sábado, marzo 19, 2005

E1 Adiós mamá Ensayo 1 de marzo de 2000

Adiós mamá
Por Alfredo Gutiérrez Borrero, publicado originalmente en marzo 1 de 2000
alftecumseh@gmail.com

El pasado 9 de febrero del año 2000 en la clínica Reina Sofía de Bogotá, falleció una mujer de nombre María Eugenia Borrero, a escasos 17 días de su cumpleaños cincuenta y siete, mártir de un agresivo cáncer cerebral (un tumor de crecimiento rápido llamado Glioblastoma multiforme) que se le había diagnosticado tan sólo cinco meses atrás. Vinculo ese suceso con este escrito por dos razones: la primera, porque la muerte propicia siempre reflexiones sobre los objetos y las pertenencias, y la segunda —mucho más personal— porque esa mujer es mi madre.

Cuando, como nos sucedió a mis familiares y a mi, se presenta la ocasión de convivir con una enfermedad terminal (y todo el drama que esta involucra) es apenas obvio que los quehaceres y los estados de ánimo, las estructuras de personalidad y las creencias se sometan a un formidable sacudón que las pone a prueba y las reforma.

Como ser humano y como profesor puedo dar testimonio de ello. Enfrentarme a una dolencia en comparación de la cuál la temible leucemia resulta una erupción infantil, me dejó lleno de inquietudes que necesito expresar. Porque durante varios meses me desvinculé de los noticieros, no leí los periódicos, olvidé que existía el fútbol y reduje al mínimo mis actividades en el mundo real. Incluso, dado el dolor del ser querido, cualquier motivo de alegría me hacía sentir culpable. Todo mi tiempo era para cooperar con ella, para ser su enfermero, para observar en ella y en sus compañeros de terapia el intenso ritual que acompaña al cáncer: ese trastorno de la reproducción celular frente al que la medicina y la fe se dedican a dar palos de ciego. En vano la mayoría de las veces. Fueron días en que estudié cuanto pude sobre oncología, quimioterapia, radioterapia, inyecciones de cortisona y craneotomías, y días también en los que mi ego experimentó una continua y creciente derrota, que se convirtió en resignación al saber que era imposible retener con atormentadores tratamientos a una persona que deseaba descansar y a la cuál la hipertensión endocraneana había llevado a experimentar sufrimientos más allá de lo humanamente soportable. Pese a ello fueron asimismo días de inmensas satisfacciones emocionales, de llanto y sonrisas, de poder socorrer a la mujer que me llevó en el vientre y encontrar ejemplo en su coraje y alivió en las alegrías que los suyos pudimos darle; días en fin en que desempeñé, cualitativamente hablando, la labor más valiosa de mi vida: una que ningunos honorarios podrán pagar jamás. Y además fueron días de gran aprendizaje.

Si hubiéramos tenido un millón de veces más dinero, mamá hubiera muerto, y si nuestras propiedades fueran más asimismo ella habría muerto; ningún título académico ni cargo público o privado de sus seres queridos, ninguna distinción la pudo salvar de seguir su destino aquí, o en ese más allá que tal vez exista. Lo único con que pude ayudarla a sobrellevar el dolor fue con mi amor de hijo, algo que para nada depende del sistema educativo o de la chequera. Mamá se fue y me dejó pensando que el bien intangible fundamental es el tiempo, un elemento más determinante que el dinero en el bienestar humano: comida, casa, salud, relaciones íntimas y familia; a todas esas cosas puede accederse en parte con dinero, pero si se carece de tiempo para disfrutarlas difícilmente son de valor. Mamá tenía una buena casa y una finca, un esposo, hermanos y cinco hijos que la queríamos, pero se agotó su tiempo y físicamente no pudo gozar más de todo eso.

Ahora bien, a mamá nunca le gustó viajar y se aburría con cualquier conversación política, religiosa o cultural de corte filosófico, la moda, la farándula y el éxito la tenían sin cuidado y era inmune a los lujos y tesoros. Lo ignoraba todo sobre diseño, nunca supo de Philippe Stark, Ron Arad o Gaetano Pesce. Ni distinguió un objeto elegante y original de uno burdo y copiado, y pese a ello sabía darles alma a los objetos; para ella no importaba si el objeto era una filigrana de laboratorio europeo o una baratija comercial sólo su valor sentimental: mi hermano José Gabriel le regaló en su última semana de vida unas pantuflas de peluche azules que ya nunca pudo usar porque no podía caminar, y sin embargo le causaron una felicidad mayúscula gracias a ese valor anímico, a ese soplo de vital que permitió a Dios animar el muñequito de barro que la tradición llamó Adán.

