sábado, abril 02, 2005

E8 Estás perdiendo el pelo, amigo, ensayo

Estás perdiendo el pelo, amigo
Por: Alfredo Gutiérrez Borrero
Escrito originalmente en www.proyectod.com (agosto 15 de 2000)
alftecumseh@gmail.com



Afirmó alguna vez el gran filósofo inglés John Locke que las nuevas opiniones, como las diferencias, son siempre sospechosas y a menudo rechazadas solamente por su condición infrecuente.

Decían diseñadores como el famoso Otl Aicher (exaltado por su mundialmente conocido sistema de pictogramas que, con líneas sencillas representando figuritas humanas, identificó para la historia la actividad de todos los deportes durante y desde los Juegos Olímpicos de Munich hasta nuestros días), que el diseño como actividad iba mucho más allá de crear objetos e imágenes, de manejar los signos y la materialidad y se extendía de la concepción, consecución y puesta en marcha de las capacidades, puntos de vista y actitudes humanas, hasta la forma de plantear el estar y el ser en el mundo.

Y otro renombrado diseñador y escritor, Yves Zimmerman (autor del texto “Del Diseño”. Gustavo Gili 1998) afirma al respecto que quien quiere compenetrarse con el diseño debe repensarlo constantemente, cavilar sobre su naturaleza porque: “En cualquier caso, hace falta menos ruido y más reflexión en torno a nuestra profesión. Reflexionar es distinto que alimentar, en las páginas de los diarios y las pantallas de televisión, la moda en que se ha convertido el diseño. Reflexionar es un trabajo denso, duro y sin lucimiento. Es algo que obviamente no interesa a los promotores del boom del diseño”.


La reflexión es una condición que brilla por su ausencia en todas las actividades humanas: ¿O qué otra cosa sino falta de ella, es lo que hace que, justo el día en que escribo estas letras, un vándalo encapuchado, supuesto estudiante de la Universidad Nacional de Bogotá, mientras protesta por la visita a nuestro país del presidente del “Imperio Norteamericano” asesine volándole la cabeza con una bomba casera a un compatriota suyo, quizá más humilde y hombre del pueblo que él, sólo por ser policía, representar la autoridad e intentar impedir que los de su ralea perturben la vida normal en la ciudad?

¿Por qué sobreviven en nuestro medio concepciones que desde la edad de piedra han debido superarse? ¿Por qué en plena era de la globalización algunos ciegos individuos tratan de clamar por aislar un país del mundo? Hacerle el feo a los estadounidenses y a los europeos sólo por ser tales, ¿No es una actitud tan censurable como la del mismísimo Adolfo Hitler?

En lo que a repensar y replantear las actitudes humanas pocos han sido más grandes para la humanidad que el danés Hans Christian Andersen (1805-1875), y como excelso entre sus ejemplos traigamos a colación la historia de ese Patito Feo: Discriminado por sus congéneres patos por eso que éstos en su juicio irreflexivo estimaban como una severa imperfección, y que al final del relato resulta ser el carácter de un príncipe entre los palmípedos. El patio feo era un aristocrático cisne al que sus detractores, vulgares patos de baja estofa, juzgaban con terrible dureza sin tener siquiera la capacidad de estimar su auténtica belleza.

Y su leyenda muestra cuán vacías y erróneas resultan a menudo las apreciaciones colectivas.

Pues bien, días atrás, mientras aguardaba en la recepción de su oficina a uno de mis camaradas de aventuras de fin de semana, me encontré con otro conocido, que por ventura trabaja en esa misma compañía, el cual examinando mi larga y fina cabellera se quedó mirando mi cabeza y, como si hubiera visto en ella algo repulsivo, me dijo con tono de voz trágico: “Estás perdiendo el pelo, amigo”, a lo que yo repuse (casi avergonzado y sintiéndome presa de alguna enfermedad contagiosa dado el tonillo acusador que él había usado): “¡Pero sí siempre he tenido poco pelo!”. “¿Entonces por qué te lo dejas largo? ¡Deberías cortártelo! Las mamás siempre han dicho que si se deja el pelo largo se cae más”, agregó él despiadadamente. A lo que me quedé preparando muchas posibles réplicas que ya no tuve tiempo de expresar porque la persona a la que estaba esperando a apareció a la puerta e hizo algún comentario y los tres nos fuimos a almorzar. Sin embargo, y aunque sobreviví a ese “ataque” a mi autoestima (más social que otra cosa) me vino, como natural respuesta esta columna.

