domingo, marzo 20, 2005

E5 Muebles fundamentales 3: El lenguaje de la cama, ensayo

Muebles fundamentales 3

El lenguaje de la cama
Por Alfredo Gutiérrez Borrero, originalmente publicado agosto 1 de 2000
alftecumseh@gmail.com

“¡Bendito aquel que inventó el sueño!, que cubre a un hombre con todo y sus pensamientos, como una capa; que es carne para el hambriento y bebida para el sediento, calor para quien tiene frío y frío para quien tiene calor. El sueño es la moneda con la que todo puede ser comprado, y la balanza que iguala incluso a un rey con un pastor, y a un tonto con un sabio”, así escribió hace unos siglos el gran literato español Miguel de Cervantes (1547-1616), obviamente al hacerlo estaba pensando en una buena cama. Y esa misma abstracción inspiró al poeta inglés Thomas Hood (1799-1845) cuando redactó: “¡Oh cama! ¡Oh cama! ¡Deliciosa cama! ¡Qué cielo en la tierra para una cabeza cansada! Incluso Benjamin Franklin (1706-1790), prohombre de los Estados Unidos, permanentemente fiel a su ética del trabajo, y mostrando su estimación al mueble en el que más tiempo pasamos muchos seres humanos, anotó: “La fatiga es la mejor almohada”.

Dormir, hacer el amor, soñar, reposar para reponer las fuerzas que nos arrebata la enfermedad, hacer pereza viendo la televisión o leyendo un libro, tales son las nobles tareas que tienen muy a menudo su lugar en la cama, ese objeto rey entre los enseres domésticos, construido con un esqueleto de madera, bronce, hierro, aluminio u otro material, sobre el cual se dispone un colchón o jergón (relleno de lana, de crin, de algodón y a veces estructurado con muelles o resortes).

La cama es, en la cosmología doméstica, como la diosa madre que tiene a su alrededor toda una corte de satélites y accesorios: sabanas, colchas, cubrelechos y edredones, cobijas, almohadas, pantuflas y pijamas, mesas de noche, rodean y rinden tributo a su señora. Como el ser humano, la cama evoluciona a lo largo de la existencia. Así, crece desde la infantil cuna, que a veces puede mecerse, hasta convertirse en esa cama doble propia de los desposados y los amantes. De igual modo se contrae hasta transformarse en el ataúd, cuando el ser humano hecho cadáver se dispone a reposar en ella por toda la larga noche de los tiempos.

Desde la antigüedad la cama es un venerable componente del mobiliario, aunque siempre se las arregla para remozarse y mantenerse joven. Ha conocido múltiples transformaciones y desarrollos al paso de las centurias. Descendiente natural del sitio en el que los animales se echaban a descansar, la cama evolucionó como símbolo de la elevación cultural humana sobre el resto de la fraternidad animal. De ese modo en Egipto, Oriente, Grecia y Roma las camas fueron relativamente sencillas, si se comparan con otros objetos que expresaban el carácter de dichas civilizaciones, aunque algunas camas que pertenecieron a personajes de alcurnia fueron artísticamente construidas.

Desde el comienzo de la cronología que instauró el nacimiento de Jesucristo, y especialmente en la Edad Media, a medida y una vez que el Cristianismo reemplazó a los Cesares como eje del poder en la orgullosa Roma y el mundo que giraba en torno a ella, la cama se hacía más maciza y aumentaba su tamaño entre los grandes señores y caballeros, aunque los ermitaños y monjes penitentes —amigos de ayunos y pruebas de fe— prácticamente se deshacían de ella para retornar al contacto con el suelo tomando por lecho a la madre tierra.

En el Renacimiento europeo, como afirmación del orgullo humano y rechazo al temor de Dios que había envuelto la atmósfera medieval, la cama adquiere una expresión colosal: se llena de cortinajes que unas veces protegen de las miradas imprudentes a las castas doncellas hijas de las familias burguesas, y otras son testigos del desenfreno legendario de príncipes licenciosos como Cesar Borgia (¿1476?-1507) según la tradición vulgar lo recuerda. Los baldaquinos y doseles coronan las camas que albergan en las noches, o en los actos amatorios o en los menesteres que preceden a la muerte, a los nobles y reyes.

Sobre esa línea creciente, las camas serán también muy influidas, a lo largo de los siglos XVII y XVIII, por el estilo arquitectónico Barroco (que se contrapone al Renacimiento Clásico) y su típica profusión de adornos. Algunas, en las cortes de los Luises de Francia llegan a convertirse casi en piezas arquitectónicas por si mismas, y se hacen capaces de sostener hasta un grupo numeroso de personas pues hay ejemplos impresionantes de camas que miden más de tres metros de anchura y otro tanto más de longitud y se elevan sobre el piso casi metro y medio.

