domingo, abril 03, 2005

E12 parodia Quijotesca (ensayo)

Aventuras del industrioso diseñador don Ilusote de la Plancha

por: Alfredo Gutiérrez Borrero, originalmente escrito el 14 de marzo de 2005

Con mis anticipadas disculpas a don Miguel de Cervantes Saavedra… y la invitación a leer el primer capítulo del volumen primero de su inmortal obra, misma que leerse debe aunque de ella poco se penetre para comprender la parodia del mismo que a continuación prosigue:

Capítulo 1: Que trata de la situación y adiestramiento del acreditado diseñador don Ilusote de la Plancha

De una universidad del país de la Plancha, de cuyo nombre no intento hacer memoria, no ha demasiado tiempo fue egresado de alguna facultad de diseño un estudiante de los de mezcolanza de constructor sillero, carga teórica ambigua, viernes de rumba y discípulo de profesor vanidoso. Una mogolla de conceptos más supuestos que probados los miércoles, de materiales derrochados, guayabos y trasnocho los sábados, entregas los viernes, algún camino en taller de proyectos los domingos, absorbían las cuatro quintas partes de su interés. Lo que quedaba de él lo cautivaban anhelos de grandeza, la sensación de una exclusividad indigesta con ínfulas de lo mismo, y en los sueños de entre semana se entretenía con fantasear sobre su triunfo en Europa. Su profesión era una carcasa de conocimientos hechizos, y de una apreciación de la realidad más bien diluyente, con un trozo de hipocresía en mostaza, que así le servía para configurar sus diseños como de mental sudadera. Se aproximaba la edad de nuestro diseñador a los veinticinco años; era de mentalidad necia, chueco de lecturas, estrecho de escrituras, gran predicador de conjeturas y simpatizante de rarezas. Tratan de afirmar que poseía fundamentos de sistemas, o sistémica, que de esto hay un tanto de discrepancia entre los conocedores que de su caso argumentan; si bien, por cálculos aleatorios, se puede concebir que alguna idea se tenía de semiótica. Mas tal cosa interesa nada a nuestro relato; nos alcanza con que en la fabulación de él se mantenga el argumento dentro de la realidad si tal menester posible fuere.

Es, por tanto, de echar de ver que este susodicho diseñador, los instantes que no permanecía estudioso, que eran bastantes en el año, se entregaba a tratar de revivir pomposamente arcanas nociones de artesanía, con tanta devoción y agrado, que dejó entre renglones casi de todo punto la innovación en su oficio, e incluso la gestión de su crédito público.

A pie juntillas estaba convencido de que la meta principal del diseño en su patria, después de convertirlo a él en vedette, era contribuir a propiciar contextos que acrecentaran la cantidad de objetos sofisticados para complacer las visiones más complicadas de cosas ya elaboradas que según él podían ser más sencillas. Educado como lo estaba en la falacia de que su apropiación de la tecnología de la herramienta y de los elementos componentes remediaría las carencias materiales de ciertos conciudadanos únicamente existentes en su imaginación, se sentía capacitado para corregir las propuestas vigentes en el mercado de los productos todas ellas obsoletas en lo que a cualquier creación humana bidimensional y tridimensional hiciera referencia; de tal suerte que aún sin beber en las fuentes de la psicología, la política, la filosofía, la etnografía, la literatura y la historia como lo hacían sus colegas de otras disciplinas (y sin tampoco ponerse de acuerdo con los de la suya propia) apostaba a ultranza por la preponderancia de lo nuevo sobre lo viejo, y de lo muy complicado sobre lo apenas complejo.

Y tanto alcanzó su minuciosidad y descuido en esto, que cedió muchas oportunidades de crecer en su tierra por hacer una pasantía en ultramar e inscribir su hoja de vida en la nómina de alguna gran empresa (aunque en ella hubiese de laborar como practicante sin sueldo); y de esta suerte, presentó entrevista para emplearse en todas cuantas en el mercado había de ellas; y de las posibilidades que se le ofrecían, ninguna se le antojaba tan prometedora como la de llegar a ser cabeza del departamento de diseño de una gigantesca compañía o acaso el de escribir un tratado sobre clasificaciones objetuales (aunque el término ‘objetual’ continuara en su tiempo sin ser determinado por las autoridades lingüísticas de la época ni incluido en las páginas de los diccionarios) y es que asumía que la nitidez de su fraseología y ciertas enmarañadas hipótesis importadas de latitudes remotas por sus antiguos tutores —mismas por él a todas vistas mal digeridas— le caerían de maravilla a su profesional imagen, máxime cuando alcanzaba a repasar aquellos piropos intelectuales consignados en su bitácora, en los cuales en medio de pliegues que resaltaban por un soberbio uso de las últimas novedades en software para diagramación se encontraba redactada con la letra de uno de sus preceptores (notorio por tener una ortografía tan exuberante como las playas de la República de Bolivia) la siguiente justificación para hacer modificaciones en el proceso de producción de una línea de muebles para sala: “El ortogradismo o bipedación que comporta la intemporalidad semántica del sistema ortogonal de reciclamiento ortodrómico en tan sumo grado la armazón temporaliza y de tal modo la ubicación consuetudinaria propone, que con motivos es pertinente modificar la expectativa semi-sedente del usuario del mismo para transferirle la carga de significación de tipo significativo que hace que las finalidades individuales de entropía negativa o neguentropía personalmente caracterizadas devengan, a través de un estándar existencial más elevado hacia una equifinalidad en la resignificación de las contemporaneidades pragmáticas implicadas”. Y asimismo cuando leía: “…las sintácticas cuantificaciones que de tan cibernética telemetría espaciotemporal se derivan, posicionan el posicionamiento que consigue la posición termodinámica una vez posicionada”.

