martes, abril 11, 2006

El mito de la popularidad E28


Popularidad: dañino tesoro


Mi homenaje al único colombiano que ha acariciado el Olimpo de la perfección en los sondeos de opinión. Ni de lejos, ningún nacional en la historia patria se ha aproximado tanto como él a conseguir una imagen favorable del 100% ante el público. Sempiterna gloria al fabuloso hijo de Antioquia. Loor al insuperable... ¡Jaider Villa!

Talía y Melpómene, divinas señoras de la comedia y la tragedia, lo mimaban con sus dones. Era el ungido. El magno. El histrión anhelado que llevaría la interpretación a su apogeo. La parodia, el drama y la pantomima le brindarían sus mieles. Lideraría la actuación del país en las próximas décadas. “Su imperio sobre la caracterización será absoluto”, proclamaban sus enfervorizados creyentes; esos miles de televidentes que, semana a semana, le otorgaban embelesados una aplastante ventaja en votos frente a sus rivales de turno (e incrementaban su respaldo con fiereza si algún analista sensato osaba señalarles la ineptitud de su campeón). Los anales del espectáculo cantarán por siglos su épica e implacable victoria sobre Pedro Palacio: 93 contra 7%. Sobresaliente. Memorable. Tanto como anodina fue su carrera tras el conspicuo reality organizado por RCN. Corrieron los años y sus adoradores, inmunes al desengaño, aguardan todavía a que el galán por antonomasia realice cuando menos un digno papel secundario. A la inversa, el otrora impopular Pedro Palacio es hoy un promisorio actor.

La epopeya de Jaider sintetiza los oceánicos desaciertos en los que (con frecuencia) incurre la multitud cuando decide encaprichada con los eventuales méritos de un individuo. A la hora de elegir, la popularidad obnubila a las colectividades. Es un baremo traidor y fullero. Por cada acierto probado, un recorrido histórico a vuelapluma revelará infinidad de catástrofes. Ahí está para demostrarlo el drama evangélico en cuatro versiones. Representémonos a Pilatos, procurador romano de Judea, apareciendo ante los judíos para informarles: “Yo no encuentro delito en este hombre. Pero vosotros tenéis la tradición de que os libere un condenado en la pascua. ¿Queréis, pues, que os libere al Rey de los judíos?”. Figurémonos al gentío, encariñado con cierto carismático malhechor, vociferar haciendo gala de su proverbial cordura: “A ese no. ¡Libéranos a Barrabás!”. Tras lo cual, el episodio cursó ineluctable hacia el amargo epílogo de la crucifixión.

Curiosamente, otra anécdota —algo menos infausta (e incluso hilarante)— prueba lo mismo, e involucra también a un miembro del clan Pilatos. Todavía sonrío cuando evoco los suspiros de mis contemporáneas, embaucadas a la sazón por Fabrice Morvan y el hoy desaparecido Rob Pilatus: aquellos corpulentos morenazos, integrantes del falsario dúo Milli Vanilli, cuya estampa desleía a miríadas de señoritas (y de homosexuales) quienes, en diversas latitudes, escuchaban All or Nothing, Blame It On the Rain, Girl I’m Gonna Miss You y otras exquisitas baladas que los adonis de ébano simulaban interpretar (y en realidad entonaban individuos menos apuestos pero con genuino talento musical). A tal grado llegó el timo que los atezados colosos culminaron, vitoreados y ufanos, como ganadores del Premio Grammy 1990 al mejor nuevo artista. Sin embargo, un volantín de la suerte los transformó poco después en hazmerreíres del universo farandúlico al tener que devolver su galardón una vez descubierto el embuste (aún creo que habría sido preferible instituir con ellos la inédita categoría de “mejor falso artista”). Eso sí, los cantantes originales se lanzaron pronto al mercado como “The Real Milli Vanilli. Para fracasar miserablemente.

Mas las cosas no concluyen ahí. Por doquier proliferaron (y proliferan), para embeleco de las masas, embajadores de la India de mentirijillas y emperadores desnudos, como el del cuento de Hans Christian Andersen, cuyos suntuosos trajes son supuestamente invisibles para los idiotas (aun cuando —la realidad es mordaz— casi siempre los idiotas resultan ser, ciertamente, quienes los ven). Sin embargo, ¡ay de los suspicaces que osen impugnarle a la sociedad su derecho a enamorarse de cuanto espejismo se le antoje!, porque serán estigmatizados y desacreditados. Y es que, aunque la democracia sea universalmente esencial, la turbamulta (término caro al fallecido Alfredo Iriarte para aludir a muchedumbres frenéticas), es con frecuencia irrazonable y supersticiosa. A raíz de ello, Ortega y Gasset fustigó la imposición mayoritaria del número en todos los ordenes existenciales (a la cual denominó “plebeyismo triunfante”); y siglo y medio antes que él, otro notable intelectual, el historiador inglés, Edward Gibbon, consignó en su “Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano” que mientras el estado de suspenso escepticismo es propio de unas pocas mentes inquisitivas, la práctica de la superstición es tan grata a la multitud que incluso cuando sus miembros son sustraídos de ella por la fuerza, deploran perder tan placentero estado.

En últimas, la voluntad popular resulta a menudo ser la coz —más que la voz— de Dios, pues conjura más desdichas que satisfacciones. Bien lo sabía ese geíser de epigramas que fue Nicolás Gómez Dávila cuando en uno de sus escolios sentenció: “El pueblo a veces acierta cuando se asusta; pero siempre se equivoca cuando se entusiasma”. Tal aseveración cobra espeluznante validez en esta era cosmética donde el particularismo avasalla, las encuestas son dioses y los encuestadores oráculos. En nuestros tiempos falaces, el antídoto contra la funesta epidemia de la popularidad lo encarnan quienes mantienen higiénicas aprensiones ante las tendencias en boga. Hay que proteger esos patitos feos, pues muchos de ellos son cisnes de perspicacia. Escucharlos puede salvarnos de nuevos Millis Vanillis, futuras crucifixiones, y ¡el destino nos proteja! hasta de novelas protagonizadas por Jaider Villa.

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