sábado, abril 02, 2005

E10 Una aproximación inicial a la teoría de las groserías

Malas Palabras (Parte primera)

Por: Alfredo Gutiérrez Borrero
Originalmente publicado en
www.proyectod.com (abril 1 de 2000)


Los humanos —al menos en occidente— vivimos inmersos en una cultura obsesionada con la limpieza y las buenas maneras; una cultura seria y respetable. Incapaz de reír de sí misma. Nuestras ciencias y artes, las mismas que originaron el ballet y enviaron al hombre a la luna, han progresado gracias al idioma distinguido, el refinamiento estético y la precisión matemática. Pero el exceso de cortesía y corrección hizo hipócrita al mundo moderno: sus normas, constituciones y religiones, sus teoremas y mandamientos, pretenden darle unas virtudes, cualidades y sentimientos que no tiene.

Y es que hay mucha distancia entre lo que la humanidad piensa y lo que la humanidad dice; como muestra de ello (y a pesar de siglos de esfuerzo educativo) las groserías —esas toscas expresiones de segunda— son hoy poderosas y numerosas; ellas, pese a estar ‘prohibidas’ en los ámbitos respetables y desterradas del habla ‘elegante’, continúan siendo las palabras más utilizadas: divirtiendo a unos y ruborizando a otros, chistosas o insultantes, las ‘malas’ palabras, constituyen la más natural y vigorosa expresión del lenguaje humano. La única que exterioriza la sinceridad de la que los adultos despojan a los niños.

Yo me cuento entre los que desean un mundo más mal hablado pero mejor vivido. Después de todo, las groserías no son tan malas palabras como esos aristocráticos términos políticos y científicos que hablaban los que masacraron a los judíos, idearon los campos de concentración o detonaron las bombas atómicas. Los macabros actos que a lo largo de la historia consumaron quienes perseguían, lo bueno, bello y verdadero o defendían la superioridad de una religión o una raza sobre las demás, me hacen suspirar por lo básico y me obligan a desagraviar las groserías.

Esas mismas groserías han jugado, pese al desprecio general, un papel muy importante en la construcción de la parte menos censurable de la sociedad contemporánea, y el inconsciente colectivo lo sabe: Las llama ‘palabrotas’, porque son más grandes y fundamentales que esas otras palabras ‘solemnes’.

Para muchos el léxico que recurre a ellas es ordinario y posee un carácter vulgar, falto de calidad; pero lo ordinario es lo común, suele suceder y hacerse costumbre generando hábitos. En ese sentido las groserías son expresiones con identidad (del latín ident e idem: lo que se repite una y otra vez) dotadas de una singularidad indisciplinada. Por tal motivo se usan para librarse de la obligación, del vínculo forzoso que las condiciones sociales imponen, de la veneración a los reglamentos.

La capacidad libertadora del vocabulario vulgar es refrescante frente al autoritarismo moral que administra el idioma y constriñe a denominar ciertas partes íntimas del cuerpo humano y determinados actos físicos ‘secretos’, sobre los que impera el tabú, con eufemismos (modos de expresar con suavidad ciertas ideas), metáforas (figuras retóricas que transportan el sentido de una palabra a otra mediante una comparación mental) o términos científicos. Así, donde los discursos estudiados hablan de ‘los testículos’, ‘los bulbos de la vida’ o ‘las gónadas sexuales masculinas’, el glosario chabacano dirá escuetamente ‘las güevas’.

Del mismo modo lo vulgar es democrático en su desnudez y liberal en su generosidad, es como saber respirar o poseer el secreto del latido del corazón: una prerrogativa existencial, algo que todos los hijos del cosmos recibimos gratis. Algo sobre lo cual la educación corporativa no ha conseguido convencernos de que no lo sabemos para cobrarnos por enseñárnoslo.

La engreída erudición se empecina en señalar que lo popular, por público, es barato y carece de valor. Empero lo trivial hermana al género humano pues ningún pueblo en su estado silvestre es defectuoso.

Al lenguaje cotidiano se le designa ‘prosaico’ por que su estructura no está sujeta, como la del estilo poético o el enunciado científico, a la medida y a la cadencia; es propio del arrabal, o sea de las afueras de la ciudad, y es plebeyo porque lo usa el pueblo: esa multitud que ignora los nobles tecnicismos de los patricios sintéticos que fabrica la industria pedagógica.

