sábado, marzo 19, 2005

E2 Hacia una ergonomía del alma ensayo febrero 15 de 2000

Hacia una ergonomía del alma

Por: Alfredo Gutiérrez Borrero, originalmente publicado en febrero 15 de 2000 
alftecumseh@gmail.com


Quizá mi absoluto amor a la naturaleza, o una ineptitud innata para valorar el éxito laboral (la cual, lo confieso, me parcializa un tanto), hacen que me perturbe esa ciencia aplicada que coordina el diseño de aparatos, dispositivos, sistemas y condiciones físicas de trabajo con las capacidades y requerimientos del trabajador. Soy algo alérgico a la human engineering o ergonomía, y aunque reconozco su importancia y el talento de tantos profesionales dedicados a ella, a veces la percibo como una ciencia con mucho cerebro y muy poco corazón.

No me afanan la cultura empresarial, la distribución de la riqueza y esa jerigonza económica que ocupó a Jeremías Bentham, Adam Smith, Karl Marx y John M. Keynes —en ese sentido sólo avanzan los números— sino la calidad de la vida interior humana que trataron tácita o directamente diversos personajes como: Ciceron, Nietzsche, Deepak Chopra, Richard Bach y Khalil Gibran. Tantos planes, normas, grados y posgrados, la redujeron a una conducta obsesiva de manada y producción serial (adecuada para zapatos o tuercas pero no para los ciudadanos, los feligreses, los profesionales, o los operarios). Hoy, sobre un riel cotidiano, los hombres rodamos cual vagones de ferrocarril. Y, como el tren sólo va hasta donde llega la carrilera tradicional, deben bajarse y caminar quienes deseen ir a otro lado (así sea para construir más líneas férreas). En realidad hay algo “carcelario” en la mayoría de los oficios que desempeña el humano contemporáneo: habla mucho de libertad pero carece de flexibilidad. Ningún animal silvestre sano se alegraría si le cambiaran su vieja jaula por otra moderna y cómoda, diseñada anatómicamente y con servicios sanitarios. Seguiría aspirando a ser libre. ¿Para qué barrotes blandos y candados disimulados, o bajo riesgo de accidente en el zoo, si continúa preso?

A despecho de rayos y centellas, creo que sabemos mucho sobre posturas y puestos de trabajo, frecuencias y tipos de actividades, dimensiones, dispositivos, rediseño, aplicabilidad, carga mental y física, elementos de protección, mobiliario para oficina, teclados y demás. ¿Pero nos conocemos más?

Si el avión y el automóvil nos llevan más rápidamente a donde sea de lo que pueden un caballo o nuestros humanos pies, ¿por qué el tiempo no alcanza?. Y si con el teléfono e Internet nuestra opinión va más lejos que un grito, ¿por qué nos sentimos solos?. Y si las mujeres, antes “sometidas” ahora trabajan duplicando la población activa, ¿por qué la jornada laboral no es más corta? Y si hay tantas alternativas de superación personal, ¿cómo es qué tanta gente, con necesidades básicas satisfechas hasta el hartazgo, está muriendo de aburrimiento en el mundo?

Todos anhelan la cumbre de la montaña jerárquica: un lugar donde reina esa obesidad, física y mental, que jamás indicó buena nutrición. O, ¿no son la ansiedad y la depresión procesos patológicos comunes en la población empresarial exitosa? (años atrás, el médico español Luis Daufi anotó que la mayoría de las víctimas son mujeres: ¡Para eso abandonaron el hogar!). La experiencia muestra que hasta en la más seguras oficinas las personas sufren tensión, inquietud, rabia y miedo a que algo malo, o indefinido, suceda... perder el cargo, enfermar, lo que sea. Peor aún, el confort en las oficinas no extingue a esas secretarias que lloran o se hacen las sordas por todo, ni a los vendedores con cara ácida, o a los funcionarios pedantes. Reingenierías, cursos y seminarios no evitan manos sudorosas, gastritis, agrieras y micción frecuente.

Cómodas condiciones ambientales nos protegen y las empresas nos tienen asegurados (incluso hacen fiesta anual para nuestros niños), mas ¿qué causa esa tensión muscular? ¿y el temblor, las sofocaciones, el sedentarismo, la intolerancia al ejercicio, la taquicardia, el ahogo, el colon irritable, la diarrea, los cólicos y el estreñimiento?. Directivos y subordinados nadan en mares de calmantes para el dolor de cabeza, y de antiácidos contra los efectos nocivos de dietas recargadas, y muchos padecen insomnio, dificultad de concentración mental y pesadillas. O alta tensión arterial y tic nerviosos. Empero todo es ergonómico en el lugar de trabajo, allí tenemos poder de decisión y se nos aprecia, ¿de dónde viene entonces esa carencia, o a menudo, ese neurótico exceso de apetito?, ¿y esa necesidad de conducir el auto a velocidad supersónica escuchando música estridente?. No creo que sea para ensalzar la felicidad que consumimos alcohol y tabaco a montones todo el fin de semana. ¿Qué aflicción ocultamos diciendo disfrutar el trabajo, mientras nos atiborramos de “estimulantes socialmente aceptados” como el café tinto y el azúcar refinada...?