En principio voy a hablar de la gordura y de la calvicie, expresiones físicas caracterizadas por unos pelos de menos en algunas cabezas y unos kilos de más en algunos cuerpos. Como condiciones humanas éstas son estigmatizadas por el común de la gente, al punto que se hace sentir a quien es gordo o calvo culpable de ser tal: “¿Qué te pasó, cómo te engordaste así?” o “Pero si antes tenías bastante pelo, ¿Cómo lo perdiste?” son interrogaciones que reciben constantemente los obesos y los alopécicos, con una fonación desconsolada que connota lástima de parte de los demás. Y en un tono que indica sobre el rollizo y el pelón la misma reprobación que merece alguien que despilfarra su capital económico con irresponsabilidad.

Pero ¿Quién dijo que el exceso de kilos o la carencia de cabellos son necesariamente enfermedades? Aunque tengo varios amigos calvos —o al menos con poca concentración capilar— ninguno se ha enfermado de calvicie o ha caído a cama por su causa. Asimismo nadie se muere de gordura, aunque claro está el sobrepeso puede conducir a infartos, o complicaciones respiratorias. El punto es que hay en las rutinas humanas una violenta fuerza centrípeta que tiende a homologarlo y a neutralizarlo todo, pues aunque sé que mi amigo no me estaba agrediendo directamente al decirme que no usara el cabello largo, sí hablaba a través de él una cierta reprobación colectiva tradicional que dice que alguien con poco pelo no puede usarlo largo, de la misa forma que un gordo no puede mostrar su torso en público so pena de inspirar las burlas ajenas, o una gorda salir a la playa en bikini. ¿Es lícito que se usen la ropa y la apariencia personal como criterios segregacionistas o campos de discriminación? Y aunque la calvicie y la adiposidad fueran enfermedades

¿Acaso son crímenes?

¿Se es culpable de ser gordo o de ser calvo?, ¿Son dichas manifestaciones físicas pecaminosas desde el punto de vista moral o religioso? ¿Deberían los buenos católicos que las posean acudir al confesionario y decir: “Padre me acuso de ser gorda”, o “Me incrimino por ser calvo…”?

¿Deberían?

Calvos eran entre muchos otros: El poeta francés Charles Baudelaire (1821-1867); El literato venezolano Andrés Bello (1781-1865); El príncipe prusiano Otto Bismarck (1815-1898) padre de la nacionalidad alemana; El corso Napoleón I Bonaparte (1769-1821); El filósofo español José Ortega y Gasset (1883-1955); El poeta chileno Pablo Neruda (1904-1973); El compositor ruso Sergei Prokofiev (1891-1953); Julio Cesar el romano (101-44 a. de J. C.); El político mexicano Benito Juárez (1806-1872) y el literato inglés William Shakespeare (1564-1616), quien calvo y todo usaba asimismo cabellos largos.

Y entre los gorditos notables, estarían: El reformador protestante Martín Lutero (1483-1546); Los inmortales compositores alemanes Juan Sebastián Bach (1685-1750) y Jorge Federico Handel (1685-1759); Catalina II “La Grande”, o mejor “la gorda”, emperatriz de Rusia (1729-1796) gran organizadora del Imperio Ruso; la también emperatriz María Teresa de Austria (1717-1780); El Papa reformador Juan XXIII (1881-1963); El gran estadista británico Winston Churchill (1874-1965); La reina emperatriz Británica Victoria I (1819-1901); y por supuesto las figuras de Buda y Papá Noel (o Santa Claus), tal como las retrata la tradición. Y obsérvese que todos eso gorditos vivieron vidas que superaron los sesenta años.

Espero que con tantas emperatrices y celebridades gordas en la lista, algunos reconsideren su tendencia a acomplejarse por sus kilos de más, y se enorgullezcan un poco de contar con tanto peso en la realeza.

De paso anotaré que soy zurdo, o “siniestro”, y en otro tiempo no muy lejano cuando tal condición recibía el mismo trato denigrante y discriminatorio que la gordura y la calvicie eso me habría acarreado también censura y limitación.

