jueves, marzo 24, 2005

E6 Una lúdica historia (con chimpancés a bordo) ensayo

Una lúdica historia (con chimpancés a bordo)
Por Alfredo Gutiérrez Borrero, fecha original de escritura: octubre 15 de 2000
alftecumseh@gmail.com

Hablar de la infancia debería ser un asunto gracioso como retozar en la playa, e igual de sabroso a saborear un pastel de manzana una mañana soleada. Muy a menudo, por desgracia, la humanidad contemporánea ha hecho el tema denso y soporífero.

En el mundo moderno es evidente el interés en la educación de los niños, de unos niños a los cuales los sistemas políticos, religiosos y académicos esperan convertir en seres humanos integrales, esto es: excelentes ciudadanos, feligreses, estudiantes o soldados. Sin embargo resulta doloroso que —debido a una visión utilitaria y competitiva del universo— el influjo de la parte más mecanizada, apergaminada y beligerante de las llamadas ciencias sociales (tales como la psicología, la sociología e incluso la filología) se haga sentir con sofocante fuerza en numerosas disciplinas, incluido el diseño industrial, en especial en el área del mismo que busca contribuir a perfeccionar, mediante su oficio y sus creaciones, los potenciales del desarrollo infantil.

Tan funesta tendencia procede de una dilatada amalgama de profesiones cuyos sabelotodos teóricos se regodean en el uso de términos tales como: pedagogía, didáctica, enseñanza, instrucción, ilustración, aleccionamiento, formación y ¡sobre todo! “lúdica” o “lúdico” aplicados a cualquier elemento que pueda calificarse de apto para actividades de diversión y entretenimiento (reglamentadas o no) en un sinnúmero de versiones.

Lo que me resulta deplorable e incluso repugnante de dicha intromisión de las doctrinas adultas en el mundo infantil (Piaget y compañía siempre me resultaron aburridos aunque, lo confieso, conozco poco acerca de ellos) es ver cómo en las universidades y en las empresas prosperan camarillas de expertos y apóstoles del fastidio que pregonan su magistral comprensión del comportamiento infantil mediante lenguajes espinosos, plenos de una coherencia insoportable, de una lógica desabrida, y de una tediosa exactitud; desposeídos en fin hasta de la última partícula del caos, la vivacidad y la frescura que caracteriza el espíritu auténticamente infantil. En resumen, demasiado engreídos y rígidos como para acaso atreverse a marcar pautas en los dominios de la niñez fuente inagotable de la más amable anárquica y la única subversión realmente amable, alegre y ensalzable

Al respecto me pregunto ¿Puede enseñar a volar quien carece de alas?

No cabe en mi cabeza que gente que viste, piensa, habla y se comporta con senil severidad pueda en efecto comprender, siquiera un poco, la esencia de la conducta de los críos. Lastimosamente son en su mayoría personas de ese tipo, tan simpáticos como Nosferatu el vampiro, quienes en Colombia y muchos otros países escriben los textos que servirán para guiar a los niños en sus primeros años de estudio, asimismo son seres de esa cordialidad los que determinan los contenidos de los programas de enseñanza en educación básica, o se ingenian los juegos que van a desarrollar e incrementar las capacidades de aprendizaje de los párvulos.

Por eso (y aunque en principio parezca que no haya relación alguna) reflexionaré acerca de unos seres que sí son auténticos maestros en el arte de jugar aun sin ser egresados de ninguna “casa del saber”. Me refiero a ciertos monos antropoides, más arbóreos y pequeños que los gorilas, propios del África central y a los que los eruditos conocen bajo el nombre científico de Pan troglodites: los chimpancés.

Pero antes recurriré a un ejemplo para apoyar mi asunto.

Siempre cuestioné la competencia profesional de los sacerdotes católicos para indicar el rumbo a seguir en la vida matrimonial a parejas cuyo principal fin es legalizar socialmente su sexualidad y su reproducción (pues al tomar junto con sus hábitos el voto de castidad eligen —según parece— renunciar a ejercer las facultades biológicas del erotismo y la procreación que la naturaleza les otorgó). ¿Cómo pueden ser impartidos, es mi duda, los cursos prematrimoniales por personas que nunca han estado casadas ni van a estarlo?, ¿qué pueden saber de educar hijos quienes abjuran de su facultad para engendrarlos?, en definitiva, ¿cuán válida es la opinión sobre los menesteres amatorios de unos individuos que por el resto de sus vidas usarán presumiblemente sus lechos en exclusiva para dormir?