Al individuo civilizado, que ha pasado años prisionero en las aulas pagando por aprender y adquiriendo grados y pos grados universitarios, se le adiestra para buscar la oportunidad y el dinero. Su máximo interés es el trabajo lucrativo que genera utilidades. Eso es lo que hace la gente decente. Asombrosamente, ‘decente’ procede del latín ‘decet’ que significa ‘conveniente’ (y a su vez ‘conveniente’ es lo que causa utilidad), y por ello lo que no contribuye al esquema monetario es inútil. O indecente. Ahora bien, si la invención del dinero fue ventajosa o perjudicial para la sociedad es algo tan discutible como si lo fue la invención de la pólvora.

Parecería que el humano, muy orgulloso de su presente mecánico y tecnológico, trata a toda costa de negar su estirpe animal, de ocultar su vínculo con la naturaleza. Debido a eso las groserías son conocidas igualmente como ‘rusticidades’ (y lo rústico es lo relativo al campo: del latín ‘rusticus’). Para encubrir su pasado selvático la humanidad inventó la arquitectura y gracias a ella fabricó el ambiente más antropocéntrico de todos: las ciudades o urbes. Ahora el dogma moderno llama ‘urbanismo’ al grupo de pautas técnicas, administrativas, económicas y sociales que se refieren al progreso armónico, coherente y humano de los poblados; y además designa como ‘urbanidad’ a la cortesía y a los buenos modales. El mensaje siempre es el mismo: el hombre urbano, económico e ilustrado, es bueno; y el hombre rural, ecológico y analfabeto, es malo. El humano urbano es correcto, porque ha recibido la corrección del castigo social, ha sido domado de sus ímpetus salvajes mediante la instrucción; el humano rural no ha sido corregido y su pasión bestial continúa indemne.

Entonces resulta que el humano inculto es impuro, no ha sido purgado del estigma animal, es sucio: obsceno. Y lo obsceno es indecente, carece de modestia.

En ese punto la tradición dice que Adán, por haber caído en la trampa de los juicios de valor, se avergüenza de su desnudez y confecciona el primer vestido, se cubre, se disfraza, pierde su condición divina y se hace humano. Desde entonces las virtudes implicarán represión y sometimiento, y los vicios (que son la imperfección), independencia y anarquía. Desde entonces la desnudez es obscena, y amenazante.

Veamos la definición de desnudez que da la edición de 1853 del “Nuevo Diccionario de la Lengua Castellana”: «Desnudez, f. (sustantivo femenino), Falta de vestido, de ropa, de cosa que tape, cubra o abrigue y ponga al cuerpo en estado de presentarse con decencia, o por lo menos sin ofrecer sus carnes a la vista. fig. (en sentido figurado), Pobreza, miseria, estrechez, desamparo, desabrigo, indigencia, necesidad, abandono, situación crítica, desesperada, cruel, etc. »…!!!

De nuevo el mismo código sobreentendido, la visión del cuerpo humano sin adornos, ni cobertura como algo malo que hay que ocultar con el vestuario: diseñando modas. Y nuestra vida animal colectiva hay que vestirla también. Construyendo viviendas y edificios.

Lo obsceno se convierte en contrario al pudor. Y el pudor es una especie de reserva casta, de abstención en el uso del sexo, de vergüenza honesta, como de inocencia alarmada, ruborosa y pura, propia de las mujeres vírgenes (¿víctimas?) más ejemplarmente educadas (es decir las más culturalmente condicionadas y programadas). Es modestia. Modestia que es falta de ostentación y lujo, pero asimismo la virtud que nos impide hablar o pensar orgullosamente acerca de nosotros mismos.

Sin embargo, ¿por qué no podemos hablar con orgullo de nosotros mismos? ¿acaso porque ‘orgullo’ traduce: opinión exageradamente buena de sí mismo?

¡Por supuesto! y el humano en cuanto bestia es maligno.

Después la modestia se transforma en recato: que es otra gran virtud, en especial femenina, es el arte de encubrir lo que no debe traslucirse ni se debe notar, ni debe saberse; y ¿qué no se debe saber?, shhh, escribámoslo en ‘voz’ baja: nadie debe saber que nos reproducimos mediante un coito y defecamos como el resto de la fauna superior, ni que algunas porciones del cuerpo relacionadas con dichas actividades son de igual forma ‘animalescas’.

Al remontarse a las causas primarias de las palabras se revelan las arcaicas angustias, el apocamiento y los vestigios de culpa que dejó a la humanidad el abandonar el reino animal —o el tratar de hacerlo—, de ahí nuestras distorsionadas posiciones hacia los anhelos y funciones sexuales. Posiciones que van desde la más tajante reprobación hasta la tolerancia condicional, desde el remordimiento simulado hasta la sofisticación perversa. Demasiadas personas hallan ‘sucio’ el sexo; y así lo ejercitan suciamente, y por causa de nuestro doble patrón, ese envilecimiento de la sexualidad rebaja automáticamente a la mujer. Ella se transforma no en la igual del hombre sino en el objeto de su lujuria. Y como objeto, la cultura occidental moderna la ‘fabrica’ y la ‘vende’ dándole prelación a su empaque (con la esmerada diversidad industrial de la moda femenina), y a su presentación (que las empresas de cosméticos disponen).