A riesgo de usurpar atribuciones a los expertos en ciencias de la salud y la estética, agregaré que tanto: 1. La calvicie: Ausencia definitiva, o deficiencia irremediable del cabello por atrofia de los bulbos pilosos (debida a vejez, pitiriasis o caspa excesiva, o seborrea crónica por segregación de grasa), como 2. La obesidad o trastorno nutricional que genera un sobrepeso al individuo algo superior al normal para su talla (por exceso de alimentación, falta de ejercicio o trastornos hormonales diversos), son sólo peculiaridades que no hacen a nadie ni peor ni mejor, ni obligan a quienes las poseen a comportarse de alguna manera en especial (si bien presumo que algunos obesos tienen, en virtud de sus hábitos ‘devóralo-todo’, mayor conexión con su rolliza condición que la mayoría de los pelones). Lo que sí es patético es sentirse un delincuente estético por ellas y enmascararlas, como el calvo que usa bisoñé para aparecer ‘bien’, o se deja crecer un par de kilométricos mechones que pega con gomina a su cráneo desnudo, o la gorda que se faja para aparentar ‘esbeltez’. Dichas conductas apocadas son instigadas por la oleada de publicidad que perpetúa los más estúpidos y discriminatorios convencionalismos en aras de aumentar las ventas de una serie de inútiles menjurjes cosméticos y de popularizar costosos tratamientos médicos (innecesarios la mayoría de las veces), sin que —en la abrumadora generalidad de los casos— se modifique en lo más mínimo la verdadera causa del supuesto padecimiento que quieren solucionar:


Una tendencia genética indeleble.

A veces es menester perder o ganar algo para progresar: El renacuajo pierde la cola y las agallas para convertirse en sapo o rana adulta y conquistar la superficie; Y la oruga tiene que abandonar el lastre del capullo para transformarse en mariposa; El barroco y el rococó como estilos arquitectónicos tuvieron que perder los detalles exagerados y fútiles para evolucionar hacia la arquitectura contemporánea. La metamorfosis de un estilo artístico para convertirse en otro, presumiblemente superior la mayoría de las veces, con frecuencia se da cuando el nuevo estilo se despoja o prescinde de los impedimentos del anterior.

Convendría recordar que las tendencias cambian y —mientras en una época los calvos como Fu-Manchú y Lex Lutor, quizá en tanto ecos de prejuicios generalizados dentro de las mentes de sus creadores, eran los villanos de los cuentos de aventuras— hoy, un calvo, Jean Luc Picard es el capitán más celebre en todas las series de Star-Trek, (Viaje a las estrellas), mientras otro, más calvo aún, Charles Xavier es el jefe absoluto de los X-Men, famosos paladines de la Marvel Comics.

Si la propia teoría de la evolución es cierta, es muy probable que en un momento dado los peludos hombres de Neandertal interrogaran burlones con inquietudes surgidas de sus pequeños cerebros a los lampiños hombres de Cromagnon. Quizá en sus mofas dijeron cosas como: ¿Qué le paso a tu cuerpo, a qué horas perdiste el pelo? Deberías cubrir más ese imberbe cuerpo ¿Por qué no te arropas? (Y el Cromagnon, tal vez avergonzado, inventó el vestido)… O, bien pudo decir de igual modo el Neandertal a su colega Cromagnon: ¿Qué le sucedió a tus mandíbulas prominentes y a tu pequeño cráneo? ¿Acaso empujaste tu quijada al interior de tu cabeza y eso te agrandó el cerebro? (Y entonces, asumimos, el hombre de Cromagnon utilizando su superior capacidad, y sus centímetros extra de masa encefálica, se quedó meditando una respuesta, y comenzó a escribir la historia para responderle al hombre de Neandertal, pero para cuando iba con su redacción por los primeros capítulos del relato, su primo Neandertal ya se había extinto…).

Por eso es adecuado rematar este escrito con unas palabras de Luther Burbank (1849-1926), célebre horticultor y criador de plantas estadounidense: “Es bueno para la gente que piensa, asear de vez en cuando sus mentes para mantenerlas limpias. Y para aquellos que no piensan, eso es conveniente al menos para ordenar sus prejuicios de vez en cuando”.

Así que amigos, calvos, gordos, zurdos, negros, homosexuales y demás diferentes minorías discriminadas del mundo, nunca tengan miedo de asumirse como cisnes y perder el pelo y jamás, bajo ninguna circunstancia (pero siempre, claro, dentro de lo que el respeto hacia el prójimo señala) permitan que los ‘patos’ “normales” los hagan sentir culpables por ello.

Reacuérdenlo: somos cisnes.

No hay comentarios.: