabuelo de mi padre; así que quizá mi bisnieto, mi tataranieto y mi chozno (como se designa al cuarto nieto), sean llamados Derdal, Abussam y Faxor... Gutiérrez si el entronque paternal se mantiene, o porten más exóticos apellidos si su nexo conmigo es por vía de mis hijas.

Además la globalización de las culturas, y el surgimiento de nuevos términos y verbos, por obra y gracia de la incorporación a la rutina de numerosos dispositivos automáticos, podrían ser apenas dos entre innumerables aspectos que explicarían los cambios, tanto en la nominación de mi eventual descendencia como del propio lenguaje de los bogotanos del siglo XXII.

Pero estamos en 2150...

Las autoridades y gentes de la ciudad (primero gracias a rigurosos esfuerzos demográficos, más adelante debido al constante aumento de la esperanza media de vida y, finalmente, como consecuencia de la multitudinaria emigración a las metrópolis de última concepción) han conseguido disminuir la población que, en algún momento (a finales del siglo XXI), llegó a superar los veintidós millones de personas.

Hoy, el número de los bogotanos apenas rebasa los dieciséis millones.

Hay notorias diferencias entre ésta y nuestra antigua Bogotá del año 2005. Por ejemplo, la condición de capital de Colombia se mantiene (aunque ahora dicho país forma parte de un conglomerado nacional más grande, la Comunidad Andina, cuya capital es Ciudad Exaltación, dentro de las antiguas fronteras de Bolivia). Son visibles desde toda la Sabana los ‘domos’, estructuras plegadizas, muy delgadas y resistentes que sirven, ya como colectores de energía solar, ya como protectores contra las lluvias o las noches demasiado frías. Hay dieciséis de ellos en Bogotá, los más pequeños tienen trescientos metros de diámetro y doscientos de altura, mientras cada uno de los mayores supera los tres kilómetros de diámetro y los seiscientos metros de altura; son tres, y cuando las circunstancias lo ameritan, sirven para recubrir el histórico vecindario de Unicentro, la zona deportiva del parque Simón Bolívar y el exclusivo sector hotelero y residencial de Páramo Claro, ubicado al otro lado del cerro de Monserrate y al que se accede cruzando unos amplios túneles.

Las calles sin ruedas

Los automóviles que antaño funcionaron por la combustión de petróleo o gas, fueron sustituidos hace años por vehículos que se mueven mediante electrólisis de agua, o utilizan motores mixtos a energía solar y alcohol para mecerse sobre el suelo; unos sobre chorros de aire y otros a través de una red de magnefalt, material plástico magnetizado, que se extiende por toda la metrópoli y sobre la cual ‘levitan’ los deslizadores a algunos centímetros del suelo por acción de campos magnéticos eléctricamente inducidos.

El 90% de los medios de transporte carece de conductor humano que ha sido reemplazado por pilotos automáticos incansables y virtuales (en realidad programas de software, más que robots) siempre respetuosos de las normas de tránsito, los pocos capitalinos que aún conducen lo hacen exclusivamente por deporte y en zonas especiales dispuestas a tal fin. El monoflot, lejano sucesor del Transmilenio, y propiedad de la EDESBO (Empresa de deslizadores de Bogotá) es el sistema más rápido y cómodo, incluso se amplifica hasta conectar con ciudades vecinas; sus diferentes trenes ocupan el 85% de la red vial; unos, acarrean pasajeros; y otros, denominados ‘nodrizadores’ llevan acoplados los deslizadores particulares hasta estaciones determinadas en las cuales los ciudadanos desacoplan sus vehículos para seguir itinerarios particulares.

La gente alcanza promedios de vida que llegan a los 120 años (en los países más avanzados la cifra se extiende incluso hasta los 150). Ahora la gran mayoría de ciudadanos cuenta con una iaper (inteligencia artificial personalizada) que combina el antiguo teléfono celular, el computador y el televisor con el sueño, tan ancestral como infantil, del amigo imaginario. El iaper es un sistema individualizado, un “otro yo”, que se encarga de verificar todos los protocolos automáticos y los trabajos más simples de cada individuo.

El contexto existencial

La nanotecnología, presente en infinidad de aspectos del día a día, permite que las personas usen un único traje, cuyos átomos se reacomodan según códigos comerciales de software de modas, para transformarse en variadas indumentarias. Algunos trajes son desechables (para lucirlos sólo una vez) y otros, algo más costosos, pasan a formar parte con carácter definitivo del disco duro del auxiliar iaper de cada quien. Los bebés ya no usan pañales, porque ‘trajes niñera’, similares al ajuar de cada uno, se encargan de sintetizar y transformar en agua y compuestos inodoros los desechos orgánicos; y disponen de ellos cuando el niño va a la cama

Aunque la pobreza persiste, es mucho menor que la de finales del siglo XX, debido a la invariable tendencia decreciente en los precios de todo tipo de objetos sofisticados. Aún, en las barriadas más humildes son frecuentes los parques desarrollados con toda la tecnología genética del caso. Por doquier se observan movimientos de las grandes ‘corponaciones’, como se conoce a aquellas compañías que se convirtieron en auténticas naciones financieras y trascendieron los límites regionales hasta convertirse en entidades autónomas. La más poderosa de ellas es la Flexor Dundalk (FD) de propiedad de la familia del irlandés Patrick Robert O’Cassey, quien es la versión actual, aunque algo más anciana, del histórico Bill Gates. La FD ha construido varias ciudades ultramodernas para sus millones de ‘empleadanos’ (mezcla de empleado y ciudadano) entre ellas su emporio ejecutivo, ‘Cibernia’, un hermoso globo de fibra de diamante (obtenida de la modificación de las moléculas de carbono) que flota en el océano Atlántico anclado en un punto intermedio entre las islas Azores y la ciudad de Nueva York.

Precisamente una de esas corponaciones, la Minguo, de propiedad de potentados orientales casi en su integridad, tiene a cargo con la administración distrital el proyecto ‘naturópolis’, gracias al cual arboledas de especies nativas, de crecimiento apresurado y mejoradas por la aplicación de abonos aceleradores, cubren de flores y surten de exquisitos frutos de uso público gran parte de la capital, convertida así en una espaciosa y silenciosa urbe silvestre.

La obra maestra de Mitnik

Dentro del urbanismo bogotano, se destacan los varios trabajos del arquitecto colombo-argentino José Agustín Mitnik (2032-2140), y en especial el Helicoide que por estos días celebra el aniversario número treinta de su inauguración: un complejo administrativo, social y universitario que se ha transformado en el sitio más visitado de la ciudad, y sin duda en una de las maravillas del mundo. El Helicoide, surge como fruto de la combinación del saber arquitectónico milenario con los últimos avances en nanotecnología de materiales de construcción y energía de fusión nuclear controlada, pues es un pequeño reactor el que regula sus movimientos.