Quizá la ironía última de la existencia humana es repudiar aquellas verdades que explican con mayor claridad la inconsistencia cultural. Es decir, cuanto más irrebatible sea la fortaleza de una argumento para criticar una convicción habitual equivocada, más difícil le será conseguir a tal postulado gozar de la aceptación general. Peor aún, la mayoría de las veces generará un terrible rechazo. Como quien proclama: sé sincero y pagarás por ello. O visto desde otra perspectiva: miente y te pagaran por hacerlo.

Por ventura en el mundo pedagógico donde tanto se atropella la frescura con el empleo del término “lúdico” del cual, según establecí antes, se abusa hasta el cansancio, se ha olvidado que éste es un adjetivo proviente de una antigua acepción latina ‘ludere’ que significa ‘jugar’ y en su más puro significado traduce: “Juguetón con un comportamiento sin objetivo”. Mas ¡ay! de ti estudiante si te atreves a recordárselo a algún docente inquisidor pues reprobarás por ello.

Y ese es el problema básico, algo realmente lúdico es en esencia juguetón y sin objetivo, pero resulta que en mis años involucrado con la revista proyectodiseño y en mi prolongada experiencia docente en facultad de diseño industrial de la Universidad Jorge Tadeo Lozano sólo he visto proyectos tendientes a desarrollar sistemas de entretenimiento (o ‘juegos’ de cualquier tipo para infantes) que brillan precisamente por sus muy exactos objetivos, propósitos, metas, fines e intenciones. Todos son, en palabras de sus autores, útiles para desarrollar la motricidad fina, acrecentar la retentiva, fortalecer la memoria o agudizar la creatividad. ¿Cómo, entonces, se esgrime hasta el hartazgo el calificativo de ‘lúdicos’ para referirse a ellos? Cuando más toda esa serie de proyectos son artilugios pedagógicos disfrazados de juegos, porque el juego en el sentido infantil de la diversión inocente es común a los bebés y a los cachorros de todos los animales superiores, por eso sus sinónimos son: entretenimiento, esparcimiento, recreación, pasatiempo, solaz, distracción, descanso, retozo y desahogo. Pero en la sociedad de consumo ¿qué descanso y qué desahogo comportan una serie de actividades en las que una mezcla viciosa de conocimientos amañados y sistemas didácticos experimentales pretenden hacerle pasar a los niños (y a la parte realmente infantil de cualquier persona) gato por liebre?

No se me malentienda, lejos de mi intención aseverar que todos esos entretenimientos basados en el cálculo, las formas geométricas, los acertijos y las adivinanzas carezcan de valor educativo, algunos incluso lo tienen y mucho, es más, los hay que sirven para rehabilitar a seres humanos afectados por el retardo mental. A éstos hasta podría llamárseles juegos, pero tengan por absoluta una verdad: si son juegos, al tener finalidad específica son del tipo de juegos que bajo ningún punto de vista pueden denominarse lúdicos, al menos si queremos manejar la palabra “lúdico” con respeto hacia el contexto que la vio nacer.

Lo antes consignado fundamenta toda mi discusión, y proviene del hecho de que en el habla cotidiana se acostumbra a tipificar sin distinción como “juego” a dos tipos de quehaceres completamente distintos de los niños toda vez que cuando un chiquillo de dos años logra, mediante vigorosa atención, construir una torre de cubos plásticos se dice que “juega” al pequeño arquitecto; no obstante tal hecho está determinado por una conducta totalmente diferente a la que se presenta cuando el pequeño se estira y se contrae saltando sobre una mullida cama mientras su padre y su madre le hacen cosquillas o se deslizan tras él tomándolo de las piernas. A decir verdad, los juegos realmente lúdicos como el que acontece en el segundo caso son los que todo un esquema social (obsesionado con la eficiencia, los récord, las estadísticas y las calificaciones) parece olvidar y descuidar tan categóricamente, es decir las carcajadas, las volteretas, las cabriolas y las cosquillas.

Todos estos científicos de la educación, o su gran mayoría, son el resultado de una tradición económica y utilitaria que nos ha reportado jugosos dividendos en nuestro señorío sobre la naturaleza, y también en nuestro exitoso desempeño en el aprovechamiento y colonización de nuevos ecosistemas. Gracias a esa racionalismo práctico somos los propietarios del Planeta Tierra (al menos en el corto plazo), pero al olvidar el juego puro, el que se da silvestre, sin objetivo que el juego mismo, nos hemos inhibido de usar la trascendental aptitud instintiva que desde la prehistoria tantos escollos nos ayudó a salvar en la difícil labor de coexistir dulcemente unos con otros.

En consecuencia, e hipnotizados como están con los logros y los méritos, con los balances y las finanzas, con esa aberración que llamamos “el juego del poder” (aunque de juego nada tenga nada), a los seres humanos de la cifra, de la magnitud, del peso y de la medida, a la gente de la sabia explicación y de la finalidad revelada, el mundo se les antoja como algo que debe ser más invadido que respetado; tanto sistema de cómputo y tanta ingeniería instruida observan la naturaleza salvaje como un desafío provocador que debe ser sometido (y que de hecho es a menudo poseído y delimitado) aunque muy pocas veces disfrutado. La fauna y la flora llaman la atención en cuanto son recursos susceptibles de explotación, pero pocos son los que estiman a sus exponentes —animales y plantas— como maravillosos camaradas que habitan el mismo planeta de azul verdor que usufructuamos nosotros. Basta observar la indiferencia generalizada de los moradores de las grandes urbes hacia los jardines botánicos y los parques zoológicos, sitios que resultan ajenos a multitudes completas de expertos en gestión administrativa y servicio al cliente. La mayoría de los profesionales actuales somos víctimas, por tanta sistematización del entorno y los medios educativos, de una esquizofrénica manía divisoria entre lo cultural y lo biológico. Desde muy pequeños y presionados por tanto procedimiento lúdico, que de lúdico no tiene un cuerno, perdemos gradualmente la apreciación cualitativa y pasiva de la existencia, y acabamos por disociar la condición única del cosmos expresándolo todo en terminologías duales y particiones del tipo: blanco/negro, izquierda/derecha, costo/beneficio, sujeto/objeto, humanidad/naturaleza.

Por lo mismo somos inmunes al goce de apreciar el vuelo de las aves, la pleamar, la cosecha o el florecer de las plantas, sólo las tuberías, los dispositivos, los engranajes y los carburadores atraen nuestra atención. En ese punto es que una breve crónica del comportamiento de nuestro hermano menor, el chimpancé, puede hacernos pensar o sentir en transitar mejores rumbos.

Jane Goodall es una estudiosa británica hoy septuagenaria y mundialmente reconocida por sus publicaciones y sus apariciones en documentales de la National Geographic Society, como la máxima abanderada de la causa de los Chimpancés en el planeta. Ella fue la autora del libro “In the shadow of the man”, mal traducido al español como: “En la senda del hombre” (pues tras leerlo son más apropiadas traducciones como “A la sombra del hombre” o “Bajo la sombra del hombre). Jane Goodall es asimismo la persona que durante los años 60’s fundó el centro de investigación para chimpancés en el Gombe, en la nación africana de Tanzania, a orillas del lago Tanganyika. Y antes de perderme en la selva de las referencias, quien quiera saber más sobre sus actividades puede consultar la página http://www.janegoodall.org/ y dejarnos a los demás continuar con este curioso coloquio.

Cuando se leen los trabajos de Goodall, quien convivió varios años con los chimpancés en sus hábitat naturales, se advierte que el juego, el juego lúdico real por el sólo placer de divertirse y hacerse reír (porque, créanlo o no, estos simios ríen), sin ningún objetivo concreto, ocupa un lugar primordial en su vida social a lo largo de toda su existencia, y aunque los fascinantes cuadrúmanos tengan actividades de aprendizaje imitativo y competitivo del tipo de las que nuestros expertos pedagogos humanos tratan de hacernos creer que son “juegos”, éstas toman poco tiempo en sus rutinas.

Por supuesto que estos primates tienen muchas diferencias físicas y de comportamiento con los humanos, y pese a ello su cerebro es el más similar al nuestro en todo el reino animal. Por ejemplo, la vida familiar tal cual nosotros la conocemos es virtualmente inexistente entre ellos, y la figura del padre está ausente en sus sociedades. Aunque, sin embargo, hay dentro de ellas jerarquías, y una tendencia a evitar las relaciones sexuales entre los hijos y sus madres, pero en la época fértil de las hembras cunde lo que los moralistas mojigatos llamarían “sinvergüencería” y todos los machos copulan con ellas, sin que se sepa luego de quién son los hijos resultantes. Eso sí, todos los adultos de una región tienden a ser cuidadosos y cariñosos con las crías, salvo en aquellas raras oportunidades en que un pequeño tiene la desgracia de cruzarse en el camino de un macho adulto en plena demostración de fuerza y agresividad. Entonces la ebriedad de las hormonas puede conducir a que el cachorro sea asesinado.

Ahora bien, aunque a veces se muestren violentos, los chimpancés de cualquier edad y condición son por lo general muy querendones de sus “niños”, y si bien los adultos desarrollados le enseñan a su progenie, a veces en un sentido casi humano, en la mayoría de las ocasiones cuando se relacionan los grandes con los pequeños, lo hacen asumiendo el nivel de éstos últimos, es decir, jugueteando y revolcándose en el suelo y los árboles por el sólo placer de hacerlo. Ya sugirió Cristo en la Biblia (Mateo, capítulo 18, versículo 3) que quien no fuera como un niño no entraría al reino de los cielos, y conjeturo que lo hizo como una invitación a los adultos a observar e imitar la espontaneidad infantil, y en total repulsa de los esfuerzos opresivos de los mayores, y de su inclinación a usar los artificios de la pedagogía más compleja para eliminar del niño todo lo que lo hace niño, y, si bien puede sonar a lugar común, “meterlo a grande”,

Mas volvamos al diseño de objetos: el repertorio objetual del chimpancé es, después del humano, el mayor en todo el reino animal, estas criaturas usan palos y piedras a modo de armas, de herramientas y de instrumentos de cacería, asimismo saben elaborar esponjas con hierbas o usar el follaje a manera de papel higiénico. Sin embargo, nunca se ha visto que un chimpancé se sirva de un objeto para elaborar otro objeto. En eso se diferencian de nosotros, y claro en que no tiene en su haber algo tan espectacular como nuestra habla (por supuesto que si pudiéramos interrogarlos al respecto ellos tendrían algunos reparos al respecto) Pese a ello parece que el chimpancé tiene una conciencia del yo, y es bien documentado el caso de Washoe, una hembra que creció rodeada por seres humanos que sólo se expresaban frente a ella y entre sí, mediante el lenguaje de signos de los sordomudos. Doña Washoe llegó a manejar con perfección un conjunto de trescientos cincuenta y tantos signos diferentes, e incluso algunos para identificarse a sí misma.

A este respecto registra Jane Goodall, al final de “In the shadow of the man”: “Sin duda el hombre ensombrece al chimpancé. Y con todo, éste es una criatura de inmensa importancia para comprender al ser humano. De la misma forma en que nuestra sombra se proyecta sobre el chimpancé, la de éste cae sobre los demás animales. El simio es capaz de resolver complejos problemas, puede usar y construir herramientas con muy diferentes fines, su estructura social y sus métodos de comunicación son refinados e incluso muestra los rudimentos de una conciencia del yo. ¿Quién puede saber lo que será el chimpancé dentro de cuarenta millones de años? Debe ser preocupación de todos nosotros permitir que continué viviendo, que pueda tener ocasión de evolucionar”.

Lo mismo que comenta Jane Goodall sobre el chimpancé es válido para el comportamiento infantil al natural, y sobre todo para el juego de verdad que los peritos de la educación insisten en eliminar y suplantar con sus juegos de adultos adaptados a los niños. Por algo los chimpancés se abrazan y se consienten entre sí mucho más de lo que nosotros lo hacemos con nuestros semejantes. Y no en sentido exclusivamente sexual, por cierto. A modo de sobremesa, y en apoyo una idea que insinúo en este escrito (con más sutileza que molestia, espero) agregaré algunas particulares biográficas sobre Jane Goodall: dicha mujer fue comisionada para el estudio de los chimpancés en Tanzania por el británico Louis Seymour Bazet Leakey (1903-1972), quizá el más famoso antropólogo del siglo pasado, y un explorador infatigable cuyos descubrimientos de esqueletos de Australopitecos y humanos prehistóricos en la Garganta de Olduvai en Tanzania suministraron numerosos datos para resolver el siempre inquietante misterio del origen humano. En aquella época, Jane a la sazón muy joven, carecía de grado profesional, es más ni siquiera había ingresado a la universidad y fue precisamente por eso que Leakey la escogió; quería para la investigación a alguien así. Creía firmemente que la educación universitaria en el caso de muchos pioneros no sólo era innecesaria, sino que, en tanto camisa de fuerza y coartadora de la curiosidad natural podía llegar a ser nociva en varios aspectos. Deseaba poner el frente del proyecto que investigara a los primos hermanos del hombre, a una persona de mente abierta, libre de convencionalismos teóricos; alguien que realizase la investigación llevado solamente de un afán de conocimiento y que profesara, además, una gran y real simpatía hacia los animales.

Una persona como Jane.

Cada cual saque sus conclusiones.

Yo al menos creo saber por qué Louis Leakey fue un hombre tan notable, y dado lo escrito en el párrafo anterior salta a la vista la razón por la cual contribuyó a convertir a Jane Goodall en la renombrada científica que hoy es. Ambos, como los niños y los chimpancés, fueron en su momento individuos abiertos a la fertilidad de la especulación y se tomaban la vida de un modo travieso que podríamos llamar lúdico en el verdadero sentido de tal palabra.

Eran, en resumidas cuentas, un par de juguetones.

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