Entretanto, lo ejércitos y las marinas, habían creado camas que se apilaban unas sobre otras para hospedar a soldados y marineros, y pequeñas camillas, angarillas o parihuelas para transportar a los heridos que producía en creciente número la guerra, actividad que se mantiene constante a lo largo de la historia toda. Este tipo de cama militar continuaría desarrollándose para aprovechar los espacios hasta umbrales excepcionales como aconteció en las trincheras, en especial en las del frente occidental, donde chocaban los ejércitos de Alemania contra las correspondientes fuerzas conjuntas franco-británicas, durante la I Guerra Mundial (1914-1918) y en los submarinos alemanes del tipo U que fueron el arma favorita del nazismo en la II Conflagración Mundial (1939-1945). Y la tecnología de la cama alcanzaría su apogeo en las estructuras elaboradas para el reposo de los astronautas en las misiones tripuladas a la luna.

En el frente civil y popular, es decir en la vida cotidiana de los últimos siglos, ya con la conciencia cosmopolita en ascenso y la globalización universal, la cama se volvió, poco a poco, de una mayor sobriedad; particularmente en el siglo XX tras la segunda guerra mundial y debido a la aparición del diseño industrial moderno y a la masificación seriada de la producción. Así alcanzó, en el amanecer del tercer milenio un equilibrio más mesurado entre la forma y la función en el uso, mismo que balancea perfectamente el cometido funcional sin desatender su fachada y su parte estética.

Tal podría ser, sin tanta intensidad explicativa, la biografía de la cama desde la antigüedad hasta nuestros días, quizá dejando sólo de lado todos esos prácticos esperpentos del comercio como las sillas que se vuelven camas y otros artilugios por el estilo. Pero eso sería en detrimento de todo el aspecto poético que la cama guardó desde siempre, el cual la hace la más expresiva de las piezas del mobiliario, ese aspecto que hace que aleteen en nuestra imaginación las más líricas mariposas al evocar la cama: ¿Quién no quiso llevar a la cama a alguien (acaso un amor imposible) en plan seductor? ¿Quién, como Calvin el niño amigo de Hobbes el tigre de felpa de los cuentos, no tuvo miedo de encontrar monstruos bajo la cama? Y asimismo ¿quien no vio ese lugar bajo el lecho como el más natural de los escondites? ¿Por qué hay quienes aún temen encontrar bajo las cobijas sorpresas desagradables? Además, ¿cuán variada es la fauna objetual que con el transcurso de la vida se ha ocultado bajo nuestros colchones, desde revistas pornográficas hasta dinero? ¿Qué ser humano, como yo que hace un tiempo perdí a mi madre, no extraña esas veladas de la infancia en que tal ser amado lo cobijaba confortablemente tras darle el beso de las buenas noches? ¿Acaso alguno entre nosotros no tuvo un oso de lana, un perro de espuma, una muñeca plástica, un Mickey Mouse de caucho o un delfín de peluche que lo acompañó a la cama? ¿No es para nosotros, los escritores, esa cama el primer encuentro con la vocación inspirada probablemente por un padre que, como el mío, nos relataba cuentos? ¿No jugamos casi todos a viajar a mundos fantásticos que se hallaban bajo las cobijas? ¿No tiene un algo mágico el quedarnos a dormir en casa de un amigo o de una amiga, o el experimentar una cama nueva en plan lúdico o fálico? ¿No se extraña todavía en las noches frías a esos compañeros de cama a los que el divorcio o la muerte arrebataron de nuestro lado? ¿Y qué decir de las pijamas favoritas o de las sabanas de muñequitos?

De tan especulativo modo queda completo el ciclo que me había propuesto dedicar a la mesa, la silla y la cama: La Suprema Trinidad de los muebles, en la que cada diseñador puede definir a su gusto cuál de dichos objetos equivale al padre, cuál al hijo y cuál al espíritu santo, con el debido respeto que los conceptos religiosos de la gente merecen.

Sin ser diseñador, yo de los tres me quedo con la cama.

¡Oh, sí, y es que es tanto lo que tiene para relatar nuestra mullida camita, depositaria de secretos, compañera de largas, jornadas y reemplazo buscado del útero materno,¡

Religiones, filósofos y leyendas, dicen que el sueño es una pequeña muerte. Por lo que entonces, y en ese orden de ideas, el amanecer en una buena cama, bien dormido o bien acompañado (no importa tanto, pero como sea amanecer bien), nos permite experimentar cada mañana a una escala diminuta los placeres de la resurrección. Una resurrección cotidiana que le da a la cama esa dimensión sobrehumana, angélica o divina, que la convierte en el más sublime entre los muebles.

Un mueble en el que me dispongo a hacer una cabalgata por el reino de los sueños no bien digite el punto final que da término a este sentido ensayo.

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