El imponente edificio, está ubicado en el Paceco (gran Parque Central Comunitario), emplazado en la vieja esquina de la avenida Primera sur con Carrera séptima. El rotor central es un edificio circular y giratorio de trescientos metros de alto y sesenta metros de diámetro (ochenta en el anillo de la base); por dicho componente medular se ingresa a todo el Helicoide y a las dos ‘aspas’. Las aspas, asimismo giratorias, son dos edificaciones cilíndricas suspendidas que ‘flotan’ a más de cincuenta metros del piso, cada una de cuarenta metros de diámetro y de doscientos de longitud. Dispuestas en oposición diametral en torno del rotor central están unidas a éste por el ‘eje’, un ingenio transversal de treinta metros de diámetro y ciento ochenta metros de largo que aloja el servomecanismo principal que soporta la triple construcción y cruza el rotor central a ciento cincuenta metros de altura.

Debido a la oposición de las aspas y a su desplazamiento sobre el eje central, el conjunto en su totalidad se asemeja a un gigantesco ringlete, y aquí la comparación trasciende lo formal y se traduce en una realidad funcional, por el triple giro del conjunto. El primero es el del rotor central que cubre una revolución completa de 360 grados en el sentido de las manecillas del reloj (contempladas desde el cielo) cada veinticuatro horas (a las seis de la mañana la portada del Helicoide da hacia el cerro de Guadalupe; a las doce del día se ha desplazado noventa grados y da hacia el boquerón de Chipaque y a la deslipista que parte hacia la ciudad de Villavicencio; a las seis de la tarde —tras recorrer noventa grados más—, la fachada mira hacia el occidente y en el sentido de la deslipista que sale hacia la vecina localidad de Melgar; y, en las imponentes medianoches, la estructura ha virado 270 grados desde su punto de partida hasta plantar cara a la plaza de Bolívar; finalmente en horas de madrugada vuelve a la posición en que la ciudad la encuentra cada mañana).

El laberinto giratorio

Las aspas laterales, por su parte dan también un giro de 360 grados cada veinticuatro horas, pero no en sentido de la horizontal como el rotor central sino en sentido de la vertical (algo imposible en el 2003, pero viable entonces gracias a materiales livianos y nanoensamblados flexibles y neumáticos diez veces más resistentes que el acero del siglo XX y veinte veces más livianos y moldeables), son esas moles de miles de toneladas las que representan lo más espectacular del genio de Mitnik, y las que revelan al Helicoide como la estructura más destacada en la historia arquitectónica de Bogotá.

En su trayecto siguen, en lo que a acomodación se ocupa, el principio de la antigua rueda panorámica o de Chicago: esto hace que, si bien una serie de estructuras internas cambia constantemente, la planimetría de las aulas, oficinas y demás espacios interiores permanezca invariable como la de las canastillas en una vieja rueda de feria. A las seis de la mañana, cuando la fachada principal del Helicoide saluda al cerro de Guadalupe, ambas aspas están en posición paralela a la vertical del edificio, pero, poco a poco, y al tiempo que el rotor central desplaza todo el conjunto hacia el sur, el aspa de la derecha de la puerta comienza a inclinarse hacia los cerros orientales, y la de la izquierda a alejarse de ellos, así, tanto a las doce del día, como a las doce de la noche ambas aspas están acostadas y los edificios asumen posición horizontal, de modo que los habitáculos que antes estaban en sesenta pisos, están ahora sólo en dos... si se capta la idea de la rotación inversa de ambas aspas se advertirá que quien estaba en el piso primero del aspa derecha a las seis de la mañana estará en el piso sesenta a las seis de la tarde. “Es fascinante, entras subiendo o sales bajando, o tienes que recorrer un gran corredor levemente inclinado hasta los ascensores”, tales son las declaraciones de los miles de turistas que lo visitan a diario.

Por supuesto a las nueve (de la mañana y de la noche) y a las tres (de la tarde y de la mañana) cuando los ángulos de cada aspa, o torre giratoria, han transitado 45, 135, 225 y 315 grados desde sus estados iniciales, las aspas hacen lucir al Helicoide como una monumental letra equis sobrepuesta al rotor central, lo cual unido a una iluminación que varía con exuberancia le brinda un aire casi sobrenatural a Bogotá.

Dicen los sociólogos y psicólogos que las personas que trabajan y estudian en el Helicoide están entre los seres humanos con mayor apertura mental en el planeta tierra (y prueba de ello es la estirpe de inmensos profesionales egresados de las varias universidades con sede en la construcción), el portento es debido, sin duda, a la diversidad paisajística y espacial que se experimenta desde su interior en un lapso de veinticuatro horas.

Un embudo subterráneo en el que se hayan empotrados tanto el reactor nuclear como infinidad de niveles de parqueo y servicio, y que gira igual que el exterior, se incrusta casi ciento cincuenta metros en el suelo sabanero. Y hay otra particularidad: el desplazamiento tanto el del aspa derecha, como el de la izquierda, se percibe desde el interior —para quien se encuentre en el rotor central— como en el mismo sentido, mientras desde el exterior es evidente que la derecha se mueve en el sentido del reloj en tanto la segunda lo hace en contra a éste.

Para quien esté confuso con la visualización del Helicoide, tal vez le sea útil la más acertada definición de la construcción hasta la fecha, la cual fue dada por el propio Mitnik el viernes 6 de diciembre de 2120 (día en que el Helicoide se echó a andar) durante la ceremonia de arranque: “Concebí el Helicoide, como un titán humano de 300 metros de altura, que gira eternamente hacia su costado derecho, de modo que su rostro retorna cada mañana a las seis a saludar los cerros tutelares de Bogotá, Monserrate y Guadalupe; el eje medio, horizontal hace las veces de sus clavículas; y el rotor central de la torre principal es su columna vertebral, en último lugar las aspas simbolizan el movimiento de sus brazos, el derecho proyectándose siempre hacia delante en un circulo de veinticuatro horas y el izquierdo simultáneamente haciendo lo propio hacia atrás...”. Si aún no logra comprenderlo es posible hacer dos cosas pídale a su iaper que proyecte un holograma del Helicoide o, mejor aún, haga reservaciones en el próximo paquete turístico a Bogotá, el distrito de Páramo Claro lo espera (hay disponibilidad hotelera todo el año, aunque es más costoso en temporada alta).

¿Alucinación?

Aunque en este ensayo, se me quedan en el disco duro, un heterogéneo surtido de características de la Bogotá del año 2150, tales como la descripción del transporte aéreo, y de los distritos satélites de Chíamor y Tenjo Nuevo, o la vida en las colonias de inmigrantes chinos o nigerianos que se ubican en el lindero del descontaminado río Bogotá, consigno que es probable que me haya quedado corto en los alcances de mi prospección, ello porque al cotejar la anticipación del futuro con el futuro verídico (cuando éste llega realmente sin duda naufraga todo cálculo). En principio debido a que quien especula —en este caso yo—, lo hace sin conseguir abarcar jamás en su pesquisa todo el espectro de tecnologías en curso de comparecer.

Ahora bien, tanto Mitnik y su obra, el Helicoide, como los iapers, los domos y las deslipistas, hacen parte de un proyecto novelístico que adelanto en el momento y cuya acción transcurre en el marco de una concepción algo optimista del mañana bogotano, la cual creo viable en grado sumo.