Con estas elucubraciones derrochaba el eximio científico del objeto y la gráfica su entendimiento, y desvivíase por deducirlas y esclarecerles la interpretación unívoca, aunque tal cosa no consiguiera hacer ninguno de los más versados peritos de la escuela Suiza de filosofía posmoderna y ni tan siquiera el propio Emmanuel Kant si renaciera para exclusivamente dedicarse a aquel espinoso empeño. No le agradaban demasiado los logros de sus compañeros de curso, aunque muy similares eran a los suyos, por cuanto se aventuraba a sospechar que, si bien los esquemas básicos habían sido inspirados en Branzi, Vigotsky, Brunner, Freud y otros grandes pensadores, no escapaban sin embargo a la chocarrería de quienes empleaban el lenguaje simbólico de acuerdo a las leyes del menor esfuerzo. Empero, con todo, ponía sobre las estrellas a cualquier individuo que se expresara con cuatro o cinco modismos del más espantoso rebuscamiento y al consultar en la Internet acerca de la obra de los mejores diseñadores de la elite cosmopolita —si acaso alguna vez hacía tal cosa— le acometía el anhelo de tomar su computador y hacerles a los trabajos de estos algunas mejoras según los preceptos de resiliencia y empatía tan en boga en su escuela; y a no dudarlo quizá así lo hiciera, y aun consiguiera concluir tal labor, si otras más altas y sublimes disquisiciones no se lo entorpecieran. Muchas fueron las querellas que sostuvo con un pedagogo pariente suyo —que era persona erudita, titulado en jerigonzas— sobre quién o qué había incidido más en la comprensión de las dinámicas míticas y rituales de ofrecimiento e invitación presentes en la vajilla actual en la que se servía una tasa de teobroma (mejor conocido como chocolate por los mortales, esto es: aquellos sin título universitario de diseñadores) si la dialéctica de Hegel, la teoría de ‘Gaia’ de James Lovelock, o el libro ‘el Mono Desnudo’ de Desmond Morris; mas don Barry Wild, representante del museístico gremio quien terciaba entre los dos, exponía con pedantería que ninguno alcanzaba al pensador Noam Chomsky, y que si alguno le era comparable era Fritjorf Kapra, padre de la teoría de las redes de gestión, porque tenía muy adecuada estipulación para todo; que no era pensador empalagoso, ni tan quejumbroso como sus colegas, y que en lo de sus discernimientos no les iba en retaguardia.

En circunvolución, él se embotelló tanto en su lexicalización, que se le saltaban las madrugadas averiguando de paro en paro, y las diurnas horas de disturbio en disturbio; y así, del tanto presumir y del poco comprender, se le vació el entendimiento, de modo que vino a caer en el pedagógico vicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que asumía con vocablos de textos raros, así de dilemas, emblemas, problemas, fonemas y categoremas como de ‘aburricionemas’ y otros vocablos por él inventados como ‘estilemas’, ‘tecnemas’, ‘praxemas’ y misteriosísimos ‘posicionemas’; y registrósele en tan gran forma esa alucinación que tenía por ciertas toda aquella cuantía de idealizados disparates que improvisaba, que para él no había otra certidumbre más innegable en el universo. Decía él que los escandinavos eran valiosos diseñadores, pero que sus logros no les veían ni la horma de los zapatos a las conquistas de sus discípulos, que aunque aún no los tenía, harían tales prodigios por él guiados cuando llegara a tenerlos, que podrían partir en dos la historia de su heurística profesión. A decir verdad, y aunque tuviere poca idea de ello, más que docente era dos entes, el cuerdo que había sido y del cual pocas trazas aún tenía y el afectado por pseudología como lo estaba casi todo él, según se denomina aquel trastorno mental que consiste en creer sucesos fantásticos como realmente sucedidos.