Aún con la moderna liberación, el recato como cualidad es la capacidad de saber conservar la honra y cuidar de ella con solicito afán para no perder la castidad o seguir fingiendo que se la posee. Por eso la mujer cultural debe y tiene que ofenderse más ante la grosería que el hombre; porque la castidad consiste en reprimir y moderar los apetitos depravados de la carne, buscando la continencia absoluta.

Todo por supuesto para no caer en la grosería, en la obscenidad que incita a la lujuria (afición a los placeres materiales) que hace a las personas sensuales y abiertas en a sus sentidos. El deleite terrenal es casi criminal, y lo rechazamos de tal modo que los celos son la desconfianza que nos causa el bien ajeno; y entre los enamorados son el dolor generado por cualquier placer que el ser ‘amado’ pueda experimentar o haya experimentado fuera del contrato sexual establecido (sea este noviazgo, matrimonio, etcétera).

En el antiguo latín lo obsceno (obscenus) era lo inmundo, lo deshonesto, lo sucio; lo exótico, lo extraño, lo extranjero; y también lo infausto (o desgraciado porque traía desgracias), lo de mal agüero; y obscenas eran asimismo las partes vergonzosas y los excrementos.

Esas partes vergonzosas del cuerpo causaban vergüenza: la turbación de animo causada por el miedo a la deshonra y al ridículo y supuestamente desempeñaban acciones indignas, feas, abominables e impúdicas que afectaban el decoro.

Decoro es honor, pureza y respeto; aunque en arquitectura decoro es asimismo el arte de adornar unos edificios que simbolizan el cuerpo humano; y decorarlos equivale a vestir el cuerpo humano para hacerlo bello. Otra vez asumiendo que éste es feo en su estado natural.

No se necesita hacer esfuerzo para adivinar cuáles son esas partes vergonzosas: los genitales masculinos (pene y testículos), los genitales femeninos (vulva) y las glándulas mamarias (senos) y el ano. Y ¿por qué son vergonzosas?

Simplemente porque causan placer. Porque se involucran con procesos corporales esenciales que, para conservar la vida y prolongar la especie, van ligados a sensaciones placenteras. Tal como lo dice la vieja explicación psicoanalítica de las etapas del desarrollo sexual humano (oral, anal y fálica), lo vinculado a estas tres zonas nos genera goce; y así en lo que atañe a la boca (que por ventura no es parte vergonzosa, a no ser que se atreva a pronunciar groserías) el glotón come por disfrute y no por hambre, tal como el niño continúa con la succión de su chupo mucho después de haber llenado su estómago.

Vinculado a lo fálico (del griego ‘phallós’ que traduce pene), y por ende a lo genital, está casi todo el entramado cultural. Salvo una minoría totalmente cohibida, todos los humanos ansían el quehacer sexual y lo ejercen, con mayor o menor satisfacción. Los que sienten más remordimiento y menor gozo son los primeros en condenar toda sexualidad y a quienes la disfrutan. Se ocultan el pene y la vagina. Y hay centenares de errores y miedos acerca de la masturbación y la menstruación. Esos prejuicios fluyen por la savia del árbol genealógico humano, desde la prehistoria hasta hoy, perpetuando sensaciones de infracción, pecado o anormalidad. De esta suerte muchos niños que se masturban se sienten instantáneamente degenerados, y cuando se habla en público sobre la menstruación (o se hace un chiste al respecto) las primeras en decir que es algo ‘asqueroso’ son las propias mujeres.

La tradición de desprecio por el sexo y el acto sexual, es casi un mecanismo de defensa internacional, por eso se conocen como ‘groserías’ y se estigmatizan muchas expresiones populares que designan los órganos genitales. Por tal motivo son utilizadas como ofensa o para construir alegorías que tienden a degradar el acto del apareamiento.

Pero son los oídos de los mojigatos, llenos de filtros religiosos y morales, los que se sienten insultados al escuchar la grosería (aun cuando no se use como agravio directo contra ellos). El término ‘mojigatería’ procede del árabe ‘motagatta’ que quiere decir fingido o santurrón, que es quién hace escrúpulo de todo… o sea es irresoluto, pues ‘escrúpulo’ viene a su vez del latín ‘scrupulum’ que es una duda o inquietud que paraliza la conciencia.

Para esa persona que se perturba ante el lenguaje básico del pueblo llano, la obscenidad, o lo que en su limitación él considera como agresividad obscena, tiene un significado rotundamente tradicionalista de distanciamiento, de repudio y declaración de predominio sobre un mundo inferior que es (!sorpresa!) sexual y animal. Lo gracioso es que esa misma persona usa inadvertidamente en el habla cotidiana una terminología informal de artes y oficios que denomina «hembra» a todas las piezas que tienen una ranura, un hueco o un agujero para que en él se encajen, se introduzcan o se enganchen otras piezas respectivas denominadas «machos».

Tal léxico informal hace de cualquier acople de piezas una alusión oculta pero contundente a la cópula, y llena de contenido sexual el ejercicio de la ingeniería, el diseño y la arquitectura.

Llegamos al tan prohibido ano —aunque a tantas personas les repugne reconocer que éste juega un papel crucial en su evolución psicológica—, un punto mágico por ser una de las partes del cuerpo que (salvo algunos saltimbanquis) no podemos ver. La mayoría de los animales pueden observarse el ano, únicamente los humanos no pueden hacerlo.

El ano, ese aro muscular excretor al final del tracto digestivo, cierra el ciclo alimenticio y se relaciona en el mito y rito de muchas culturas con la visión circular del espacio y el tiempo. Por ejemplo en español la palabra ‘ano’ (se escribe en latín ‘anus’ y significa ‘anillo’ o, como adjetivo, ‘antiguo’) es muy similar a la palabra ‘año’ (equivalente al latín ‘annus’ que asimismo significa ‘tiempo’, ‘edad’; ‘revolución de la Tierra alrededor del Sol’, ‘círculo’, ‘estación’ y ‘cosecha’). Tal semejanza es común a todas las lenguas romances: así ‘año’ y ‘ano’ se escriben respectivamente ‘anno’ y ‘àno’ en italiano, ‘ano’ y ‘ânus’ en portugués, ‘année’ y ‘anus’ en francés.

Por ese origen circular común, hasta la propia historia se registra en crónicas llamadas ‘anales’.

Pero es el excremento —la sustancia que sale del ano—, el más obsceno material. Un desecho digestivo cotidiano y condenado a la vez. Todos los animales defecan al descubierto, sólo el hombre se oculta asustado para hacerlo, y ese temor es social.
Porque los niños de uno y dos años no ven en las heces fecales nada impuro o repugnante. Si se los deja se regocijan jugando con ellas, olfateándolas; son el fruto precioso de su cuerpo, una fuente de poder y placer; los padres, las normas, apremian a los pequeños a abandonar ese placer. Ellos renuncian. Aprenden a entretenerse con masas de barro, suplentes sin olor del excremento (aunque madres y profesoras a veces repelen ese barro tanto como las propias heces). Más tarde el barro es sustituido por arcilla o plastilina que son admitidas por padres y profesores. Los jardines infantiles las compran al por mayor: casi idénticas a la originaria en coloración, forma y textura.

Con los años, los infantes se apartan más de la materia fecal. Comienzan a jugar con arena, su reemplazante desecado. Aunque les distrae más recrearse en la playa o mojar la arena. Excavar agujeros, fabricar modelos y figuras! (hasta los mayores juegan ese juego). Después aprenden a pintar embadurnándose lo dedos. Y el procedimiento continúa hasta que se hacen adultos. Muchos fuman cigarros, mezclando la oralidad del mamar con la analidad que vuelve amarillos los dedos y dientes. Las mujeres acuden a sustitutos más delicados del excremento: cremas, perfumes y labiales.

Pero ya para esa etapa el asunto es una grosería que no tiene relación con la conducta adulta. Pese a ello cualquier estudiante de artes plásticas, de arquitectura o de diseño, podría darse cuenta de lo anal que es su disciplina. Porque no se puede llevar a buen término una obra sin ‘ensuciar’ la pureza original de la materia prima.

Se empieza por defecar y se continua por ensuciar, engrasar, tiznar, manchar, embadurnar, enlodar, cortar, amasar, salpicar, pintar, dibujar, trazar, representar, iluminar, matizar, perfilar, colorear, levantar, esculpir, diseñar, proyectar, cimentar, construir, erigir y —al final— edificar.

Al meditar sobre eso, las groserías ya no parecen tan inservibles porque repentinamente es evidente el encadenamiento que hay entre un humilde residuo de materia fecal —alias mierda— y la más hermosa catedral.

1 comentario:

Vic Lloyd dijo...

Excelente ensayo! felicidades, lo compartiré a todos los que pueda, vale la pena leerlo!