A decir verdad, por cómodo que sea el tanque blindado que lo conduce hacia el enemigo, un soldado —reclutado a la fuerza— no puede sentir felicidad antes de la batalla. Y el problema no es el diseño del tanque (aunque tenga que ver) sino la guerra misma. Basta observar la publicidad y todos sus slogans (la palabra ‘slogan’ viene del gaélico sluaghgairm, que denominaba a los gritos de batalla de los clanes de las tierras altas escocesas) para ver cómo la violencia se disfraza de competitividad. Una enérgica economía hace rudo un mundo laboral donde incluso las mujeres “feministas” imitan el estilo hombruno en su peor aspecto (¡les estamos arrebatando las gerencias a esos machos engreídos!). Y además está esa búsqueda de identidad en religiones novedosas, cuarzos y zodiacos que viste de fe un temeroso escape del vacío.

Hasta nuestra risa es nerviosa.

Tenemos estrés (en inglés stress significa tensión), como todo ser vivo. Únicamente los muertos no tienen estrés: esas reacciones físicas que preparan al organismo para superar una posible amenaza y salvar su integridad. Como defensa natural funciona, e incluso, si el factor estresante es menor que la capacidad protectora corporal, el estrés genera placer (el motociclismo es popular por eso). Algunos lo dividen en eustrés (o estrés favorable) y distrés (el estrés ‘malo’ que resulta cuando la reacción defensiva descompensa el organismo). Actualmente, lo laboral, entre muchas causas, es lo que más nos genera distrés (aunque no siempre con efectos patológicos pues éstos dependen de la actitud individual y las reacciones frente a lo estresante).

Alarmados liberamos noradrenalina y adrenalina que preparan el cuerpo para atacar, luchar o huir (cerebro despierto, pupilas dilatadas, bronquios y fosas nasales ensanchados, más glucosa en la sangre, músculos tensos, etc.). La elección siempre se toma según la mayor posibilidad de supervivencia, pero por no actuar a tiempo (el humano es el único animal que alteró su instinto), y rehusarse a renunciar, muchos funcionarios escogen la seguridad económica y mueren ricos y jóvenes en un acto de estúpido heroísmo.
Luchar, soportar o huir buscando refugio, he ahí el dilema.

Si el estrés persiste el cuerpo se adapta modificando sus funciones endocrinas y libera hormonas suprarrenales como los glucocorticoides que optimizan el metabolismo muscular y cerebral para resistir la tensión prolongada... y todo bien salvo que, tras un incremento inicial, el sistema inmunitario pierde su poder y se disminuyen, por acción de los corticoides, las defensas de glóbulos blancos y anticuerpos.
Si acaba pronto hay una euforia pasajera, en caso contrario el agotamiento defensivo culmina en dolores de músculos, cabeza y nuca, colitis intestinal, úlceras, supresión del periodo en la mujer, eyaculación precoz o impotencia en el hombre, hipertensión arterial, e infarto al miocardio, incluso el cáncer, al agrietarse el sistema inmune.

Con la conducta trastornada, los ‘amoldables’ ignoran el problema y canalizan las energías que el estrés desencadena comiendo, bebiendo, durmiendo más y teniendo sexo. Los segundones, más inhibidos, sufren el estrés sin buscar alternativas y obtienen hipertensión arterial, úlcera, infecciones, ansiedad y depresión, e incluso dificultad para aprender. Otros asumen conductas guerreras: individuos que enfrentan el reto con una agresividad que luego usan en cualquier circunstancia de la vida aunque no sea estresante. Son los tipo A: líderes ejecutivos que adoran y buscan los riesgos, para extraer placer de la tensión, mientras la adicción al estrés deteriora su organismo mediante infartos, afecciones arteriales periféricas, enfermedades respiratorias, alergias, y riesgos de suicidio u homicidio.

Pocos conocen el arte de trabajar al ritmo de la tierra y con el alma en la tierra. Toda sabiduría es estéril sin trabajo, pero todo trabajo es vacío sin ese amor —dice Gibran—, que teje con hilos sacados del corazón, como si el ser amado del operario fuese a usar la ropa. Hay que llenar de estilo los objetos y fabricarlos para espíritus libres; así, el trabajo es el amor hecho presencia. Y si no se puede trabajar con amor, sino a disgusto, mejor es renunciar e irse a la calle a recibir limosnas de aquellos que trabajan con alegría...

Siento que la ergonomía, al menos la que mi rusticidad entiende, tiene que mirar más ese ‘interior ocioso’ de los hombres y sondear sus almas, para crear oficinas que sean más jardines y menos jaulas; pero acaso los expertos digan que la eficiencia importa más que la risa, y los empresarios opinen que no invertirán en la felicidad de sus empleados y ni siquiera en la de ellos mismos.

Y todo por ambición... ¡dulce idiotez!

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