En consecuencia, consumida ya su reflexión en medio de ficticiamente científicas retahílas, vino a dar en el más insólito engatusamiento que jamás dio chiflado en el planeta; y fue que se le antojó favorable e inexcusable, así para el acrecentamiento de su honor como para el favor de su rebuscamiento, hacerse teorizador errante, y marcharse por todo el ámbito universitario con sus despropósitos y sus académicos descabellos en pos de las casualidades perdidas; y por supuesto consagrarse a extraviar (con el pretexto de educarlos) a una bandada de cachorrillos de diseñador que hasta ahora hacían su ingreso a las aulas, embutiéndoles a punta de presión y represión todo aquello que él había maquinado, si tal cosa fuese dable. Y una vez conseguidos los susodichos pupilos, los acostumbró primero a emplear en su jerga cada dos palabras una terminada en ‘dad’; y luego cuando entre ellos todo fue idoneidad, viabilidad, y otras inexistentes palabrejas como alfabetividad, estructurabilidad y lingüistiquicidad, su segunda proeza fue ejercitarlos en toda suerte de iniciativas de esas en que los grandes teorizadores se entrenaban, solucionando cualquier tipo de problemáticas como la de sustituir el agua con algo más necesario para la vida y crear un sistema objetual para la reinterpretación de los matices del arco iris; o al menos simular que lo hacían. Y de esta suerte prosiguió su trasegar, a la caza de nuevas peripecias, o incluso, si la fortuna le deparaba tal galardón, de situarse en coyunturas y riesgos donde su obra, si llamara la atención en la desganatura de la facultad, lo colocase al frente de una cátedra de taller de último semestre, donde los educandos, por el sistema tan desorientados como él lo había estado hasta hace poco, acabasen consumando bajo su tutela los más incoherentes y tortuosos planes, hasta que su ego cobrase entre sus iguales (otros marcianos cacareadores solitarios entre los que jamás se vio pensamiento colectivo alguno, ni menos aún diálogo o cosa remotamente parecida), una sempiterna notoriedad y nombradía. Figurábase el desventurado ya laureado por el importe de su trazo con un premio Lápiz de Acero a toda una vida, o cuando menos, con un cargo de profesor asistente en la Academia Domus en aquel lugar del mapa en dondequiera que se encontrara Milán (si era que el Milán de su extravío existía en parte alguna); y así, con estas tan seductoras abstracciones, transportado por el singular deleite que en ellas consideraba, se dio con presteza a poner en vigencia lo que apetecía.

Y lo inicial que quiso fue desempolvar unos artefactos que habían pertenecido a sus bisabuelos, los cuales, despojados de significado para la moda contemporánea y llenos de hongos, prolongadas décadas ha que se encontraban dispuestos y arrumados en el escondrijo de las viejeras. Pulió y disfrazó de verdades los conceptos constructivos que supuso habían profesado sus peritos artífices lo más técnicamente que pudo, pero advirtió que tenían una gran falla, y era que no poseían un discurso que justificase su resurrección de entre los desechos, y ni acaso un simple párrafo de argumento a favor de ellos; no obstante a esto substituyó su destreza, pues mezclando fragmentos de varias revistas de disciplinas que medio comprendía, con trozos de información que retenía de cuantas complicadísimas bagatelas otros videntes del industrial diseño afectados por su manía antes que él habían vociferado y fraguó con ellos tal soporte hipotético (que aunque le faltara el ‘hipo’ y le quedara grande el ‘tético’) amalgamados con maña formaban una aspecto de cabal verdad. Y cierto es que para probar su solidez argumental, que para hablar de verosimilitud ni siquiera alcanzaban, o saber si soportarían un análisis exhaustivo en la arena conceptual se dio a descrestar con ellos a cuanto incauto encontró en los alrededores; y aunque las polémicas en que se enzarzó apenas si merecían el título de sordos monólogos de autistas jugando vanamente al intercambio verbal; certificó que de ellos su método y escuela muy bien librados habían emergido; y tornó a hacerlos aún más impenetrables llenándolos de expresiones sustraídas de los discursos de Adorno, Baudrillard, Canclini, Eco y otros tantos modernos ensayistas; y sin intentar hacer nuevo empleo de su galimatías, recompuso el susodicho fárrago y aún pensó en publicarlo como libro de enseñanza básica de diseño, y lo diputó y lo tuvo por compendio de consumadas demostraciones.