En últimas ese valor subjetivo es lo más valioso (y quizá lo único) del proyecto que hacen el artesano y el experto en objetos de uso para construirlos en serie, mediante un proceso de automatismo que los hace semejantes entre sí. Gracias a mamá descubrí que pese a su nacimiento en tiempos de la revolución industrial, y a una atención activa en la finalidad práctica del modelo según las exigencias del mercado y de la producción en conjunto, el diseño es más que una obra exclusiva: es un esfuerzo de equipo cuyo producto final puede llegar a tener espíritu. Es al atarse al sentimiento del usuario o de su pariente que un objeto vive, por eso aunque en los cajones de mamá no había más que económicas fruslerías quedaron llenos de cosas valiosas, de recuerdos, destilando esa magia que convirtió a Pinocho en niño de verdad.

Mamá sí que sabía amar con amor simple y sencillo la vida humana que se alberga en distintas formas en los edificios que la arquitectura proyecta y construye a partir de estructuras materiales sólidas. No fue necesario que su casa fuera una obra exclusiva de Alvar Aalto, Frank Lloyd Wright o Le Corbusier (creo que ni sabía quienes eran) para que ella la convirtiera en un auténtico monumento en el que cada rincón fue erigido en memoria de una persona o de una evento familiar. Su casa era una construcción en la cual el jardín —lo no construido— era lo más importante; allí se alegró de dar boronas a los pajaritos y de tomar el sol contemplando sus flores mientras aguardaba la muerte con discreto temor. Y admirable humor.

Y aunque a veces la publicidad, esa actividad tendiente a predominar sobre el consumidor y a inducirle a adquirir determinados productos, bienes y servicios, la influyera con sus promociones en el supermercado (al que le encantaba ir) jamás se consideró un comprador actual o potencial, y ni siquiera comprendió esos conceptos. La movían afectos tan puros, tan elementales, que pudo disfrutar hasta de lo nocivo de la cultura del dulce procesado sin el remordimiento que causa una mínima conciencia dietética.

Mamá no estaba hecha para la vejez, se fue como un niño nervioso (porque su vitalidad afanada era la de un chiquillo) que se empacha con una montaña de caramelos rutinarios, siempre desvelada, preocupada, protectora y consentidora. Soportó el padecimiento con la valentía que da la ingenuidad, y el infortunio de perder su cabello rubio (tan duro para una mujer a la que todos le decían “monita”) y aun con un ojo bizco que el tumor quería sacar de su órbita y el otro contraído por el dolor su calor humano le otorgó poder para sonreírme.

Yo espero que Ese, quien dijo que de los niños es el reino de los cielos, la esté esperando al otro lado para recibirla.

Es tan difícil expresar con los argumentos de la razón las razones del corazón que ni siquiera voy a intentarlo.

Pero sí diré que tu partida, madre, me hizo revaluar cosas: descubrí que con frecuencia, en los medios académico y editorial en los que me muevo, se escuchan shamanes tecnológicos, hablando jergas presuntuosas salpicadas de términos mecánico-científicos, quienes ignoran que no es suficiente postular las teorías, o proclamarlas o profesarlas porque no advierten que las ideas deben hacerse verdaderas y realizarse para convertirse en creencias y ser combustible del vivir diario. Observé que si las teorías complejas no salen de los libros y los discos duros de los computadores para incorporarse al quehacer no pasan de ser un espantajo conceptual que sólo habita mentes presumidas. Y comprendí viéndote morir, mamá, que si el conocimiento no es más que conocimiento puede ser excitante o fascinante pero su alcance auténtico es inexistente. Ahora se, que la información puede llevar sus ecuaciones e hipótesis de salón en salón, de clase en clase y de seminario en seminario, vía fax o modem, en conferencias de sabios o de impostores, pero los profesores de Universidad jamás generaremos un sistema de actuar espontáneo, pues el hacer inconsciente es algo que sólo difunde y comunica la mujer madre al natural (y no ese esperpento maquillado y competitivo que el consumismo ha creado).

Sólo las madres, en cada hogar, con las maneras propias y creativas que da el cariño en particular, infunden —sin tener noción de ello— el conocimiento vivo del cual los fríos métodos rígidos y probados del formulismo científico son apenas una caricatura.

Por todo eso, con mi más humano sentimiento, y el orgullo de ser tu hijo me despido de ti con estas reflexiones y, agradeciéndote esa última y gran lección que tu sufrimiento me legó, te digo adiós mamá.

Buena suerte en tu viaje a otros mundos.

Y eterna paz en tu tumba de arquitecta y diseñadora desconocida.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

No había leído tu artículo hasta hoy Agosto 24/06, aunque hace varios meses compartiste conmigo, ésta publica intimidad tuya. Gracias, por abrir tu corazón. Por permitir que esa dulce fluídez tuya, me hiciera conocer el noble corazón que alberga tu maravilloso ser. Escribo aquí aunque no sé si leas esto alguna vez.

Anónimo dijo...

Yo más que nadie se lo que has podido pasar, hace 7 meses que a mi papá le diagnosticaron también Glioblastoma multiforme, la angustia y el dolor que se padece, solo tiene una solución: El descanso de esa persona y de las demás que ves sufrir a su alrededor