Los escépticos, siempre podrán recurrir como ya dije a la comparación retrógrada, que ya empleé en el asunto de los nombres, y reitero ahora con el parangón entre tres ambientes...

Ambiente número 1: Bogotá, lunes 11 de noviembre de 1850, ¿o acaso se llama todavía Santa Fe de Bogotá?, la flamante capital de la Nueva Granada, es un atrasado pueblecillo de 45000 habitantes en el cual tiene asiento el gobierno del presidente José Hilario López (dentro de un año ordenará el fin de la esclavitud); no hay alcalde sino jefe político (José María Maldonado); hace apenas ocho años se tomó la primera fotografía (el daguerrotipo de la Calle del Observatorio por Jean Louis Gros en 1842); faltan 15 años para que establezcan la primera línea telegráfica (1865); y 31 años para que instalen la primera línea telefónica (21 de septiembre de 1881); la ciudad no dispone de alumbrado público, ni siquiera con velas de sebo, en contraste Londres, por ejemplo, cuenta con iluminación a gas desde 1807 (Bogotá sólo la tendrá en 1871); la luz eléctrica tardará cuatro décadas en aparecer (1890), y el alcantarillado subterráneo demorará más de veinte años (1872); la tubería de hierro para el acueducto sólo aparecerá en 1888; el viaje hasta el puerto de Barranquilla toma alrededor de dos meses, y el recorrido hasta el puerto de Honda sobre el río Magdalena tres días; escasamente se va a emprender la pavimentación con piedra del camino a Facatativá; no hay cuerpo de bomberos, ni de policía establecido; la inauguración de la primera línea de tren (el “Ferrocarril de la Sabana” entre Bogotá y Facatativa) demorará hasta 1889; y el primer automóvil —un Cadillac que importó Ernesto Duperly— arribará únicamente hasta el lejano año 1903 (en el 2003 se celebró el centenario del automóvil en la capital)... y en la labor manufacturera local ni siquiera se utiliza la máquina de vapor que mueve las fuerzas industriales en el mundo desarrollado hace ¡tres décadas!

Ambiente número 2: Bogotá, 2005, la abrumadora ciudad en que vivimos ¡180 veces más poblada!, con vuelos internacionales, y millones de autos, teléfonos, computadores, ventajas y problemas.

Ambiente número 3: Bogotá, 2150... si tenemos en cuenta que el ascenso tecnológico de la humanidad siempre ha consistido en la construcción de una generación de herramientas nuevas para elaborar con ellas otra generación de elementos más sofisticados; entonces, sin que se necesite ser mago (para advertir que en los siguientes 150 años este proceso será mucho más acelerado que en los 150 anteriores) la tentación de aventurar conclusiones nos embarga.

Y es irresistible.

domingo, septiembre 11, 2005

E20 ¿Es Colombia cómo Proexport la pinta?

Colombia Marca-País:
Entre pasión y presión


¿Es una remolacha? ¿Un músculo cardiaco hipertrofiado? ¿El trasero de Marilyn Monroe contoneándose? ¿La abstracción comunista (y consumista) del conejo de pascua? ¡No! Es la realización del ‘experto’ (si lo declara alguna desconocida fuente póngale la firma) David Lightle…

Y lo que quiera que implique (todo menos identidad local) Proexport acaba de embutírnoslo a manera de insignia comercial colombiana. Tan evidente como la especie zoológica en la que se matricula Tribilín, la recién publicada Marca-País promueve una genuina polémica, y aunque todavía debo decidir qué encuentro menos autóctono en ella (si el solitario signo de interrogación anglicado que acompaña la frase, “es pasión!”, el ambiguo concepto de pasión como tal, o el taurino gráfico alegórico del ‘desangrado’ corazón de Jesús), me uno sin titubear a sus malquerientes.

Digan lo que digan en Proexport (donde cuando se averigua al respecto, “copiapegan”, a falta de contestación personalizada, un mensaje electrónico multiuso con gratitudes artificiales e información preelaborada en el sitio Web) es un burlesco despropósito una Marca-País made in USA. Empalaga que el distintivo o señal de fabricante que portarán los productos de nuestra industria, lleve por emblema lo que a una camarilla de ilustrados creativos les apetece.

Nuestra era de lugares comunes y encuestas amañadas ha visto cómo se populariza hasta lo absurdo el blindaje competitivo (insólito padecimiento psíquico que induce a los infectados por el virus del aparentar a emplear cada dos segundos en su charla las palabras “blindaje” y “competitividad” para sentirse chic); tal condición amenaza hacer naufragar la sociedad en un mar de charlatanería tornándonos cada vez más incompetentes y menos amigables. En consecuencia, incumbe a quienes disentimos hacerlo categóricamente, sin vehemencias ni circunloquios. Basta de ya de dejarnos convertir en minúsculas unidades de una ficha técnica, o en infinitésimas fracciones del PIB. Todo esta estratagema de la Marca-País, a despecho de sus nobles miras, exhala propaganda furtiva; bien porque la imagen propuesta remite subliminalmente al soporte gráfico de un eventual partido político (por algún desquiciado impulso cada vez que evoco su eslogan satélite “Colombia es pasión¡”, repiquetea en mi bóveda craneana el estribillo: “¡Todos con la reelección¡” e incluso, si examino en detalle el motivo, entreveo dos letras U superpuestas); bien porque encrespa la cuestión esa del focus group (del cual partió el proyecto) integrado por 400 colombianos, quienes durante un año de ahínco, apuntalaron la condensación del sentir nacional en estructura bidimensional. Curioseemos, mmm… si somos 44 millones de retoños de la patria, las impresiones de cada uno de los 400 sondeados englobó las de 110.000 (¡ciento diez mil!) compatriotas (por aquello de 44 millones dividido entre 400); ah, y el suceso resulta más seductor si además rememoramos, para obtener una evaluación panorámica, que a estos grupos de investigación previos al diseño final también confluyó la colosal multitud, el gentío, de 150 —léase bien—, ¡ciento cincuenta!, consumados intérpretes extranjeros, idóneos custodios de las valoraciones que acerca de Colombia y de los colombianos tienen los demás seis mil millones de terrícolas que ocupan el planeta. Lo cual corresponde a afirmar —con fiabilidad estadística cercana al ciento por ciento argüirán en Proexport— que el veredicto de cada uno de esos 150 omnisapientes esclarecidos foráneos sintetizó el de 40 millones de personas (según se infiere de repartir seis mil millones de humanos entre 150 encuestados).

Quien desee soltar una incrédula risilla hágalo con confianza.

Cuenta por ahí el saber popular que sobrevenido el funeral solo los ajenos a la familia se refieren imparcialmente al difunto, lo cual menciono porque sin favor público las encuestas se vuelven impuestas, la estadísticas, ‘estafísticas’ y las consultas, no consultan pero sí insultan. Por desgracia, desde fines del siglo anterior, he verificado a menudo cómo, en las aulas universitarias y en el entorno profesional, muchos diseñadores (no solo los que secundaron a Proexport) soslayan el sentimiento popular, y olvidan que su oficio es armónico únicamente cuando fabrica puentes entre la utilidad que fragua la ingeniería y la belleza que engendra el arte. Muchos talentosos pensadores (la mayoría no diseñadores, verbigracia Donald Norman) reprochan a los diseñadores por descuidar en sus creaciones el aporte emotivo a la colectividad, y abstenerse de conferir al producto eso que ellos llaman efecto “oso de peluche” (y yo “factor zapatos viejos”: entre más los calzo, más me encariñan y menos quiero deshacerme de ellos), mismo del cual carece superlativamente, por supuesto, la imagen que soporta la estrategia de Marca País. Sobra agregar que cuando tal sentido social falta, el accionar del oficio deviene —ahí sí cabe la denominación— en dogmatismo, sectario y pasional, más desgreño que diseño orientado a crear adefesios para unos usuarios supuestos que sólo existen en mentes encharcadas de solipsismo y soberbia.

Así, la privación de consenso hace del trabajo de David Lightle no un logosímbolo, y ni siquiera un loco-símbolo, sino si acaso un ogro-símbolo, cuando no un ogro-chímbolo; empero, aclaro, lejos de mí mofarme de la pureza de la línea o del manejo cromático del resultado alcanzado por Lightle (¿una eminencia en “colombianología”?) con el concurso de célebres maestros colombianos envueltos en el proceso creativo, pues tales virtudes las tiene de seguro. Lo que extraño es algún referente a las selvas, a los mares, a las flores, al altiplano, a la provincia antioqueña, al llano o las costas, algo, en fin, que produzca maripositas, o aves, o arco iris gástricos y cuya concepción final debería haber sido, a fe mía, mucho (pero muchísimo) más dialogada.

Planteado lo cual devuelvo el reloj.

A principios de los noventas, cuando desconocía los alcances del diseño, equiparé, como otros muchos incultos, las chupetas tinturadas con las cuales Quico antojaba al Chavo (y que siempre engullía la Chilindrina en las comedias televisivas mexicanas) con la espiral tricolor (amarillo, azul, rojiza) del ya fallecido David Consuegra que a la sazón seleccionara la Corporación Nacional de Turismo como imagen de Colombia ante el extranjero. Hoy, pese a trece años de proximidad docente y editorial con dicha disciplina en sus áreas industrial y gráfica, mantengo tanto mi empecinada opinión como mi blasfemo paralelo de antaño. Simplemente, me es imposible, como colombiano, reconocerme en la citada obra de Consuegra.

O lo era, hasta días atrás cuando Proexport divulgó —en el marco de SU (de ellos, no de todos) estrategia de marca país— la imagen gestada para nuestra nación por el estadounidense David Lightle (redentor gráfico, proclaman sus promotores, de Nueva Zelanda, Taiwán, Tailandia, Australia y otros pueblos sumidos en la indigencia comercial) bajo el concepto de “Colombia es pasión”. Por contraste, ante esta imagen ciega, sorda y muda (según diría Shakira), y totalmente ineficaz en mi criterio para interpretar la esencia colombiana, la espiral de Consuegra se transfiguró de repente en sublime espejo del alma nacional.

Y parece, a juzgar por los más de sesenta comentarios de diseñadores, publicistas y arquitectos (sin sumar ni cuatro positivos) que leí publicados la página Web de la revista proyectodiseño, que somos bastantes quienes experimentamos conmociones similares. El veredicto es abrumador: pese a lo bienintencionado de la estrategia hay descontento y antipatía con la imagen financiada por Proexport. Muchos (y yo el primero) somos quisquillosos con todo aquello que se valga con fines lucrativos de la palabra “Colombia” (si bien es fortuito el que los creadores de las dos imágenes glosadas en estos párrafos lleven David por nombre, bien que el del gringo se pronuncie ‘Deivid’). Y me enerva encontrar el argumento, si cualquier hijo de vecino (como yo) osa abrir la boca para objetar que el asunto está fuera de crítica porque el diseño no es arte. O porque estoy falto de acciones en el negocio. Tamaña desfachatez. Por ventura fuese admisible, si discurriésemos acerca del logosímbolo de una empresa de computaciones, de mensajería internacional o de bizcochos aliñados, pero cuando el asunto involucra la nación que me vio nacer (y presume comunicar al mundo lo que como oriundo de ella anhelo y proyecto, la forma en que me contemplo y deseo ser contemplado) tengo como cualquier ciudadano mi parte en el pastel. ¿O será que quien es diseñador es más colombiano que quien no posee título profesional en la materia? Sin ánimo de esgrimir patrioterías trasnochados, el que un norteamericano nos diga cómo queremos ser vistos provoca rasquiña en los más tolerantes y nauseas en los menos. Además, no hay divinidad privativa del diseño, y que se sepa, el llamado Dios por unos o Ala por otros, no ha comisionado representantes suyos en la Tierra para intermediar entre una eventual teoría estética divina y el común de los mortales. Punto donde subrayo que los diseñadores harían bien en comprender lo que hace tiempo captaron los políticos: que el mundo ha migrado de lo representativo (donde yo delegaba mi pensamiento en otros) a lo participativo (donde si otros se erigen en voceros de mi opinión sólo puede ser con mi contribución directa).

¿Quién les dio derecho a esos fulanos de arrogarse nuestra voz? Y tildarla (la tuya, la mía, la de todos) como “pasión”. Por mero fisgoneo puedes indagar en un diccionario como el de la Real Academia o emplear la herramienta de sinónimos del procesador de textos que corre tu computador para comprobar que ‘pasión’ es un vocablo con infinidad de sinónimos y acepciones. Muy pocos positivos (entusiasmo, efusión, ímpetu, fogosidad, cariño, afecto, amor, apetito, deseo, fervor, interés) y otros muchos, muchísimos, con connotaciones que van desde negativas hasta espantosamente negativas (enardecimiento, apasionamiento, acaloramiento, exaltación, fanatismo, intransigencia, arrebato, violencia, arranque, furor, furia, exasperación, delirio, frenesí, locura, manía, efervescencia, ceguera, paroxismo, preferencia, arbitrariedad, parcialidad, tristeza, abatimiento). ¿Será que Mr. Lightle nos aborrece y quiso caricaturizar en su logosímbolo nuestras lacras nacionales? (ya saben, promiscuidad, masacres, delitos varios, crímenes pasionales, adulterio —por lo de los cachos—, y demás).

Ahora bien, quienes al leer esto consideren mi discernimiento en términos de remolinitos y calaveritas. sin hablar de palabras mayores, pueden serenarse, le doy a la marca país la merced de la duda, es viable que la imagen en cuestión sí revele la esencia nacional, tanto como ‘La virgen de los sicarios’, ‘Perder es cuestión de método’, ‘La primera noche’ y otras brillantes creaciones cinematográficas retratan en modo fidedigno el día a día de cada colombiano ¿verdad?, o con la misma intensidad que Bogotá se asemeja a un pueblo perdido del septentrión mexicano (en el fondo, el dibujillo y su lema se me antojan como fruto del encargo de algún grupúsculo de damas elegantes a su esteticista de cabecera para decorar la fachada de su boutique en algún exclusivo pasaje comercial). Está tan lleno de nuestra (lo-que-signifique-eso) verraquera nativa; ustedes comprenden, el vocablo ese que escrito con v se define en los diccionarios como “lloro con rabia y continuado de los niños” y se deriva de verraco que es el “cerdo padre”, y que deletreado ‘berraquera’ está ausente de los lexicones donde solo asoma en su forma ‘barraquera’ que es otra forma de insinuar verraquera.

Una última cosa, mis verracos (¿cerditos chillones?) conciudadanos, todo el episodio revela que seguimos zambullidos en una sociedad donde los apellidos tradicionales de ancestro hispánico valen poco y los de raigambre exótica se cotizan en mucho. Donde chequera mata opinión y título profesional desplaza cultura ciudadana. Así, siento que vamos hacia la feria del mercado globalizado, emperifollados en ese fastuoso Marca-país (¿o Estigma-país?) acorazonado con en el cual los asesores de imagen transformaron por comisión de Proexport —y con arbitraria labor— a la venerada patria en una mujerzuela que se ofrece al mejor postor, con labios rojos y calzones baratos.

Pero pierdan cuidado, desvarío. Ellos (los que saben) nos aseguran que el bosquejillo robustecerá la imagen de Colombia en el ámbito internacional; ellos (los autorizados) pronostican que el bocetuelo se convertirá en núcleo de la empresa que aglutine a todo el país en torno a un ideal; y asimismo ellos (los acreditados) afirman que esa estampa de una taza de caldo hirviente de tomate nos motivará a todos los colombianos (incluidos los apátridas resentidos, como designarán a quienes nos aventuremos a discrepar) para actuar y unirnos a la solución al problema de la apariencia nacional. Y argumentan también ellos (los de VMA —Visual Marketing Asssociates— firma norteamericana reponsable) que el ogrosímbolo de su hechura explota la asociación directa del público estadounidense entre los colores tropicales y Colombia (¿perpetuando que nos continúen percibiendo como a una república bananera?). Tras lo cual nos preguntamos si habremos estado expuestos a una sobredosis de radiación pre-TLC (¿O es que la favor del público de las otras casi doscientas naciones del globo, que suman el noventa y cinco por ciento de la población mundial era intrascendente?), y, ¡cómo no!, también nos sosegamos porque ellos (los de Proexport) prometen que su proyecto será la madre de todas las invitaciones a la acción (sin importar que numerosos diccionarios especifiquen que ‘pasión’ deriva de ‘pasivo’ como ‘acción’ lo hace de ‘activo’). Es más, como rotunda prueba de la veracidad de sus postulados ellos (los reputados) registran gran receptividad a su millonaria inversión publicitaria, según indica la masiva acogida dispensada, durante las pasadas semanas, por cinco o seis ‘apasionados’ ciudadanos que han empapelado con la bienaventurada imagen de Marca-Colombia las ventanas de sus hogares y automóviles.

Por eso, señores de Proexport debo confesarles algo: jamás preví encontrar en la vida mayor altruismo democrático del que alguna vez mostraron para conmigo Amway, Herbalife, Travel One, y otras humanitarias compañías. Su apasionada presentación efectiva me convenció (razón tiene la Biblia al profetizar que los mansos heredarán la tierra), les deseo suerte en su empeño y agradezco de corazón (¡en serio!) por abrirme los ojos a las enormes posibilidades que plantea vincularme a su versión empresarial de Colombia (momentito, ¿no es ese un concepto del ex presidente Pastrana?), es muy amable su interés en mí bienestar y en el de mi nación. Lastimosamente —y hasta tanto su estrategia excluya a varios millones de compatriotas—, declinaré su ofrecimiento. Por ahora, mi pasión es otra.

¡Y Colombia NO es lo que ustedes pintan!

domingo, septiembre 04, 2005

E19 Desastre ambiental anunciado

¿Agoniza el embalse de Tominé?


Todo organismo puede ser nocivo si las condiciones lo permiten. Probablemente por eso, grandes ecólogos como Margalef y Odum, explicaron la contaminación como: “un recurso que está dónde no debería” (o donde sí debería pero en tal cantidad que causa problemas). Así, en aquellos ecosistemas lacustres equilibrados, una planta como el buchón es inofensiva; sin embargo, cuando las circunstancias propician que dicho vegetal colonice las aguas (según aconteció décadas atrás en la represa del Muña), el citado buchón se transforma en vampiro: un auténtico asesino de estanques. Por ello, conviene atender lo que en estos días ocurre en Tominé donde el buchón gana terreno sin cesar. ¿Se aproxima la muerte de otro cuerpo de agua? ¿Será Tominé un segundo Muña? ¡Averigüen por favor!...

Somos muchos los bogotanos que alguna vez aprovechamos el embalse del Muña como sabroso paraje de veraneo y ocio. De mi infancia, por ejemplo, recuerdo con deleite las ocasiones en que acompañé a mi padre a pescar, o mejor a ver pescar, en sus orillas. Asimismo, guardo en mi memoria ciertas oportunidades en que, junto con un tío en segundo grado, asistí a regatas y otros eventos en uno de los clubes náuticos que a la sazón allí funcionaban. Sol, peces plateados y un espejo de agua cristalino constituyen mis evocaciones infantiles, quizá distorsionadas y magnificadas por la inadecuada capacidad de un niño de seis o menos años para precisar dimensiones en el espacio y el tiempo. Hoy, en pleno año 2005, ya bien crecido y con más de doce años como docente de medio ambiente en una universidad capitalina, me conmueve recordarlo por cuanto una mezcla de desidia y falta de conciencia ecológica hace largo tiempo que tornó aquel idílico paraje en una cloaca a la que si acaso el viajero eventual da una mirada cuando se va o viene de la capital de Colombia por la vía a Fusagasugá, Girardot o Melgar. Dicho vistazo es —en quienes alcanzamos a presenciar el ocaso del Muña en su era dorada— informe mezcolanza de conmiseración y repugnancia, pero sobre todo de horror cuando se piensa que en lugar de recuperar las maravillas ambientales que tal sitio poseía, los tiempos nuevos han sido testigos de la forma en que otros cuerpos de agua cercanas a Bogotá, e importantes para sus habitantes, agonizan en medio de la indiferencia o la impotencia de quienes a bien tenemos advertirlo.

Tal es el caso de Tominé.