Acto seguido decidió construirse un portafolio, y, aunque el suyo tenía menos virtudes que los abdominales de Santa Claus y más fingimientos que la castidad de la Cicciolina, que a quien las leyere lo dejaban per ístam sánctam unctiónem, que en castellano equivale a “en blanco” o “en ayunas”, la pareció que ni ‘El Capital’ de Marx, ni el ‘Elogio de la locura’ de Erasmo estaban mejor logrados o podían siquiera equiparársele. Medio semestre se le fue en concebir qué título le acomodaría al tal folletín; por cuanto, según conversaba consigo mismo, era inadmisible que portafolio de teorizador tan celebre, y como obra de realizaciones de por sí tan valiosa, estuviese sin denominación alguna; y así encaminaba su privada disertación a hallar alguno que se acomodara a su excelsa calidad, y proclamara lo que él había sido, antes que fuese teorizador errante, y lo que era entonces; pues estaba muy puesto en razón que, avanzando su autor de estado, fuera también progresista el nombre del libro que compendiaba todas sus tareas consumadas, y sonara pomposo y estupendo como le convenía a su dignidad de su autor ahora preceptor recién desempacado. Y de esta suerte, tras mucho probar, configurar, moldear y conformar; y de lo tanto que midió, calculó y tanteó en su retentiva y entelequia, le vino a bautizar Portafoliante: apelativo, a su entender, grandilocuente, cadencioso y revelador de lo que había sido cuando fue simple portafolio, antes de lo que ahora era, que era predecesor y primero de todos los portafolios del mundo.

Puesto nombre, y tan a su acomodo a su portafolio, deseo ponérselo a sí mismo, y en esta cogitación duró otra semana más y finalizado el plazo vino a autodenominarse dado el tamaño de sus anhelos don Ilusote; de donde —como queda estipulado— tomaron la trama los autores de estas tan fidedignas memorias, alegando que indudablemente, se debía de llamar con algún nombre irrisorio como Indalecio, o Hipólito o Hildebrando y no Ignacio, como otros pretendieron explicar. Pero, acordándose que el esforzado Quijote (de quien era su gesta calco y copia en el diseño lo que la de aquél fue en la literatura) no sólo se había contentado con llamarse Quijote a secas, sino que adicionó al suyo el el calificativo de su dominio y patria, por la Mancha famosa, y se llamó a sí mismo don Quijote de la Mancha, así quiso, como buen diseñador, añadir al suyo el nombre de la suya y llamarse don Ilusote de la Plancha (por ser la suya una nación en que menos se tardaban las gentes en aplastar los anhelos del prójimo que el prójimo en anhelarlos) a su entender, tal apelativo declaraba al rompe su casta y patria, a la cual enaltecía, además, con tomar el nombre della.

Higienizadas, pues, sus herramientas, hecho de un discurso propio, puesto nombre a su portafolio y revalidándose a sí mismo, se dio a deducir que no le escaseaba otra cosa sino rebuscar una dama de quien enamorarse; porque el teorizador errante sin amores era silla sin patas y sin respaldo y sin estructura básica. Decíase él a sí: —Si yo, por virulentos de mis yerros, o por mi misericordiosa ventura, me tropiezo por ahí con algún invento colosal, como por lo común les acaece a los teorizadores errantes, y le patento, o le soluciono la problemática, o descubro su verdad sí y sólo sí se convierte en éxito comercial ¿no será bien tener a quien remitirle exhibido y que lo reciba y así descreste a mi dulce ama, y proclame en su soberbio empaque: “Este, señora, es el artilugio prostético curalotodo, Ilusosegador, mecanismo insignia de la fabrica Carcasaman Thriller, mismo que plasmó en singular intento de mejorar la línea productiva de mobiliario estrafalario el nunca como se debe ensalzado teorizador don Ilusote de la Plancha, el cual os envía esta pieza para regalo de vuestra exquisitez, para que la vuestra agudeza a su acomodo se convierta en usuaria de sus bondades”?.

¡Oh, cómo se regocijó nuestro buen diseñador teorizante cuando hubo confeccionado todo este razonamiento, y máxime cuando atinó a quién dar nombre de su dueña! Y fue, a lo que se opina, que en su primer grupo de estudiantes, cuando fue profesor bisoño en su universidad, cayo en el típico enamoramiento de la educanda difícil que a todo profesor vez alguna acaece y tuvo entre sus pupilas una alumna de mucho peso y de poco seso que le dio harto embeleso y ningún beso, por quien él a lo largo del completo ciclo académico anduvo derretido, aunque, según se concibe, ella jamás estuvo al corriente, ni se apercibió de ello. Era su nombre Venecia Restos, y a ella consideró acertado otorgarle derecho de ser la dueña de sus inventos y conversamientos; y, rebuscándole nombre que no despintase en demasía del suyo, y que guiase y se encauzase al de experta y gran diseñadora, vino a llamarla Mamacita Matriz, porque ser ella justa, y por doble partida, legendaria y real, madre de su inspiración; y aquel un calificativo, que a su dictamen, resultaba filarmónico y pulcro y demostrativo, como todos los otros que él para su proezas había compuesto.

1 comentario:

Anónimo dijo...
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