Hace un par de meses, algunos amigos y yo visitamos el municipio de Guatavita en Cundinamarca y advertimos horrorizados la forma implacable en que el buchón de agua (Eichornia crassipes) ha invadido el embalse y dificulta ya, paulatinamente, los deportes náuticos y la navegación turística. Unas pocas indagaciones con los vecinos nos bastaron para confirmar que el arrollador crecimiento de dicha maleza flotante comenzó tan solo unos meses atrás (a finales del año 2004, quizá) debido al bombeo a la represa (queda por verse si por particulares o por personal de alguna entidad pública) de aguas negras con alta concentración nutritiva que traían las primeras cepas de la maleza y que en virtud de sus características bioquímicas facilitaban la infestación del embalse por plantas diminutas o matorrales acuáticos nocivos como en efecto sucedió al poco con propio buchón. Todo ello en virtud de cierto proceso bien conocido por los ambientalistas y por ellos denominado “eutrofización”.

Desde entonces, y más con el cometido ético que impone el enseñar a estudiantes universitarios algo de amor por el medio ambiente que con el propósito de sonar alarmista o causar pánico, he intentado notificar infructuosamente a las entidades respectivas (CAR, Acueducto, etcétera) y a los medios de comunicación. En razón de ello esta columna es un llamado de auxilio a quien corresponda por la laguna. Siempre valoré la enseñanza que en uno de sus escritos brindó el columnista del Miami Herald, Leonard Pitts Jr., a sus lectores, cuando puntualizó que a uno las cosas le deben importar aunque sea un comino, y que eso (“comino”, “rábano”, “carajo”, o como se prefiera llamarlo), constituye la diferencia entre los diez mil que vieron algo y no actuaron, y el que (dice Pitts según mi modesta traducción del inglés) movió su trasero y al menos redactó una carta.

Por supuesto, mis observaciones podrían estar sobredimensionadas (que más quisiera yo), pero a la luz de mis modestas nociones ecológicas durante años cultivadas, conjeturo que Tominé ostenta lo que un médico de lagos y lagunas —de existir tal tipo de profesional— bien podría llamar “facies hipocrática”, según titula la ciencia clínica al aspecto característico que presentan generalmente las facciones del enfermo próximo a la agonía. Lo anterior, cualquiera puede confirmarlo si visita el embarcadero de Guatavita la Nueva, pues, (y aunque las montañas de raíces de buchón apiladas en las orillas, dan fe de algunos amigables y valiosos intentos por desembarazar la represa del flagelo) es evidente la dificultad que tienen los botes de recreo para entrar o salir del puerto.

Urge evitar un desastre ecológico como los sufridos por Fúquene —donde residuos de abonos derivados de explotaciones agrícolas favorecieron, de forma más o menos similar a la aquí anunciada para Tominé, la contaminación irreversible de la laguna por otra maleza acuática, en ese caso la elodea (Egeria densa)—, o por el ya citado Muña, antaño paraíso de lancheros y pescadores y hoy transfigurado por el buchón que lo cubre (para desgracia del cercano municipio de Sibaté) en hediondo hervidero de zancudos.

Es preciso actuar pronto. Las autoridades ambientales tienen que remover el buchón del embalse (toneladas de tal materia orgánica pueden servir, por ejemplo, como abono o para cultivar hongos comestibles a escala industrial), y la única forma viable de hacerlo acaso sea tornar lucrativa la labor de extraer la planta del agua (las facultades de Diseño Industrial de Bogotá por ejemplo, podrían colaborar con un concurso que indague sobre los posibles empleos de la fibra de la raíz del buchón para la elaboración de objetos). De lo contrario — ¡y con cuanta alegría reconocería mi equivocación de ser el caso!—, Tominé morirá.

(*) alftecumseh@yahoo.com

viernes, agosto 12, 2005

E18 Vanilocuencia discurso de moda

Vanilocuencia: discurso de moda
escrito agosto 12 de 2005

El afán de simular erudición acorde con las exigencias discursivas en boga, hace que en Colombia todo aquel con (o sin) ínfulas de poetastro, intelectualoide o dialectólogo emplee una ristra de clichés sin miramiento alguno a la concisión idiomática. Para la muestra un fragmento en el mejor estilo contemporáneo. Úselo, imítelo, aprópielo, verá resultados espectaculares y superpositivos, es más, usted saldrá, gracias a él, bien librado al conversar sobre cualquier tópico con cualquier persona y en cualquier ocasión:


Básicamente (giro favorito de quien desea señalar las virtudes de lo que no ha enunciado), de alguna manera, el truco consiste en tener presente que el hilo conductor del proyecto persuasivo, requiere jugarse a fondo y darse la pela de intentar, obviamente, apostarle a la transparencia para blindar la comunicación y abrir espacios de diálogo que faciliten manejar escenarios mediáticos participativos con coherencia apropiada, tal como mandan los cánones de la tecnología de punta, para establecer nexos y alianzas estratégicas con eventuales interlocutores en toda ocasión, desde rondas de negocios hasta sesiones tendientes a establecer alianzas estratégicas.

En ese orden de ideas, de cara al enfoque corporativo que no disculpa falacia alguna, es menester, para salir airoso de cualquier brete, manejar hipótesis de alto impacto y recurrir a lo que alguna vez fueron lúcidas frases (hoy convertidas en manidas y aburridoras dicciones que numerosas personas reciclan sin tregua, como para manifestar su incapacidad de pensar algo interesante). El reto es, sin la menor duda, romper esquemas de incomprensión desde la verdad y generar cambio en el auditorio y, pues nada, retomar lo que se comenta en calles y corrillos, o lo que dice la opinión, para aportar referentes significativos que oficien como terapia de choque contra la satanización de aquellas simbiosis entre el desarrollo alternativo y la sensibilización competitiva a los cuales la banalidad imperante intenta problematizar su interdependencia.

La cuestión es simple: 1. Para visualizar nuevos proyectos sociopolíticos hay que devolver la autonomía perdida a quienes fueron relegados a una marginalidad carencial, y articular planteamientos verbales retributivos con todas las bondades de la conectividad coyuntural. 2. Así las cosas, una asignatura pendiente, en gracia de discusión, es hacer un recorrido por las noticias para, con la pericia del piloto, detectar los estándares conceptuales con los cuales la mayoría de los encuestados formulan opiniones en respuesta a problemáticas dadas. 3. Vivimos una época en la cual el empoderamiento es imperiosa exigencia, si de evitar la perniciosa homogenización de las conductas sociales se trata; por ejemplo, en el ámbito comunal, la protesta social demanda voluntad política para repensar el país según los desafíos del momento y aportar propuestas clave sin detenerse en cualquier rifirrafe ante los enemigos de la meritocracia — por suerte, un porcentaje minoritario a la luz de recientes sondeos de favorabilidad—, y es que, 4. La conectividad entre el magisterio y el pueblo merece, de cara al país (y para afrontar con éxito un hito como el Tratado de Libre Comercio), una actitud restaurativa, en cuanto evento emblemático incorpore la agenda diaria; en virtud de ello, quienes sentimos la patria asumimos el peso de implementar a profundidad una gestión democrática, al interior del estado, como trasunto de lo que contemplan para tales efectos la constitución y la ley, hoy agobiadas, por demás, y en espera de que, por decir algo, surjan a frentear las circunstancias empresarios comprometidos con la sociedad civil y funcionarios capaces de desempeñar una gestión intrafamiliar idónea sin diferencia en virtud de los estándares y porcentajes específicos actuales.

¿Comprendieron?

¿Alguna cosa?

¿La más mínima?

Tranquilos, tampoco yo. Nada había perceptible en los párrafos anteriores.

Aunque algo sí hay preocupante, en especial entre numerosas figuras públicas colombianas, desde dirigentes empresariales hasta estrellas de la farándula.
La mayoría, se expresa así.

jueves, agosto 04, 2005

E17 ¡A salvar la oposición!

¡A salvar la oposición!
Publicado en el columnista virtual de El Espectador www.elespectador.com


En política un crítico imparcial vale más que diez mil partidarios. ¿Sabrá eso el Presidente?

Al congregar en torno a su ideario las descomunales simpatías que ahora lo respaldan, Álvaro Uribe Vélez asume frente al país inmensas responsabilidades cuya observancia exige una sindéresis superlativa; cualidad que un gobernante pierde con facilidad si recurre al sentir de admiradores siempre dispuestos a dar coba como medida exclusiva de su gestión.

La falta de antagonismos robustos desequilibra cualquier ecosistema sociopolítico. Por ello, la coyuntura colombiana precisa conservar a los contradictores de Uribe, hoy tan amenazados de extinción como el tigre siberiano o el oso de anteojos. Urge actuar, vedar la cacería y establecer áreas de preservación antes que sea tarde. En caso contrario las consecuencias serán devastadoras.

Numerosos analistas —entre quienes destaca Jorge Leyva Valenzuela por conceptos publicados en El Espectador (semana del 31 de julio al 6 de agosto de 2005)— comentaron los abrumadores porcentajes de opinión pública devota al presidente Uribe según las últimas encuestas. Y el dictamen es categórico: si la Corte Constitucional aprueba la reelección, la contienda presidencial será un “Vine, vi, vencí” a favor del actual mandatario (quien recién sorteó otro escollo para su pretensión continuista al apaciguar al reacio ex presidente Pastrana con un dulce bozal diplomático). Ya miríadas de promotores, admiradores y prosélitos proclaman la perpetuación de Uribe en el poder como salida única para la nación. Es el dogma. El leitmotiv que repica triunfal ante fuerzas opositoras confundidas, liliputienses, y desacreditadas... Y asimismo una amenaza para nuestra democracia.

Asimilar al regente con el estado se devaluó desde tiempos del monarca francés Luis XIV, toda vez que la carencia de confutadores resulta pésima asesora, máxime con enjambres de panegiristas prestos a decir al gobernante cuanto éste quiera escuchar (lo cual, a menudo, falsea las circunstancias y torna, por ejemplo, una meritocracia en mentirocracia, o una democracia en ‘democresía’ al envenenarla con hipocresía). Por ello, a quienes defienden la variedad compete cuestionar creencias —que no por útiles a muchos uribeneficiarios son verdaderas— y discrepar, si fuera del caso, antes de entregarse sin flexión a la uribeodez colectiva (e ilusoria por momentos como indican los tropezones en el Putumayo); es propio recuperar la desobediencia civil que promulgara Thoreau y —aunque la propensión sea hacer lo contrario— seguir el consejo de Francis Bacon, de comenzar en dudas para terminar en certezas.

Cierto, el presidente Uribe es un portentoso político, pero, a sus evidentes dotes como guía del estado colombiano, él y sus asesores superponen notables habilidades para orquestar un carnaval de ilusionismo masivo jamás visto en nuestra historia republicana. En virtud del colosal trampantojo, hoy un 80% de los colombianos cambiaron la patria real con sus lacras y problemas por el País de las maravillas (lo cual no necesariamente es malo) y anhelan esperanzados la segunda elección del redentor. El pluralismo evaporado dejó su lugar a un ‘pluribismo’ que no contempla si el ciudadano está por o contra el gobierno, sino la medida de su uribismo. Es más, lo usual en este clima némine discrepante, donde campea la noción de que, hágase lo que se haga, si es iniciativa de Uribe está bien, es apabullar cualquier amago de disenso o cuestionamiento con peroratas llenas de blindaje (¿para excluir al impío?), transparencia (¿para contemplar aquello que es prohibido debatir?) y otras abracadabras multiuso convertidas en cánones hieráticos.

¿Cuándo se decretó emplear —como mínimo— veinte calificativos encomiásticos o listar docenas de realizaciones, para poder hacer siquiera una eufemística crítica al caudillo? Si Uribe es tan excepcional ¿por qué contemplarlo con lente de aumento? ¿sirve eso para doblegar la obstinación guerrillera? ¡Y aparte esas cifras DANE que el ciudadano común jamás podrá verificar! Y, peor aún, ¡las encuestas! ¿han reparado en el extraordinario número de repeticiones de la palabra ‘Uribe’ implicadas en cualquier fragmento informativo impreso, virtual, radial o televisivo hecho en Colombia (este texto incluido)? Cual aquellos mantras, coreados a perpetuidad en el budismo, el término es la muletilla social de moda. ¡El uribest-seller¡ ¿Por qué asombra tanto que la celebridad del gobernante aumente con cada sondeo? (si casi todas las preguntas le llegan al público en versión... ¿¡cuál de estos nombres le suena más!?).

A propósito, décadas atrás, el matemático alemán Hermann Haken, padre de la Sinergética (doctrina de la acción de conjunto) compiló en su obra “Fórmulas de éxito en la naturaleza” reveladoras experiencias que indican cómo las personas condescienden con opiniones dominantes y tienden a adherírseles (aun a aquellas que deberían identificar como equivocadas y en ocasiones, a pesar de haberlo hecho). La sugestión mutua es el mejor amplificador del fenómeno Uribe. La ciudadanía cree y, además, quiere creer. Una suerte de efecto eco que propicia mayor aceptación con cada encuesta. La fascinación emotiva neutraliza todo ingrediente racional pues, como explicó el presidente norteamericano James Madison (1751-1836): “la razón humana, el hombre en general, es muy temeroso y prudente cuando se siente solo, y se vuelve más fuerte y confiado en la medida en que cree que muchos otros piensan como él”. Además, tras las seducciones de la administración Uribe (y con tanto de habilidad para hacer favores como de favorabilidad) subyace una monumental estrategia de mercadeo...

Hay un truco casi infalible para maravillar auditorios esquivos: antes de la sesión, el expositor hace que algunos amigos suyos se sienten en las últimas filas; luego, a medida que habla, y tras ciertas frases bien ensayadas, acentuadas con dramatismo, sus camaradas asienten y repiten a los vecinos: “¡qué maravilla!”, “¡éste sabe mucho!”, “¡el tipo está sobrado!”, “deberíamos reelegirlo” y otros elogios que se difunden entre el público; de cuando en cuando, estos mismos aliados hacen preguntas escogidas para que el presentador deslumbre a la asamblea con insólitas soluciones; y al concluir viene algo espectacular: no bien el orador agradece a los congregados, suenan unos tímidos aplausos, con ellos, los compinches, atrás de la sala, empujan a toda la concurrencia a algo que generalmente desemboca en atronadora ovación; después los desprevenidos regresan a sus casas convencidos de haber visto algo fabuloso y prestos a certificarlo en cualquier encuesta. Muchos excelentes conferencistas (y otros menos excelentes ) emplean métodos parecidos para incrementar su impacto sobre la gente, estos realzan igual una sesión humorística, una terapia de alcohólicos anónimos o un consejo regional.

¿Acaso los colombianos intervenimos hoy —la mayoría ignorándolo— en una excepcional comedia? Vaya uno a saber, pero dudar de los trucos, sobre todo con respeto, es una opción válida para los miembros de una democracia participativa y un factor imprescindible para que el mago perfeccione su oficio. Por ello, antes de acoger la bendición “Uribe et orbi” como panacea es salubre evocar cierto relato infantil de Hans Christian Andersen titulado “El emperador está desnudo”: Tenemos hoy un magnífico presidente apto para gobernar como ninguno antes lo hizo. Con una particularidad: los idiotas no pueden notarlo... ¿Verdad? ¿Ficción? Imposible determinarlo, pues si el mandatario adelanta su labor y ninguno ve los presuntos efectos positivos de su mandato nadie se aventurará a decirlo para evitar parecer idiota ante los demás.

Ahí es donde se necesitan opositores valientes; si tanta belleza es verídica, la magia mejorará gracias a dichos escépticos, y si todo resulta mal, ellos mitigarán el tránsito del espejismo de la convicción “al tanto por ciento”, al desengaño del “¡lo siento tanto!”.

jueves, julio 28, 2005

E16 La mala imagen de Colombia ¿culpa del cine nacional?

La mala imagen de Colombia ¿culpa del cine nacional?
originalmente publicado en la página web del diario bogotano El Espectador (www.elespectador.com), sección "columinsta virtual"

La ofensiva distorsión que el director Doug Liman, incluye en su película Mr. & Mrs. Smith, al presentar a Bogotá —pujante metrópoli de ocho millones de habitantes— como un cálido pueblucho mejicano flagelado por los rigores de la guerra total, motivó una justificada ola de indignación en nuestro país con rechazos del público, protestas de la Administración Distrital y, finalmente, salida del filme de cartelera, incluidos; sin embargo, la mayoría de quienes impugnaron la cinta (protagonizada por Brad Pitt y Angelina Jolie) olvidaron que la reiterativa tendencia de la industria cinematográfica mundial a plasmar en numerosas producciones una Colombia abominable (e inexistente) tiene como culpables principales ¡a los creadores del cine nacional!

Para la muestra, la cinta Rosario Tijeras (dirigida por el mejicano Emilio Maillé sobre la novela original del escritor antioqueño Jorge Franco Ramos) próxima a ser estrenada... aún sin haberla visto, y aunque reputados periodistas digan que Jorge Franco “sin caer en la denuncia social o el rollo sociológico escribió una canto a la emancipación de la mujer sometida...”, el público extranjero solo recibirá otro sorbo del mismo apestoso cliché: Colombia es una nación de prostitutas, traficantes y pistoleros mal hablados...

Nos ven como los hacemos vernos, con las imágenes que les exportamos (y luego nos enojamos cuando nos las devuelven Mr. & Mrs. Smith y compañía), porque cada nueva obra inspirada en nuestra realidad apela al eterno sociodrama kitsch, a los diálogos miserables entre gentes miserables... a las mulas, a los narcos, a los paracos, a los guerrillos... Pueda que los aspectos técnicos sean impecables, las actuaciones soberbias y la fotografía magnífica. ¿Y qué? A decir verdad, en cuanto a talento artístico concierne, muchos proyectos resisten cualquier objeción y merecen generosos adjetivos.

¿Y qué?, si lo perturbador es el fondo, la rancia receta de “reflejar la realidad” y exhibir lo más brutal del contexto nacional, realzado con efectismos para corroborar los estereotipos ya popularizados en el concierto internacional por exiliados sediciosos, periodistas irresponsables e ‘intelectuales’ cuestionables (algo extensivo a las telenovelas y a las obras premiadas en los certámenes literarios locales). Así, ¿por qué sorprendernos si en Europa o en Estados Unidos los Doug Liman de turno asumen que aquí un ejército inepto se encarniza contra esforzados guerrilleros y desampara a los humildes de las tropelías paramilitares?

Por qué escandalizarnos sin nuestros propios productores y actores, casi obscenos, ridiculizan las desdichas de sus compatriotas para conquistar premios internacionales con el viejo truco del mendigo que expone antes los transeúntes sus llagas y quemaduras para obtener limosna (sólo que los indigentes y menesterosos auténticos tienen llagas propias, no ajenas, y que además no realizaron estudios de actuación, ni viven una vida de ensueño, y ni siquiera hablan con el impostado hablado de los Diego Cadavid, Manolo Cardona, Juan Carlos Vargas, Flora Martínez y cuanto bello, rico o famoso de la farándula criolla cobra millones por caricaturizar compatriotas infelices). Toda la filmografía colombiana acogida en el extranjero destila el machacón pesimismo que hermana a “Rodrigo D no futuro”, “La vendedora de rosas”, “La virgen de los sicarios”, “la primera noche”, “Perder es cuestión de método” y otras tantas producciones nacionales. ¿Dónde está la contraparte optimista? ¿Cuándo veremos en la pantalla grande una llorona, una patasola, una comedia típica, un platillo volador, cuando menos un simple duende en lugar de ese monótono vicio de descubrir con cada estreno que el fuego quema. ¡Tamaña utopía construyen nuestros paladines del cine al despachar a los mercados internacionales forajidos y prostitutas imaginarios a modo de artesanías?

Es más, por fortuna su actuación en “María llena eres de gracia” (¿o de droga?) fue insuficiente para que la Academia concediera el Oscar a Catalina Sandino, y no porque la actriz carezca de méritos, sino porque dicho premio hubiera contribuido a aumentar el regodeo pornográfico con la ordinariez y el sufrimiento de nuestros desamparados. ¿Es que todas nuestras mujeres son rameras? ¿todos nuestros adolescentes drogadictos? ¿por ventura fuimos todos los colombianos engendrados con violación implicada y en medio de minas quiebrepatas? ¡Cuando surgirán la fantasía, los mundos alternativos, los episodios históricos!

Ojalá quienes hacen cine en Colombia, adviertan cuán sano sería hacer películas sobre algunos elementos poco conocidos en el exterior acerca de nuestro país, y sorprender a la crítica destacando lo mejor de las grandes ciudades que hemos levantado, o de los millones de colombianos que hablan sin decir ‘pirobo’ o ‘gonorrea’ cada media frase, o de las innumerables familias pobres que subsisten con dignidad. Hasta tanto eso no ocurra, proseguirá aquella gran paradoja según la cual las producciones nacionales ganan premios en festivales internacionales mientras deleitan al mismo público extranjero al que desmotivan de hacer turismo entre nuestras fronteras.

Escrito en julio 28 de 2005